miércoles, 31 de octubre de 2012
Catequesis de Benedicto XVI en el Año de la Fe (3) La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos en nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas, porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y nos abre al amor hacia Dios y hacia los demás.
Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas preguntas: ¿la fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifiestar la fe católica y formula tres preguntas: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente al que iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: “Yo creo”.
Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del curso de la vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia.
El domingo en la misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume de forma clara:“"Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n. 181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante para recordarlo.
A principios de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos en la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en nuevas lenguas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En los Hechos de los Apóstoles, se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia en el día de Pentecostés. Comienza él con un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había sido acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes señales, fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo.
Con él entramos en la salvación final anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten desafiados personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras. Dice san Pablo: "Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).
La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce a la comunión con el Dios Trino. Al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).
Al recordar la liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, el celebrante dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).
Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de la proclamación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Esta nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El Concilio dice: “La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua” (Const. Dogm. Dei Verbum, 8).
Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (ibid.).
Por último, quiero destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se refiere a los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué se quería indicar, pues, con este término? El hecho es que los que tenían y habían vivido la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.
Y esto también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (n. 2).
La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas. En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1).
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