sábado, 7 de febrero de 2015

San Juan Pablo II y su dolor ante el martirio de Mons. Romero

El lunes 24 de marzo de 1980, en la capilla del hospital de La Divina Providencia en la colonia Miramonte de San Salvador, una bala disparada por un francotirador acabó con la vida del arzobispo de San Salvador, Mons. Oscar Arnulfo Romero.
El disparo se produjo en el momento en que Mons. Romero hacía su homilía (no durante el ofertorio o la consagración, como algunos creen: las fotos del altar muestran el cáliz y la patena preparados para el ofertorio, que todavía no había tenido lugar).

Dos días después, en la segunda parte de la audiencia general del miércoles 26 de marzo, en la Sala Pablo VI, la palabra final del Papa Juan Pablo II fue en recuerdo del Arzobispo asesinado.
El 3 de febrero de este año el Papa Francisco recibió en audiencia al cardenal Angelo Amato S.D.B, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos y autorizó a ese organismo de la Santa Sede a promulgar el decreto por el que se reconoce el carácter de martirio de la muerte de Mons. Romero.

En recuerdo de monseñor Romero

En este momento especial de preocupación y consternación, os invito a uniros a mi dolor y a mi oración por la muerte del arzobispo de San Salvador, mons. Oscar A. Romero y Galdámez. Llegó ayer la noticia de que este prelado había sido bárbaramente asesinado mientras celebraba la Santa Misa: le han matado precisamente en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino.
Nos hemos quedado sin palabras frente a una violencia tal que para llevar a término su obcecado programa de muerte, no se detuvo ni siquiera en el umbral de una iglesia.
Queridísimos hermanos y hermanas: Dejad que el Papa exprese toda su pena por este nuevo episodio de crueldad, demencia y salvajismo. Ha sido asesinado un hombre que se suma a la lista demasiado numerosa ya, de víctimas inocentes; ha sido asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía (cf. Lumen gentium, 26). Es un hermano en el Episcopado el que han matado y, por ello, no es sólo su archidiócesis, sino toda la Iglesia la que sufre por tan inicua violencia, que se suma a todas las demás formas de terrorismo y venganza que degradan la dignidad del hombre hoy en el mundo —¡porque la vida de cada hombre es sagrada!—, conculcan la bondad, la justicia y el derecho y, lo que es más, ofenden el Evangelio y su mensaje de amor, de solidaridad y de hermandad en Cristo. ¿Hacia dónde, hacia dónde va el mundo? Lo repito hoy otra vez: ¿A dónde vamos? Con la barbarie no se mejora la sociedad, no se eliminan los contrastes, ni se construye el mañana. La violencia destruye, nada más. No sustituye a los valores, sino que corre por el borde de un abismo, el abismo sin fondo del odio.
Sólo el amor construye, sólo el amor salva.
Al repetir mi angustioso llamamiento a que en todas las naciones triunfe finalmente la concordia de la paz operosa, reitero mi dolor por la tragedia de este nuevo suceso sangriento, y expreso mi participación con el afecto y la oración particularmente a la querida Iglesia que está en El Salvador, y enviando a todos, obispos, sacerdotes y fieles, mi bendición de hermano y de padre.
Juan Pablo II

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