Mons. Roberto tuvo una vida larga, pero, sobre todo, plenamente vivida. Desde niño sintió el llamado al sacerdocio, alentado por una familia que recibió y apoyó esa vocación como un don de Dios no sólo para su hijo y para la Iglesia, sino para ellos mismos.
En sus años de Seminario, llegó circunstancialmente a Melo para participar del Congreso Eucarístico Diocesano convocado por Mons. Paternain en 1944. Tenía entonces 23 años. Al año siguiente, el 15 de julio, fue ordenado sacerdote para la arquidiócesis de Montevideo.
Siempre recordó con cariño aquella primera visita que un día adquiriría para él otro relieve, porque fue su primera presencia en medio de un pueblo al que ya estaba destinado, aunque nadie, mucho menos él mismo, lo supiera o lo presintiera entonces.
Sus años de sacerdote lo fueron llevando por las parroquias de Canelones y Paso Molino y en la asesoría de la Acción Católica, acompañando a los laicos en su compromiso en el mundo. A fines de 1950 fue nombrado primer párroco de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en la Cruz de Carrasco, donde estuvo más de once años y donde ha seguido siendo querido y recordado por los fieles.
Y desde allí, a Melo. El mismo ha contado muchas veces su conversación con el Sr. Nuncio de la época, Mons. Forti, sobre su lema episcopal.
El nuncio le preguntó si ya había elegido un lema y Mons. Roberto le dijo que no, porque no pensaba hacer escudo… “¡cómo que no!”, le dijo el Nuncio y le insistió en que debía hacerlo. Entonces Monseñor le dijo: “bueno, si tengo que hacer escudo, que sea una simple cruz”. Es el escudo que todos conocemos. Pero faltaba el lema; entonces el Nuncio empezó a sugerir: “In cruce salus”, “en la cruz está la salvación”. Monseñor Roberto le explicó que en ese tiempo había una propaganda del agua Salus, que decía Salus shshshsh. El Nuncio siguió pensando: “Per crucem ad lucem”, “de la cruz a la luz”; Monseñor le dijo: “estoy en la Cruz de Carrasco… la gente va a decir ‘este se va del barrio y se va a la luz’”. El Nuncio se quedó un momento en silencio, pero no se le ocurrió otra cosa. Mons. Roberto tenía pensado un lema, recordando la historia de David y Goliat. David le dice al gigante: “tú vienes a mí con tus armas; yo voy a ti in nomine Domini, en el Nombre del Señor”. Pero ahí no dijo nada. Unos días después, el Nuncio lo llama para decirle que en Melo había un ambiente adverso, como de desconfianza, porque venía pasando un Obispo detrás del otro, los nombraban, estaban un corto tiempo y los trasladaban. El Nuncio lo invitó a comer para animarlo, pero Mons. no estaba afligido. Comprendía la inquietud de la gente, pero él era un hombre joven y estaba entusiasmado con su nueva misión. El Nuncio, sin embargo, seguía preocupado, pero le dijo: “usted vaya tranquilo, vaya In Nomine Domini”. Entonces Mons. Roberto le dijo: “justo: ése es el lema que yo había elegido”.
El 19 de marzo de 1962 recibió la ordenación episcopal y el 8 de abril asumió la conducción del Pueblo de Dios en estas tierras arachanas y olimareñas. Vino “en el nombre del Señor”, como David frente a Goliat, aunque sin ningún espíritu bélico.
En setiembre de ese mismo año fue llamado a participar en el gran acontecimiento de la Iglesia Católica en el siglo XX: el Concilio Vaticano II.
Estuvo en sus cuatro sesiones, íntegramente, sin perder ningún momento de reunión ni celebración. “Cero faltas”, como él decía alegremente.
Pero no solo estuvo presente. Estuvo activamente presente. Luego de las sesiones, había reuniones espontáneas de obispos, charlas de teólogos, debates… allí estuvo también. Él decía que el Concilio había sido su escuela de Obispo.
A través de La Voz de Melo fue presentando enfoques de la enseñanza del Concilio, esos Enfoques que luego se hicieron los “Enfoques Dominicales” que siguió entregando hasta hace pocos años y que ahora tengo el honor de continuar.
De las enseñanzas del Concilio, Mons. Roberto tenía algunas que se volvieron sus temas favoritos. No perdía ocasión de volver sobre ellos: la Iglesia como Pueblo de Dios[i], formada por todos los bautizados; el sacerdocio común de todos los fieles[ii], capaces de hacer cada día la ofrenda de su vida a Dios; la vocación universal a la santidad[iii], que no es sólo para gente extraordinaria sino para todos, para vivirla en la vida de cada día. A Mons. Roberto le hubiera gustado mucho la reciente encíclica del Papa Francisco que nos habla de “los santos de la puerta de al lado”[iv].
Con el bagaje conciliar, sumado a su experiencia previa de párroco, fue metiéndose en la vida de la Iglesia y de la gente de Cerro Largo y Treinta y Tres, haciendo suyos “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias”[v] de todos ellos.
Después de dos obispos que pasaron un poco rápidamente, él se quedó con nosotros 34 años como obispo diocesano y luego, como obispo emérito, 20 años más en la ciudad de Treinta y Tres y en los tres últimos años en el Hogar Sacerdotal, en Montevideo.
Hombre de radio, no perdió la oportunidad de hacerse presente por ese medio en todos los espacios que se le abrieron generosamente. Su voz, su expresión, su manera de narrar o aún de teatralizar situaciones para explicarse mejor, eran inconfundibles. También son reconocibles sus líneas en la revista diocesana COMUNIÓN, donde no se olvidaba de consignar y los cumpleaños, aniversarios, viajes, fallecimientos de sus diocesanos, consigna siempre acompañada de alguna palabra de afecto.
Por su edad, Mons. Roberto perteneció a la llamada “generación del ’45”, esa generación a la que pertenecieron, entre otros, intelectuales y artistas como Carlos Maggi, Ángel Rama, Carlos Real de Azúa, Mario Benedetti, el melense Emir Rodríguez Monegal, Ida Vitale, Idea Vilariño, nacidos alrededor de 1920. Gente brillante.
El brillo es el intenso destello de la luz. Aparece muchas veces en la erudición o en la eficiencia y ejecutividad de las acciones… el brillo atrae, pero a veces molesta, hace que apartemos los ojos. Y él no quería molestar a nadie.
Mucho más que una persona brillante, él fue una persona luminosa. A él le cabe bien la expresión con que Louis de Wohl[vi] describiera a Santo Tomás de Aquino: el portador de “una luz apacible”, la luz de Cristo, luz del mundo. Mons. Roberto puso en práctica sin esfuerzo, de una forma natural, la palabra de Jesús: “ustedes son la luz del mundo”, “brille así su luz ante los hombres”.
De muchas formas se manifestaba esa luz apacible. Mencionaré dos:
- Su manera de acercarse a los demás. ¡Cuántas veces lo vi sentarse junto a completos desconocidos -el taxista, un compañero de asiento- y en pocos segundos entablar animada conversación!
- Su manera de ver la realidad: ver el bien, ver el lado luminoso, aún en medio de las catástrofes. En él se hacía realidad el proverbio bíblico:
“Una mirada luminosa alegra el corazón; una buena noticia reanima el vigor” (Proverbios 15,30)
Algunos decían que era un hombre optimista. Un hermano Obispo llegó a decirle, bromeando “vos estás enfermo de optimismo”. Yo creo que él no era un optimista, sino algo mucho más profundo. Era un hombre de esperanza. Un hombre que supo ponerse en todo momento en manos de Dios, sabiendo que hacia él caminaba.
Que la luz de esa esperanza que él supo comunicar y sostener “en el nombre del Señor” siga iluminando el camino de todo el Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres.
+ Heriberto
Melo, 13 de febrero de 2019.
Misa con motivo del primer mes del fallecimiento de Mons. Cáceres.
Melo, 13 de febrero de 2019.
Misa con motivo del primer mes del fallecimiento de Mons. Cáceres.
[i] Concilio Ecuménico Vaticano II. Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, capítulo II “El Pueblo de Dios”
[iv] Papa Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual, 6-9.
[v] Concilio Ecuménico Vaticano II. Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[vi] Louis de Wohl, La luz apacible. Novela sobre Santo Tomás de Aquino y su tiempo.1ª edición, 1949.
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