En todas las religiones, montes y montañas han sugerido al hombre un camino hacia Dios. Al subir físicamente, es posible vivir también una elevación espiritual. Aquí mismo, en Uruguay ¿cuántos hemos subido más de una vez al cerro del Verdún, coronado por la imagen de María Inmaculada y cómo nos ha ayudado en nuestra vida de fe?
En el primer domingo acompañamos a Jesús en sus tentaciones, donde no faltó la subida a un monte; en el segundo domingo, fuimos con Él y tres de sus discípulos al Tabor, para contemplarlo transfigurado. En este domingo, acompañamos a Moisés, a quien Dios ha llamado para conducir a su Pueblo a la liberación, en su subida al Horeb, la montaña santa.
En la lectura encontramos a Moisés llevando una vida que podríamos calificar de “bien encaminada”. Moisés, siendo hebreo, fue, sin embargo, educado en Egipto como un príncipe. Después de matar a un egipcio que maltrataba a su pueblo, Moisés dejó aquella vida y se instaló en el desierto, donde se casó y trabajó para su suegro. Todo parecía llevarlo a dejar atrás su vida en Egipto y el sufrimiento de su pueblo, esclavizado y maltratado.
Sin embargo, como muchas veces sucede, no podemos borrar de nuestro corazón aquello que ha marcado profundamente nuestra vida. Tal vez por eso…
Moisés, que apacentaba las ovejas de su suegro Jetró, el sacerdote de Madián, llevó una vez el rebaño más allá del desierto y llegó a la montaña de Dios, al Horeb. (Éxodo 3,1)
“Más allá del desierto”… Moisés salió de su rutina. Salió de los caminos habituales. Tampoco fue a cualquier lugar, a cualquier cerro: fue al Horeb, “la montaña de Dios”.
Lo esperaba algo sorprendente:
Allí se le apareció el Ángel del Señor en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza. Al ver que la zarza ardía sin consumirse, Moisés pensó: «Voy a observar este grandioso espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?» (Éxodo 3,2-3)
No tardaremos en saber que esa zarza ardiendo es una manifestación de Dios. Pero ¿por qué Dios eligió esa manera de manifestarse a Moisés? Tal vez ese fuego que no se apaga está reflejando lo que arde en el corazón de Moisés. El recuerdo del sufrimiento de su pueblo sigue siendo para él algo ardiente, algo que quema dentro.
Y llega la manifestación de Dios, que se va dando paso a paso. El primer paso es llamar a Moisés por su nombre:
Cuando el Señor vio que él se apartaba del camino para mirar, lo llamó desde la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». «Aquí estoy», respondió él. (Éxodo 3,4)
El segundo paso de la revelación de Dios es hacerle saber a Moisés en dónde está entrando y con qué actitud debe hacerlo:
«No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa.» (Éxodo 3,5)
Y en un tercer momento, llega la revelación explícita:
«Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» (Éxodo 3,6a)
Ante esto, así como se había descalzado ante la indicación de Dios, Moisés hace por sí mismo otro gesto de respeto:
Moisés se cubrió el rostro porque tuvo miedo de ver a Dios. (Éxodo 3,6b)
Y aquí llega el motivo por el que Dios lo ha llamado:
El Señor dijo: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel.» (Éxodo 3,7-8)
Esta lectura se ubica en este tiempo porque, no lo olvidemos, la Cuaresma es camino hacia la Pascua. En el pasaje que acabamos de escuchar, Dios está anunciando la Pascua de Israel, el Pésaj, que consistirá en la intervención de Dios para la liberación del poder de los egipcios y la entrada en la Tierra Prometida. La Pascua, dentro de la cual se sella la primera alianza, será el gran acontecimiento del Pueblo de Israel, celebrado hasta hoy como una gran fiesta por la comunidad israelita.
Dios se ha identificado ya como “el Dios de los padres”, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. El Dios que hizo alianza con Abraham y lo bendijo, y mantuvo esa bendición para su hijo Isaac y su nieto Jacob. Dios se define a través de esa relación que él mismo estableció con esos tres hombres y sus familias, los tres grandes ancestros del pueblo de Israel.
Pero Moisés pregunta cuál es el nombre de Dios. Como respuesta, recibe estas palabras:
«Yo soy el que soy.» Luego añadió: «Tú hablarás así a los israelitas: "Yo soy" me envió a ustedes.» (…) Este es mi nombre para siempre, y así será invocado en todos los tiempos futuros.» (Éxodo 3,14-15)
La cuestión del nombre de Dios así revelado, ha producido… no digamos algunos libros, sino enormes bibliotecas. Se han propuesto otras traducciones -no olvidemos que partimos de un texto en hebreo- pero en nuestra lectura actual se ha preferido la tradición literal: “yo soy el que soy”, que corresponde a “yo soy el que es”, “yo soy el existente”. Eso significa que Dios es el único verdadero existente, en el sentido de que existe por sí mismo, que su existencia no le ha sido dada por nadie. Aquí es donde los niños suelen preguntar “y a Dios ¿quién lo creó?” y la respuesta es que él “es el que es”, el creador de todo.
Esa manera en la que Dios se presenta cuando Moisés quiere saber su nombre nos suena un poco abstracta, hasta filosófica… pero Dios repite permanentemente que Él es “el Dios de tus padres”. Para Moisés y los israelitas, eso tiene sentido, un sentido profundo. Es el Dios que los ha acompañado en su historia, en la historia de esa familia que dio origen al pueblo de Israel.
¿Y para nosotros? ¿Tiene también sentido? Recuerdo una frase que me marcó mucho, en un libro que proponía una guía de lectura bíblica. Decía su autor: “la historia de la salvación es la historia de un alma: la tuya”. Encontrarme con la historia de la salvación, con los relatos en los que voy conociendo la relación de Dios con su pueblo: con Abraham, con Isaac, con Jacob, ahora con Moisés, me ayuda a reconocer la presencia y la acción de Dios en mi vida, a recordar o a tomar conciencia de mi propia historia de salvación, de mi propio lugar en ella. Como a Moisés, Dios me ha llamado por mi nombre… Que recordar todo esto mantenga o encienda en cada uno de nuestros corazones el ardor de la fe para participar de la misión de la Iglesia en el mundo.
En esta semana
Desde el lunes estarán reunidos en Buenos Aires delegados de las Conferencias Episcopales del Cono Sur, preparando la próxima asamblea del Consejo Episcopal Latinoamericano, CELAM, que se realizará en mayo de este año. Oremos para que esos trabajos sean fructuosos para nuestro caminar como Iglesia.
Martes 25: Solemnidad de la Anunciación de María. Oramos por los Niños por nacer, para que su gestación llegue felizmente a término y sean recibidos con amor de familia. Saludamos a las Hermanitas de la Anunciación en su día de fiesta.
Domingo 30: José Ceriani, un nuevo diácono permanente para nuestra diócesis será ordenado por Mons. Heriberto en la parroquia de Tala. Oremos por este hermano que se pone al servicio de la comunidad en este ministerio.
Gracias amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario