viernes, 22 de febrero de 2019

Amen a sus enemigos (Lucas 6,39-45)




Dicen los que saben de cine que hay más o menos 21 argumentos que se pueden considerar “universales”. Cambian los personajes y algunas circunstancias, pero, en la base, la historia es la misma. Tal vez uno de los argumentos que aparece más frecuentemente es el de las historias de venganza. Creo que no es necesario pensar mucho para recordar al menos los títulos de algunas de esas películas y escenas llenas de violencia, primero de los agresores y luego de los vengadores. En cambio, no me es tan fácil recordar títulos de historias de perdón y reconciliación… generalmente son relatos de vida familiar, de reconciliación entre cónyuges, padres e hijos, hermanos, amigos… difícilmente aparece el perdón o la reconciliación con alguien ajeno o extraño.

La primera lectura de este domingo nos ofrece una escena que podríamos calificar como “de película”. La encontramos en el Primer libro de Samuel. David es un joven héroe que se ha hecho muy popular entre su gente, sobre todo después de haber matado al gigante Goliat. Sin embargo, sus hazañas han hecho caer sobre él la envidia del rey Saúl, que comienza a perseguirlo para matarlo. David escapa con un grupo de compañeros. Una noche, el grupo se encuentra muy cerca del campamento del ejército del rey. Se acercan sigilosamente y descubren que todos duermen profundamente. Con mucha audacia, David y los suyos llegan hasta donde duerme Saúl, al descampado. En la cabecera del rey está su jarro de agua y su lanza clavada en la tierra. Entonces Abisai, uno de sus hombres, le dice a David:
«Dios ha puesto a tu enemigo en tus manos. Déjame clavarlo en tierra con la lanza, de una sola vez; no tendré que repetir el golpe»
La oportunidad es única. Así David destruiría a su enemigo y posiblemente podría ocupar su lugar como rey. Pero no quiere hacerlo. En cambio, se lleva la lanza y el jarro de Saúl. Ya lejos del campamento, David grita:
«¡Aquí está la lanza del rey! Que cruce uno de los muchachos y la recoja. El Señor le pagará a cada uno según su justicia y su lealtad. Porque hoy el Señor te entregó en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor».
Esta historia de perdón al enemigo nos da una clave para interpretar el evangelio de hoy. Jesús ha predicado el amor al prójimo. No trae en eso ninguna novedad respecto a las escrituras antiguas que él mismo cita:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. (Levítico 19,18 – Lucas 10,27)
Ahora Jesús quiere abrir este amor al prójimo a una dimensión nueva:
Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian.
Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman.
Palabras fuertes de Jesús… pero él no se quedó en las palabras. Recordábamos hace poco su perdón a quienes lo crucificaban:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34)
¿Qué hacer con estas palabras de Jesús? ¿Cómo ponerlas en práctica?
La enemistad es un sentimiento fuerte y movilizador. Consume mucho tiempo y energía. Cuando se le suma el deseo de venganza, el efecto es terrible.

El amor al enemigo comienza por la renuncia a la venganza. No sólo a una acción vengadora, sino también al pensamiento, a la imaginación de formas y caminos de venganza. No hay que alimentar el odio ni el resentimiento.
La renuncia a la venganza no es la renuncia a la justicia. Hay situaciones que, por su gravedad y por sus implicancias tienen que ser reparadas; pero, al mismo tiempo, es importante -tal vez lo más importante- el ir sanando interiormente del daño recibido.

Perdonar es un paso más largo. Es el resultado de un proceso. Sólo un alma grande puede hacerlo en un acto único y espontáneo, como Jesús en la cruz. En este proceso necesitamos crecer en sensibilidad, en capacidad de comprensión.

“Errar es humano, perdonar es divino… que te perdone Dios: yo no”.
Lo he oído más de una vez. Sin embargo, perdonar no solo es divino: también es humano.
No es el odio ni el deseo de venganza lo que nos hace más humanos, sino el respeto a la dignidad del otro y el perdón.

Para quienes somos creyentes, la base del perdón está en nuestra fe.
En la oración que Jesús nos enseñó pedimos cada día:
“Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”
La experiencia del perdón de Dios es lo que nos ayuda a perdonar.
«Perdónense unos a otros como Dios los ha perdonado en Cristo» (Efesios 4, 32).
dice San Pablo. Sin esa experiencia de perdón, es muy difícil entender y más aún practicar las palabras de Jesús: “amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian…”

El perdón es un acto interior. La reconciliación ya es otro paso. La reconciliación significa que ese perdón, que se ha dado interiormente, se comunica a quien lo pide y lo quiere recibir. A veces significa perdonarse mutuamente, como decía san Pablo.

¿Qué supone pedir perdón, de verdad, para que el perdón pueda ser dado y recibido?

Ante todo, un reconocimiento.
Reconocimiento de la totalidad del mal que se ha hecho; no una parte, no un “esto sí, pero esto no…” Si sucedió, sucedió. Hay que aceptarlo, reconocerlo y no seguir negándolo.
Reconocimiento de la voluntad de ofender, de engañar, de agredir, de abandonar… Todo eso no sucedió “sin querer”, “obligado por las circunstancias”. Fue hecho con conciencia y voluntad o al menos con negligencia. Hay culpa y no cabe la “dis-culpa”, el “yo no tengo la culpa”.

Un segundo paso es el arrepentimiento.  Es diferente. Se puede reconocer cínicamente todo el mal que se ha hecho, pero agregar un “y te lo volvería a hacer”. Entonces, de arrepentimiento, nada. El arrepentimiento mira hacia lo que pasó, y es el profundo deseo de haber actuado de forma diferente, de no haber hecho mal.

Finalmente, la mirada hacia adelante es el propósito de cambiar, el deseo firme de corregir la manera de conducirse, para que no se repitan las cosas que se dieron. En algunos casos, no basta que esto sea un buen propósito. A veces es necesario buscar ayuda para que ese cambio, una verdadera conversión, se sostenga. Puede ser ayuda espiritual y aún técnica, psicológica.

Reconocimiento, arrepentimiento y propósito de cambiar son también las condiciones para recibir el perdón a través del sacramento de la Reconciliación o de la confesión. Con ese perdón viene también la ayuda de la Gracia, la ayuda del Espíritu Santo.

“Nada volverá a ser como antes”. Para que ese cambio sea para bien, renovemos la confianza en Dios, que mueve los corazones para que se dispongan a la reconciliación; que hace posible que el amor venza al odio, que la venganza deje paso a la indulgencia y que la discordia se convierta en amor mutuo.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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