lunes, 28 de noviembre de 2011

¿Qué dicen los Obispos sobre la familia en su Carta Pastoral?

El domingo 13 los Obispos uruguayos presentaron a los peregrinos que asistieron a la Peregrinación al Santuario Nacional de la Virgen de los Treinta y Tres la Carta Pastoral que elaboraron en ocasión del Bicentenario: "Nuestra Patria: gratitud y esperanza".

 

Compartimos el capítulo en el que los Obispos reflexionan sobre la Familia (de NOTICEU).

 
IV. En el principio era la familia
 
En el año 2011, igual que hace 200 años, Uruguay continúa basando su identidad como nación en la familia. En los sucesivos textos constitucionales que nos hemos dado, ha sido reafirmada la familia como “la base de nuestra sociedad”.35
Esta convicción de quienes formaron nuestra patria, es hoy también el valor primordial al que aspiran la inmensa mayoría de nuestros hombres y mujeres: formar una familia. Del tesoro de valores que hemos recibido en herencia, el aprecio por la familia unida brilla como un diamante en nuestra sociedad uruguaya.
 
Centralidad de la familia
 
Con especial gratitud debemos recordar a multitud de familias inmigrantes, principalmente de españoles e italianos, y también de muchas otras naciones, que dando a luz sus hijos en nuestro suelo, plantaron las semillas de un gran bosque de hombres y mujeres uruguayos.
 
Mirando nuestro tiempo presente y reconociendo que hoy quizás sea más difícil para los matrimonios traer hijos al mundo y educarlos, también mantenemos una deuda de gratitud con tantos matrimonios que, sacrificada y alegremente, continúan esa tradición de valor sin igual. La Iglesia y su magisterio sobre el plan de Dios para el hombre y la mujer unidos en matrimonio, ha sido siempre una guía de esperanza y una fuente de alegría que, quizás más que nunca, sigue teniendo plena validez.
 
Apoyándonos en la centralidad de la institución familiar en nuestra cultura, se comprende el excepcional relieve que adquiere el artículo siguiente de la Constitución, cuando solemnemente declara que “el cuidado y educación de los hijos para que éstos alcancen su plena capacidad corporal, intelectual y social, es un deber y derecho de los padres”.36 Este principio básico afirmado en nuestra Carta Magna, que ha sido refrendado con la firma de diversas declaraciones internacionales37, debería ser el punto de partida de disposiciones jurídicas audaces y magnánimas que apunten, como todos deseamos, a un desarrollo social en profundidad.
 
La trascendencia de la institución familiar en vistas al bien de toda la sociedad, tiene que llevar a preguntarnos, por ejemplo: ¿cómo formar a los padres y madres de familia, para que asuman en su cabal contenido el deber de cuidar y educar a sus hijos, de manera que se acerquen lo mejor posible a la realización de la afirmación constitucional referida? Si la educación de los hijos es un deber y un derecho primario de los padres, no del Estado, ¿qué consecuencias legales se desprenden de nuestra disposición constitucional?; ¿qué medios habrá que facilitar a los padres para que asuman responsablemente el deber de educar en plenitud a sus hijos? En este ámbito de capital importancia, y aun respetando la separación de la Iglesia y el Estado, ¿no se podría llegar a acordar acciones eficaces? Pensamos que los tiempos que corren nos exigen esfuerzos de imaginación, dejando de lado planteos ideológicos perimidos.
 
Matrimonio, familia y divorcio
 
En abierta contradicción con las afirmaciones básicas de nuestra conformación como pueblo, se debe reconocer que “la familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura. Muchas familias viven esta situación permaneciendo fieles a los valores que constituyen el fundamento de la institución familiar. Otras se sienten inciertas y desanimadas de cara a su cometido, e incluso en estado de duda o de ignorancia respecto al significado último y a la verdad de la vida conyugal y familiar. Otras, en fin, a causa de diferentes situaciones de injusticia se ven impedidas para realizar sus derechos fundamentales”.38
 
Son numerosos los estudios y las instituciones que abordan la realidad del matrimonio y la familia en nuestro país. Uruguay fue el primer país de Latinoamérica, en 1907, que incorporó el divorcio a su régimen jurídico, y conocemos bien las graves consecuencias que ha acarreado esa medida: el divorcio, que debería ser un recurso extremo, del que se echa mano en situaciones definitivamente irremediables, con el correr del tiempo se ha convertido en puerta de escape para no asumir deberes matrimoniales más o menos costosos; en “solución” de crisis normales de convivencia –sin reparar muchas veces los cónyuges en el sufrimiento que provocan en los hijos– o, también, en justificación legal de infidelidades.
 
Vemos con dolor que la aceptación social del divorcio es un rasgo distintivo de la sociedad uruguaya.39 Sin pretender cambiar todo, ni ir contra las convicciones de muchos, pero también sin aceptar avasallamientos ideológicos, nos parece que es necesario buscar formas que apoyen la formación de matrimonios estables, como base de las familias, y colaboren con su sostenimiento.
 
Una tarea compleja pero imprescindible es la de recomponer nuestro tejido social. En sintonía con lo que hemos dicho sobre los derechos humanos, la afirmación constitucional de que la base de nuestra sociedad es la familia trae como consecuencia que el Estado debería respetar y tutelar el fundamental derecho de los ciudadanos a contraer matrimonio, según su conciencia y de acuerdo con la libertad de religión.
 
¿Por qué en nuestro país no se reconoce, como sucede en muchas otras naciones, la validez del matrimonio contraído en presencia del ministro religioso? ¿Por qué, en tiempos en que se da cierto reconocimiento al concubinato, se sigue desconociendo el derecho de los ciudadanos a que se reconozca la validez del matrimonio celebrado públicamente, de acuerdo con las religiones establecidas en el país? ¿Acaso no es un anacronismo que se mantenga en vigor una ley del Gral. Santos, por la cual incurre en delito el sacerdote que recibe el consentimiento matrimonial, si antes no han pasado los contrayentes por el Registro Civil?
 
En la misma línea de recomponer nuestro tejido social, queremos llamar la atención sobre otra incongruencia de nuestro régimen jurídico. Nos referimos a la discriminación que sufren las parejas que, deseando contraer un matrimonio para siempre, están obligadas a conformarse, exclusivamente, con un matrimonio disoluble.
Si la legislación establece un régimen de divorcio vincular aplicable a todos los matrimonios, esa ley está favoreciendo a quienes sostienen el divorcio. ¿Por qué no pensar en una opción que permitiera a los contrayentes que lo deseen asumir un vínculo indisoluble?
 
Por una cultura de la vida
 
Sabemos bien que estamos viviendo una época difícil: por todo el mundo se extiende un modo de concebir la existencia en el cual no hay lugar para Dios y sus leyes, incluidas las que se refieren a la unión conyugal entre un hombre y una mujer, única definición de matrimonio. Los cristianos que tratan de ser consecuentes con su fe aparecen como “signo que suscita la más enconada y premeditada contradicción”, según lo veía hace muchos años quien sería luego Papa Juan Pablo II.40 Este mismo Pontífice, al que tuvimos el privilegio de recibir en dos oportunidades, denunció fuertemente la difusión internacional de una “cultura de la muerte”41, promovida por intereses que quieren controlar la población mundial42. No es un secreto para nadie la inversión que instituciones internacionales hacen de cuantiosas sumas de dinero para difundir su ideología y que condicionan las ayudas al desarrollo, según los países se adapten o no a sus intereses.
 
La aceptación y los efectos de estas acciones, verificadas también en nuestra sociedad uruguaya, son evidentes: el drástico y sostenido descenso de la tasa de natalidad, con la consiguiente despoblación y envejecimiento poblacional; la eutanasia, propuesta como una muerte digna; la ideología de género, que pretendiendo barrer las diferencias naturales dadas por el Creador al varón y a la mujer, socava los fundamentos del matrimonio y la familia, y no obstante es implantada en los centros educativos y difundida como progreso cultural; la ausencia o deficiencia, en fin, de políticas públicas que defiendan eficazmente la familia.
 
En este clima tempestuoso, nos preocupan de modo muy particular los repetidos intentos de legalizar el abominable crimen del aborto. Queremos volver a subrayar que no enarbolamos la defensa de la vida humana desde su concepción, como una bandera solo de fe; por una parte, nuestra defensa se fundamenta en una evidencia científica que reconoce el comienzo de la vida humana en ese instante. A su vez, la fe católica proclama que concebir un niño es colocarlo en la órbita de la eternidad, una cooperación con la acción creadora de Dios, único Señor de la vida de cada ser humano.
 
Lo planteamos desde otro ángulo. En un momento en que se proclama tan alto la defensa de los derechos humanos, es imprescindible defender la vigencia del primero de los derechos: el derecho a la vida. La Convención Americana sobre derechos humanos lo defiende desde el momento de la concepción, de tal forma que nadie pueda ser privado arbitrariamente de la vida43.
 
Si la pretensión de legalizar el aborto es el corolario de una ideología que entiende que la mujer es dueña de disponer de su propio cuerpo y de expulsar a un “intruso”, entonces afirmamos que semejante teoría, además de ser ajena por completo a la idiosincrasia de la inmensa mayoría de las mujeres uruguayas, escamotea otro dato esencial: el aborto provocado es la mayor violencia que puede sufrir una mujer llamada a ser madre. La Iglesia conoce muy bien que, en circunstancias difíciles, puede ser grande la tentación de abortar. Pero asimismo sabe que esa decisión gravará la conciencia de la mujer durante toda su vida.
 
La seriedad de lo que está en juego en torno al aborto trae consigo, entre otras consecuencias, la necesidad de difundir entre los hombres y mujeres de nuestro país, un gran sentido de responsabilidad sobre el uso de la sexualidad. La Iglesia enseña que es posible integrar la sexualidad en la persona, en su ser corporal y espiritual: “la sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer”.44 Es un camino válido para todos, adolescentes, jóvenes y adultos de ambos sexos, que lleva a alcanzar niveles de mayor humanidad.
 
Una ecología espiritual
 
El desarrollo de nuestra patria no es un asunto meramente económico. Está íntimamente vinculado a la custodia y promoción de nuestra identidad como pueblo, del cual la familia es su tesoro más valioso.
 
Los católicos, en Uruguay como en todo el mundo, debemos empeñarnos en su desarrollo. Respetando la libertad que tienen todas las personas de elegir las soluciones que consideren más adecuadas para resolver los problemas sociales, proponemos, sin imponerlo, un modo de concebir al hombre que se asienta en la Buena Noticia que Jesucristo trajo al mundo.
 
“Mi deseo –explicaba Benedicto XVI– es proponer el papel central, para la Iglesia y la sociedad, que tiene la familia fundada en el matrimonio. Ésta es una institución insustituible según los planes de Dios, y cuyo valor fundamental la Iglesia no puede dejar de anunciar y promover, para que sea vivido siempre con sentido de responsabilidad y alegría”.45
 
Queremos promover una auténtica “ecología espiritual”, proponiendo a las nuevas generaciones la belleza del matrimonio indisoluble y su apertura a la vida, en sintonía con las exigencias más profundas del corazón y la dignidad humanas.
 
Queremos ofrecer a nuestros compatriotas la experiencia, el compromiso y el esfuerzo cotidiano, como Iglesia Católica, a favor de una vida más digna, basada en el respeto de la persona humana y sus derechos, orientada a la familia como ámbito de realización de las más íntimas aspiraciones del corazón humano: al matrimonio como vocación enaltecedora del varón y la mujer en su diferenciación complementaria, a los hijos como apuesta generosa y esperanzadora del futuro de nuestra Patria.
Por eso declaramos, como comunidad católica, nuestra disponibilidad para colaborar cuanto sea posible, y de hecho ya lo estamos haciendo, en todas las políticas que promuevan la centralidad e integridad de la persona y de la familia.
 
Familias por un Uruguay mejor
 
La conciencia de la mayoría de los uruguayos se identifica con valores evangélicos en su vida cotidiana. Cuando celebramos el segundo centenario de nuestra Patria, queremos animar a todos, y particularmente a los católicos, a conocer bien el rico patrimonio de la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia –el “Evangelio de la familia”– y a esforzarse, con la ayuda de la gracia de Dios, a ponerlo en práctica.
 
En este ámbito, es insustituible el papel que corresponde a las mujeres uruguayas. Al terminar el Concilio Vaticano II, en 1965, los obispos del mundo entero se dirigieron a las mujeres con palabras clarividentes que siguen teniendo completa actualidad. Hoy las hacemos muy nuestras: “Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer llega a su plenitud, la hora en que la mujer ha adquirido en el mundo una influencia un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no degenere (...) Esposas, madres de familia, primeras educadores del género humano en el secreto de los hogares, transmitid a vuestros hijos y a vuestras hijas las tradiciones de vuestros padres, al mismo tiempo que los preparáis para el porvenir insondable. Acordaos siempre de que una madre pertenece, por sus hijos, a ese porvenir que ella no verá probablemente.46
 
La experiencia de familias cristianas auténticas, podrá mostrar en nuestra patria que ellas son verdaderamente favorables al bien de las personas y de la sociedad uruguaya. De ahí la importancia que en cada barrio, en los diversos ambientes, en las parroquias, haya experiencias de auténticas familias cristianas, pequeñas “iglesias domésticas” de puertas abiertas, que susciten, con el testimonio de sus vidas, la atracción y el diálogo, como caminos hacia el encuentro con Cristo Redentor de nuestro pueblo.
 
“Podéis estar seguros –nos dijo Juan Pablo II– de que son las familias verdaderamente cristianas las que harán que nuestro mundo vuelva a sonreír”. 47 Hacemos nuestra esta certeza, sintiéndonos muy cerca de las familias de nuestro país y acompañándolas en sus dificultades diarias. A las mujeres que no pocas veces están solas sacándolas adelante; a quienes se han separado y siguen luchando por sus hijos; a quienes se les hace difícil encontrar los medios materiales que necesitan para darles una vida digna. Tampoco olvidamos la situación de tantos que han vivido momentos dolorosos en su matrimonio y en su familia e incluso han visto fracasar su proyecto. También a ellos dirigimos una palabra de esperanza, para que aún de los males puedan cosechar frutos de crecimiento personal y familiar.
 
Por todos dirigimos a Dios nuestra oración y a todos queremos animarlos: no están solos en sus dificultades, vale la pena el esfuerzo que hacen para que sus hogares sean remansos de paz y escuelas de vida plenamente humana.

Notas:
35. Constitución de la República Oriental del Uruguay, artículo 40.
36. Constitución de la República Oriental del Uruguay, artículo 41.
37. Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) aprobado por Ley Nº 15.737 el 8 de marzo de 1985 y Convención Sobre los Derechos del Niño, adoptada en la ciudad de Nueva York el día 6 de diciembre de 1989, aprobada por Ley Nº 16.137 el 28 de setiembre de 1990.
38. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio sobre la misión de la familia cristiana en el mundo actual, 1.
39. Juan Pablo II, Ibídem, 84 “Exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza. La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”.
40. Karol Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid, 1979, p. 262.
41. Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae, 19: “el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad de los ‘más fuertes’ contra los débiles destinados a sucumbir”. Ibídem, 17: “Las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes... se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática...estamos en realidad ante una objetiva ‘conjura contra la vida’, que ve implicadas incluso a instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto”.
42. Cfr. La familia en América Latina, desafíos y esperanzas. CELAM, Bogotá, 2006, págs. 73-105.
43. Pacto de San José de Costa Rica, el Derecho a la Vida en el art. 4, 1,1.
44. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2337-2345.
45. Benedicto XVI, Homilía en el V Encuentro Mundial de las familias, Valencia, 9 de julio de 2006.
46. Concilio Vaticano II, Mensaje a la Humanidad, 7 de diciembre de 1965.
47. Juan Pablo II, Homilía en el Estadio “Centenario”, Montevideo, 7 de mayo de 1988.

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