jueves, 17 de enero de 2019

Las llenaron hasta el borde (Juan 2,1-11). II Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.







Las estadísticas de Uruguay nos dicen que cada vez son menos las parejas que se casan. Siendo el matrimonio civil un requisito para casarse en la Iglesia Católica, no necesitamos ver datos de las parroquias para darnos cuenta de que también disminuyen quienes se casan “por la Iglesia”.
Como obispo me ha tocado pocas veces celebrar un matrimonio; como párroco, en Paysandú, fueron muchas. Algunos creen que los que se casan en la Iglesia lo hacen por la ceremonia, por el vestido, por la figuración social que eso daba y sigue dando en algunos ambientes. Sin embargo, hablando con parejas que querían casarse supe a menudo de un camino recorrido con amor, con ilusión y aún con sacrificios; camino en el que fueron encontrando a Dios. Por eso, esas parejas querían que Dios bendijera su unión, que estuviera desde allí en adelante en su vida de familia.

Todo esto lo traigo porque el evangelio de este domingo nos introduce en una boda. Es el episodio conocido como “las bodas de Caná” en el evangelio de Juan. Este es el tercer pasaje evangélico que, junto con la adoración de los magos y el bautismo de Jesús, constituye una epifanía o manifestación de la identidad de Jesús como Hijo de Dios. Una antífona que se reza en estos días une los tres episodios en la imagen de una boda:
Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial esposo,
porque, en el Jordán, Cristo la purifica de sus pecados;
los magos acuden con regalos a las bodas del Rey,
y los invitados se alegran por el agua convertida en vino.
El evangelista Juan nos dice que en Caná de Galilea Jesús manifestó su gloria.
Sin embargo, para que esa manifestación, esta tercera epifanía se produzca, hay una intervención especial, una mediación. Así comienza el relato:
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea,
y la madre de Jesús estaba allí.
Jesús también fue invitado con sus discípulos.
Se nos ubica en el acontecimiento y en el lugar… la boda… Caná… y se nos dice que “la madre de Jesús estaba allí”. De lo que sigue vamos a deducir que ella era una invitada, pero ese “estaba allí” y lo que ella va a hacer inmediatamente sugiere algo más, un lugar casi como dueña de casa, o al menos como una madrina pendiente de lo que sucede. Su hijo aparece en segundo plano: “Jesús también fue invitado…”

Y aquí viene la intervención de María.
Como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino».
Aquí tenemos la mirada atenta de María. El vino se ha terminado. No es un detalle menor: es todo. Se termina la fiesta. No hay otra bebida disponible, salvo el agua.
Pero el hijo no parece sentirse tan involucrado como su madre:
Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía».
Respuesta breve, pero cargada de significado.
Si el “qué tenemos que ver” pone distancia entre lo que María pide y lo que Jesús cree que puede o no hacer, el “nosotros” muestra el vínculo que une a Jesús y su madre. Jesús no dice “¿y yo que tengo que ver?” o “¿y tú que tienes que ver?”. Jesús no marca una división entre él y su madre: “¿qué tenemos que ver nosotros?”. Él no saldrá por su lado, no la dejará sola. En esto están juntos.
Pero la objeción de Jesús es más profunda: “Mi hora no ha llegado todavía”. No parece ser el momento de que Jesús se manifieste. Está allí, con su madre, con sus primeros discípulos… pero entonces…
Su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga».
Si yo tuviera que elegir entre las más importantes palabras de María en los evangelios, la primera sería “hágase en mí según tu palabra”, porque es la que inició todo… pero creo que la segunda sería ésta, porque a través de esta frase ella nos conecta con su Hijo: “hagan lo que él les diga” es un llamado a escuchar la Palabra de Jesús y a ponerla en práctica.
Y aquellos servidores lo hicieron. Y lo hicieron muy bien.
Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una.
Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas».
Y las llenaron hasta el borde.
Los servidores fueron especialmente diligentes: las llenaron hasta el borde. Era una gran cantidad de agua. Las tinajas no se llenaban con una manguera o en una canilla. Los servidores podrían haberse sentido fastidiados “¿y esto para qué?” y haber ejecutado su trabajo más o menos… tanto da… 100 litros, 90, 80... pero no. Las llenaron hasta el borde.
En sus milagros, Jesús siempre cuenta con nuestra participación. Algo tenemos que poner. Que la gente manifieste su fe, que pida la ayuda de Jesús, que lo toque con confianza, que presente cinco panes y dos peces, que lleve al amigo paralítico… que quien pide algo a Jesús ponga de sí todo lo que pueda. Hasta el borde.
«Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete». Así lo hicieron.
El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento».
Al probar el vino, el mejor vino, el encargado llamó al esposo. ¿Quién es realmente el esposo? El evangelista aquí juega en dos planos. Sí, el esposo puede ser el recién casado… del que no sabemos nada… o el esposo puede ser el que ha guardado el buen vino para el final, es decir, Jesús. Puede sorprender que lo entendamos así, pero la imagen de Dios como el esposo que viene a buscar a la esposa, que es su Pueblo, atraviesa toda la Biblia. A eso se refiere la profecía de Isaías en la primera lectura:
como la esposa es la alegría de su esposo, así serás tú la alegría de tu Dios. (Isaías 62,5)
En Jesús, Dios se manifiesta, se revela. No desde lo alto de la montaña o en medio del templo, sino en una fiesta, entre amigos. No es un Dios severo y tiránico, sino el esposo y el amigo, capaz de amar con ternura a su pueblo y de prepararle una fiesta eterna. Por algo son 600 los litros de buen vino: para que desborde, para que la fiesta no concluya jamás.

Llegamos así al final del relato, que nos da todo su sentido:
Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea.
Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él.
Detengámonos todavía en un detalle. Dice el evangelista que éste “fue el primero de los signos de Jesús”. “Primero” no significa aquí solo un número ordinal: primero, segundo, tercero… es más bien principio, comienzo, origen. Lo que viene después no es una simple sucesión, sino la continuación de la huella que abre este primer signo de Jesús.

Amigas y amigos: gracias por su atención. Que, recordando esta manifestación de Jesús, nos animemos también nosotros a “llenar hasta el borde” las tinajas de nuestra vida, de modo que participemos del buen vino en el banquete del Reino. Hasta la próxima semana, si Dios quiere.

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