Queridas hermanas, queridos hermanos: ¡muy feliz Navidad! Que la Paz de Dios, que supera todo lo que podemos imaginar, tome bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús (Cf. Filipenses 4,7).
No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. (Lucas 2,1-14Así comienza el saludo del ángel a los pastores en aquella primera nochebuena. Aleja el temor, invita a la alegría, para todo el pueblo. El motivo: les ha nacido un Salvador.
Ha nacido “en la ciudad de David”. No la nombra, y muchos la habrían identificado con Jerusalén, que fue la capital del recordado rey de Israel; sin embargo, los pastores no se equivocarán al interpretar el anuncio y se dirigirán a Belén, la ciudad natal de David. Fue allí donde lo buscó el profeta Samuel que debía ungirlo como futuro rey de Israel (1 Samuel 16,1). Al llegar a la casa de Jesé, padre de David, Samuel preguntó si estaban allí todos los hijos y le respondieron:
«Todavía falta el más pequeño, que está guardando el rebaño». (1 Samuel 16,11)Ante el asombro de su padre y sus hermanos, Samuel manifestó que aquel jovencito, el menor de sus hermanos, el pastorcito, era el que Dios había elegido para que, en su momento, fuera el guía de su pueblo. Los pastores de nuestro evangelio recordaban bien los humildes orígenes del rey David, que fue pastor, igual que ellos.
Salvador, Mesías, Señor… tres grandes títulos se acumulan en el anuncio del ángel: el título de “Señor” indica la divinidad, el misterio de Dios, el Señor, que se hace presente en la historia de los hombres.
“Mesías” es la palabra hebrea que significa “ungido”, que se traduce al griego como “Cristo”. La unción con aceite, como la que hizo el profeta Samuel con el futuro rey David sella la elección que hace Dios de una persona determinada y le comunica los dones que necesita para su misión.
Tomó Samuel el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos.
Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh (1 Samuel 16,13).Lo que hace al Mesías no es el hecho de que se unja su cabeza con aceite, sino el efecto de esa unción: el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo se hace presente en la persona elegida.
Por eso, todo aquel en quien se manifestara el Espíritu, como sucedió tantas veces con los profetas, era considerado ungido, aunque no hubiera pasado el aceite por su cabeza, porque todos reconocían que el Espíritu de Dios estaba en él.
En Jesús está la plenitud del Espíritu Santo y por eso él es el Mesías, el Cristo, que comunica su Espíritu a quienes creen en Él. Pensemos desde aquí en lo que significa el sacramento de la Confirmación donde somos “ungidos” y recibimos por esa señal el don del Espíritu Santo, configurándonos con Cristo, Mesías, Señor.
Pero el primer título que usó el ángel para hablar del recién nacido es el de “Salvador”. “Les ha nacido un salvador”.
Todo aquel que tuvo en grave peligro su vida y fue rescatado por otros, entiende que ha sido salvado y reconoce a su salvador o sus salvadores. Muchas veces pedimos de Dios esa salvación: ser liberados de una situación que nos abruma, que no podemos resolver… enfermedad, duelo, problemas familiares, apuros económicos… Pedimos la intercesión de los santos, hacemos promesas… Está bien; pero tenemos que mirar más allá. El salvador que anuncian los ángeles es el Salvador con mayúscula, el que viene a rescatar a la humanidad del pecado y de todas sus consecuencias y a ofrecerle un reencuentro definitivo con Dios.
Dios viene al encuentro de sus creaturas y les ofrece participar en su misma vida divina: la vida eterna, la felicidad absoluta, la que nadie podrá ya arrebatar.
A veces perdemos de vista esa dimensión de la salvación. La quisiéramos ya en este mundo, olvidando que pesa sobre nosotros nuestra condición humana y que, aunque valga siempre la pena luchar por una vida mejor en la Tierra, aunque trabajemos para que el ser humano viva con la dignidad que corresponde a los hijos e hijas de Dios, no podemos olvidar que Jesús nos salva por su muerte y su resurrección y nos abre así el camino hacia la Casa del Padre, en la que “hay muchas moradas” (Juan 14,2) en la que tenemos un lugar.
San Pablo VI lo expresó de esta forma en su gran exhortación sobre el anuncio del Evangelio:
En Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios. No una salvación puramente inmanente, a medida de las necesidades materiales o incluso espirituales que se agotan en el cuadro de la existencia temporal (…) sino una salvación que desborda todos estos límites para realizarse en una comunión con el único Absoluto Dios, salvación trascendente, escatológica, que comienza ciertamente en esta vida, pero que tiene su cumplimiento en la eternidad. (Evangelii Nuntiandi, 27)Amigas y amigos: en esta Navidad les invito a contemplar al Niño Jesús. Él nos llama a vivir la Navidad como apertura a lo que nace, recibimiento de lo que llega, curación para lo herido, ternura hacia lo vulnerable. A vivirla con una alegría profunda y serena, creciente. Con una esperanza que se desborda, más allá de nuestra corta mirada. Con asombro ante el misterio de Dios, que se hace uno de nosotros, y comienza por hacerse niño.
En el Niño Jesús, como dice la tradicional canción “Dios nos ofrece su amor”; pero también se ofrece como alguien a quien amar, a quien amar con nuestro corazón humano, porque humano se ha hecho él también.
Amando a Dios hecho Niño, aprendemos a amar al único Absoluto Dios y aprendemos también a amar a nuestro prójimo en su fragilidad e indefensión.
Amando a Dios hecho Niño, dejándonos tocar por su ternura, renovamos nuestro camino de seguimiento de Jesús, nuestro camino de permanente conversión para entrar en su Reino.
De nuevo, hermanos y hermanas queridos, muy feliz Navidad. Que la Paz del Señor esté en sus corazones y que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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