jueves, 16 de diciembre de 2021

“¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!” (Lucas 1,39-45). IV domingo de Adviento.

“¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!”
(Lucas 1,39-45)
Con esas palabras se dirige Isabel a María, que ha llegado a su casa.
El evangelio nos dice que Isabel las pronunció “llena del Espíritu Santo”.
Si decimos de la Sagrada Escritura que es Palabra de Dios; si decimos que los distintos libros y pasajes de la Biblia son textos inspirados, aquí la misma Escritura nos invita a prestar especial atención a esas palabras de Isabel, porque las dijo por inspiración del Espíritu Santo.

Hay tres palabras en la Biblia que expresan distintos aspectos de la bendición.
La primera es, precisamente, el sustantivo “bendición”, en hebreo “beraka” y en griego “eulogia”.
También está el verbo “bendecir” y el adjetivo “bendito, bendita” que es el que aparece en nuestro texto.
Los adjetivos, y perdonen este repaso informal de gramática, los adjetivos informan acerca de cualidades que tienen las cosas, las personas y los demás seres vivos. Algunas de esas cualidades pueden ser secundarias, casi como un adorno, un detalle… otras, en cambio, son toda una definición, como cuando decimos “es una buena persona”, “es un perro fiel”, “es un objeto valioso”.
De las palabras de Isabel surge que María es una mujer bendita y el hijo que se está formando en el útero de la Virgen es un fruto bendito, una criatura bendita.

Hay otro adjetivo importante que ya se ha usado en el mismo evangelio de Lucas al referirse al hijo que nacería de María. Lo dijo el arcángel Gabriel:
“… el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1,35)
El santo y el bendito pertenecen a Dios.
“Santo” y “bendito” no significan lo mismo.
“Santo”, ante todo, es Dios. Leemos en el libro de Samuel:
No hay Santo como el Señor, porque no hay nadie fuera de ti, y no hay Roca como nuestro Dios. (1 Samuel 2,2)
Dios, que es santo, santifica. Es decir, comunica su santidad a personas, lugares y cosas, consagrándolas a él, separándolas del mundo profano. En aquello que Dios santifica, la santidad revela, manifiesta, la inaccesible grandeza de Dios. Aquello que Dios ha hecho santo nos ayuda a asomarnos al misterio de Dios, un misterio que no podemos pretender abarcar y mucho menos manipular.

También de Dios decimos que es “bendito”. “Bendito sea Dios” es una expresión que habremos oído y usado muchas veces. Está presente en muchas oraciones.
Pero no tiene el mismo sentido bendecir a Dios que, en cambio, que sea Dios quien nos bendiga. También usamos otra expresión, dirigiéndonos a los demás: “que Dios te bendiga”, “que el Señor te bendiga”.
Pero, así como la santidad puede marcar esa separación, como decíamos, en cambio, la persona bendita se convierte en un punto de unión con Dios y en una fuente de irradiación de la gracia y de la bendición de Dios hacia los demás.
Si el santo nos hace vislumbrar el misterio inaccesible de Dios, el bendito nos hace ver la inagotable generosidad del Señor.

Así podemos entender que, cuando Isabel le dice a María “bendita entre todas las mujeres”, no está indicando que la Virgen está como separada de las demás, sino más bien que Dios la eligió entre todas, para manifestar a través de ella su poder y su generosidad. Dios la eligió para que, a través de ella, se derrame su bendición.

Aquí tenemos que recordar algo que está en los comienzos de la historia de la salvación: la promesa de Dios a Abraham:
“por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Génesis 12,3)
Es en el bendito fruto del vientre de María, en Jesús, el bendito por excelencia, en quien llega a su plenitud esa promesa que Dios hizo a nuestro Padre en la fe.
Si el bendito es punto de unión entre Dios y los hombres, nadie puede serlo más que Jesús, en quien están unidas la divinidad y la humanidad, puesto que es verdadero Dios y verdadero hombre.
Si el bendito es fuente de irradiación del amor, de la gracia, de la misericordia de Dios, no tenemos más que mirar al corazón de Jesús, el corazón traspasado de donde brotan el agua y la sangre que nos lavan y purifican.
En Jesús Dios revela con signos resplandecientes su poder y su bondad, como lo resume Pedro hablando a los paganos en casa de Cornelio:
Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. (Hechos 10,38)
Nos preparamos a recibir en esta Navidad, al bendito, al que nos trae la bendición amorosa y abundante del Padre.
Recemos juntos:
Señor, Derrama tu gracia en nuestros corazones,
y ya que hemos conocido por el anuncio del Ángel
la encarnación de tu Hijo Jesucristo,
condúcenos por su Pasión y su Cruz,
a la gloria de la resurrección.
Él que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

Amigas y amigos: gracias por su atención. Muy feliz Navidad. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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