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Homilía del Obispo
Aunque esto se suele dejar para el final, quiero empezar por agradecer.
Un viejo párroco de Paysandú, a quien tuve el privilegio de acompañar en el último tramo de su vida y luego ser su sucesor, solía decir: “Dios ayuda a los que rezan… y trabajan”.
Creo que todos los que estamos aquí nos hemos unido, en muchos momentos y de distintas formas en la oración para que esta obra pudiera realizarse. Recuerdo las ánforas colocadas a la entrada del templo, que se fueron llenando de la ofrenda de oración silenciosa de muchos fieles de esta comunidad. Esa oración ha tenido respuesta.
Es que “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles”, como dice el salmista (salmo 126). Por lo tanto, en primer lugar, estamos dando gracias al Señor. Estamos reconociendo que ésta es, ante todo, su obra. Ésa es la intención principal que ponemos en esta Eucaristía, esta acción de gracias al Padre, por Cristo, con Él y en Él.
Pero hay que recordar, por lo menos hasta dónde yo lo sé, cómo empezó todo esto… fue el P. Lucas quien, advirtiendo la fisura existente en la cúpula y la necesidad de volver a dar un aspecto digno a la catedral, de acuerdo con el equipo económico comenzó a guardar el ingreso que la parroquia recibía por el alquiler de los salones para constituir un fondo destinado a la refacción del templo. Luego elaboró dos pedidos de ayuda que fueron presentados personalmente por el Ecónomo Diocesano y por el Obispo a dos instituciones de la Iglesia en Alemania: Adveniat y el Arzobispado de Colonia; ayudas que fueron concedidas.
Al asumir la parroquia, el P. Jairo se puso al hombro el proyecto. Con el apoyo de la comunidad, buscando también otras ayudas en el exterior, ha logrado lo que ahora estamos disfrutando. Ha sido también importante la relación establecida con el arquitecto Diego Neri, del estudio Neri-Collet, especialista en restauración de edificios pero también hombre de fe y de Iglesia, que entiende en profundidad de qué se trata esta obra.
Son muchos, entonces, los agradecimientos que corresponden y que hacemos de corazón, deseando que el Señor bendiga ricamente a todos y cada uno de los que han hecho posible estos trabajos.
Ahora, hagamos nuestra meditación sobre el significado del templo. En el Antiguo Testamento había un único templo, el gran templo de Jerusalén. Un único lugar para una presencia especial, privilegiada, del Dios único. En la época de Herodes, el templo tenía diferentes niveles de acceso. Cualquier persona, incluso un no creyente podía llegar hasta el llamado “patio de los gentiles”, un lugar abierto a quienes estaban en búsqueda pero aún no habían dado el paso de la fe que podía llevarlos más lejos.
Más adentro estaba el “patio de las mujeres”. Hasta allí podían llegar las israelitas. Luego seguía el “patio de Israel”, hasta donde llegaban los varones israelitas laicos y finalmente el “patio de los sacerdotes”, donde sólo podían entrar éstos. Pero todavía quedaba un último lugar, al que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote, una vez al año. Un recinto cerrado, conocido como el “Santo de los Santos”, el “Santísimo”. Allí se guardaba el arca de la Alianza, pero, fundamentalmente era un espacio “vacío” o, visto de otra manera, un lugar lleno de la presencia del Dios invisible.
El templo era un motivo de orgullo para los israelitas. San Lucas nos refiere la admiración de muchos por las hermosas piedras y los dones (21,5), junto con el anuncio de Jesús que de todo eso no quedaría “piedra sobre piedra”.
Pero Jesús dice también “destruyan este templo y en tres días lo levantaré” y el evangelista Juan nos aclara que “él hablaba del templo de su cuerpo” (2,19-21).
Es que Jesucristo, por su muerte y su resurrección, se convirtió en el verdadero y perfecto templo de la nueva Alianza.
En efecto, “él es imagen del Dios invisible” (Colosenses 1,15). Aquella presencia de Dios representada en el espacio “vacío” del “Santo de los Santos” ya no tiene sentido. Ahora el mundo está lleno por la presencia de Jesucristo resucitado.
Por su muerte y resurrección, Cristo reunió al pueblo adquirido por Dios, el pueblo santo. Y esto es la Iglesia, la comunidad de los discípulos misioneros de Jesucristo: todos nosotros formamos parte del templo espiritual de Dios, edificado con piedras vivas, como dice el apóstol Pedro (1 Pedro 2,5).
Por eso, desde muy antiguo se llamó también “Iglesia” al edificio en el cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la Palabra de Dios, para orar unida, para recibir los Sacramentos y celebrar la Eucaristía.
Son muchos los templos en nuestra diócesis: 16 templos parroquiales y cerca de 80 capillas. Pero el lugar en que estamos no es un templo más. Es la Iglesia Catedral. No sólo es un monumento histórico, apreciado como tal por los melenses: es un signo de la Iglesia diocesana, el lugar donde cada miembro del Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres, desde Charqueada hasta Fraile Muerto, desde Aceguá hasta Cerro Chato, tiene su casa. Tiene que sentirlo y quererlo como su casa, como un lugar privilegiado de encuentro con el Señor en Iglesia, en comunión.
La introducción a la dedicación de una Iglesia del Pontifical Romano, del cual ya he tomado algunas referencias en esta meditación, nos dice que “La Iglesia, como lo exige su naturaleza, debe ser apta para las celebraciones sagradas, hermosa, con una noble belleza que no consista únicamente en la suntuosidad, y ha de ser un auténtico símbolo y signo de las realidades sobrenaturales”.
“Una noble belleza”: de esto se trata el esfuerzo realizado por la comunidad y por la Diócesis para la realización de esta obra. Devolver a la catedral esa belleza, no suntuosa, sino sobre todo digna, que ayude a que, al entrar a ella, aun cuando nadie más esté presente, nos sintamos unidos a toda la Iglesia diocesana, acariciados por la tierna mirada de Nuestra Señora del Pilar y envueltos por la presencia amorosa del Señor que nos llama a seguirlo cada día. Que así sea.
Un viejo párroco de Paysandú, a quien tuve el privilegio de acompañar en el último tramo de su vida y luego ser su sucesor, solía decir: “Dios ayuda a los que rezan… y trabajan”.
Creo que todos los que estamos aquí nos hemos unido, en muchos momentos y de distintas formas en la oración para que esta obra pudiera realizarse. Recuerdo las ánforas colocadas a la entrada del templo, que se fueron llenando de la ofrenda de oración silenciosa de muchos fieles de esta comunidad. Esa oración ha tenido respuesta.
Es que “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles”, como dice el salmista (salmo 126). Por lo tanto, en primer lugar, estamos dando gracias al Señor. Estamos reconociendo que ésta es, ante todo, su obra. Ésa es la intención principal que ponemos en esta Eucaristía, esta acción de gracias al Padre, por Cristo, con Él y en Él.
Pero hay que recordar, por lo menos hasta dónde yo lo sé, cómo empezó todo esto… fue el P. Lucas quien, advirtiendo la fisura existente en la cúpula y la necesidad de volver a dar un aspecto digno a la catedral, de acuerdo con el equipo económico comenzó a guardar el ingreso que la parroquia recibía por el alquiler de los salones para constituir un fondo destinado a la refacción del templo. Luego elaboró dos pedidos de ayuda que fueron presentados personalmente por el Ecónomo Diocesano y por el Obispo a dos instituciones de la Iglesia en Alemania: Adveniat y el Arzobispado de Colonia; ayudas que fueron concedidas.
Al asumir la parroquia, el P. Jairo se puso al hombro el proyecto. Con el apoyo de la comunidad, buscando también otras ayudas en el exterior, ha logrado lo que ahora estamos disfrutando. Ha sido también importante la relación establecida con el arquitecto Diego Neri, del estudio Neri-Collet, especialista en restauración de edificios pero también hombre de fe y de Iglesia, que entiende en profundidad de qué se trata esta obra.
Son muchos, entonces, los agradecimientos que corresponden y que hacemos de corazón, deseando que el Señor bendiga ricamente a todos y cada uno de los que han hecho posible estos trabajos.
Ahora, hagamos nuestra meditación sobre el significado del templo. En el Antiguo Testamento había un único templo, el gran templo de Jerusalén. Un único lugar para una presencia especial, privilegiada, del Dios único. En la época de Herodes, el templo tenía diferentes niveles de acceso. Cualquier persona, incluso un no creyente podía llegar hasta el llamado “patio de los gentiles”, un lugar abierto a quienes estaban en búsqueda pero aún no habían dado el paso de la fe que podía llevarlos más lejos.
Más adentro estaba el “patio de las mujeres”. Hasta allí podían llegar las israelitas. Luego seguía el “patio de Israel”, hasta donde llegaban los varones israelitas laicos y finalmente el “patio de los sacerdotes”, donde sólo podían entrar éstos. Pero todavía quedaba un último lugar, al que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote, una vez al año. Un recinto cerrado, conocido como el “Santo de los Santos”, el “Santísimo”. Allí se guardaba el arca de la Alianza, pero, fundamentalmente era un espacio “vacío” o, visto de otra manera, un lugar lleno de la presencia del Dios invisible.
El templo era un motivo de orgullo para los israelitas. San Lucas nos refiere la admiración de muchos por las hermosas piedras y los dones (21,5), junto con el anuncio de Jesús que de todo eso no quedaría “piedra sobre piedra”.
Pero Jesús dice también “destruyan este templo y en tres días lo levantaré” y el evangelista Juan nos aclara que “él hablaba del templo de su cuerpo” (2,19-21).
Es que Jesucristo, por su muerte y su resurrección, se convirtió en el verdadero y perfecto templo de la nueva Alianza.
En efecto, “él es imagen del Dios invisible” (Colosenses 1,15). Aquella presencia de Dios representada en el espacio “vacío” del “Santo de los Santos” ya no tiene sentido. Ahora el mundo está lleno por la presencia de Jesucristo resucitado.
Por su muerte y resurrección, Cristo reunió al pueblo adquirido por Dios, el pueblo santo. Y esto es la Iglesia, la comunidad de los discípulos misioneros de Jesucristo: todos nosotros formamos parte del templo espiritual de Dios, edificado con piedras vivas, como dice el apóstol Pedro (1 Pedro 2,5).
Por eso, desde muy antiguo se llamó también “Iglesia” al edificio en el cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la Palabra de Dios, para orar unida, para recibir los Sacramentos y celebrar la Eucaristía.
Son muchos los templos en nuestra diócesis: 16 templos parroquiales y cerca de 80 capillas. Pero el lugar en que estamos no es un templo más. Es la Iglesia Catedral. No sólo es un monumento histórico, apreciado como tal por los melenses: es un signo de la Iglesia diocesana, el lugar donde cada miembro del Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres, desde Charqueada hasta Fraile Muerto, desde Aceguá hasta Cerro Chato, tiene su casa. Tiene que sentirlo y quererlo como su casa, como un lugar privilegiado de encuentro con el Señor en Iglesia, en comunión.
La introducción a la dedicación de una Iglesia del Pontifical Romano, del cual ya he tomado algunas referencias en esta meditación, nos dice que “La Iglesia, como lo exige su naturaleza, debe ser apta para las celebraciones sagradas, hermosa, con una noble belleza que no consista únicamente en la suntuosidad, y ha de ser un auténtico símbolo y signo de las realidades sobrenaturales”.
“Una noble belleza”: de esto se trata el esfuerzo realizado por la comunidad y por la Diócesis para la realización de esta obra. Devolver a la catedral esa belleza, no suntuosa, sino sobre todo digna, que ayude a que, al entrar a ella, aun cuando nadie más esté presente, nos sintamos unidos a toda la Iglesia diocesana, acariciados por la tierna mirada de Nuestra Señora del Pilar y envueltos por la presencia amorosa del Señor que nos llama a seguirlo cada día. Que así sea.
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