jueves, 16 de mayo de 2019

“Ámense unos a otros como yo los he amado” (Juan 13, 31-35). V Domingo de Pascua






En nuestro mundo de ritmo vertiginoso, de mensajes rápidos, de reacciones espontáneas o intempestivas, donde tantas veces se salta “como leche hervida”, al decir de nuestras abuelas, ¡qué bien nos hace una charla pausada, distendida, con una persona amiga… una conversación de corazón a corazón, donde se comparten los sueños, los anhelos más profundos… donde los desengaños y las frustraciones se sanan; donde volvemos a encontrar lo mejor de nosotros mismos y salimos de nuevo a la vida con buena cara, con ganas, pero, sobre todo, con buen ánimo frente a tormentas y zozobras. Muchas veces, esas conversaciones se dan en una cena…

El evangelio de este domingo nos lleva a la última cena de Jesús, que hace poco recordamos en el Jueves Santo. Es en el marco de esa cena que Jesús pronuncia las palabras que escuchamos hoy. Por eso es bueno que nos detengamos a ver con qué actitud llega Jesús al encuentro con sus discípulos aquella noche.

Jesús compartió muchas comidas con sus seguidores y otras personas, en casas de amigos como Marta, María y Lázaro; de publicanos como Mateo, o de fariseos como cierto Simón (Lc 7,36-50). Comer juntos establece un vínculo y Jesús no rechaza una invitación. Pero esta cena de Jesús con sus discípulos no es una comida más de esa larga serie.

Esta es la cena pascual, una comida con profundo sentido religioso, que se hacía una vez al año. Era la forma en la que el pueblo de la Primera Alianza celebraba su Pascua, es decir, la intervención salvadora de Dios en su historia, liberándolos de la esclavitud en Egipto y guiándolos hacia la tierra prometida. A partir de esta última comida de Jesús con sus discípulos, la cena pascual va a asumir para los cristianos otro significado. Será la celebración de la intervención salvadora de Dios Padre resucitando a su Hijo de entre los muertos y sellando una nueva alianza, abierta a todas las naciones de la tierra.

Como toda comida importante, esta cena fue preparada con cuidado. Jesús hizo muchas previsiones. Consiguió el sitio adecuado: un lugar seguro, porque lo buscaban para matarlo; pero sobre todo tranquilo, para ayudar a que sus discípulos pudieran recoger sus palabras y sus gestos como una última enseñanza: un legado, un testamento.

Llegado el momento, Jesús no reprime sus sentimientos. San Lucas relata que, al iniciarse la cena, Jesús manifiesta:
“he deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión” (Lc 22,15).
Siempre me han impresionado esas palabras: “he deseado ardientemente”. Me hablan de un anhelo profundo, de algo que ha venido encendiéndose dentro del corazón de Jesús, algo que ha crecido junto con su convicción de que el Padre lo llama a ponerse totalmente en sus manos, a pasar por la cruz en total abandono. El anhelo de Jesús es compartir esa Pascua con sus discípulos. Sus sentimientos hacia ellos están expresados en las palabras de san Juan que introducen al relato de la cena:
“… sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Juan 13,1)
Pero el amor de Jesús no se va a expresar sólo en palabras. San Juan nos cuenta que Jesús tiene para con sus discípulos un gesto muy especial: les lava los pies. No era algo extraño, como podría parecernos hoy: hacía parte de la bienvenida de un dueño de casa a sus huéspedes… pero no era el dueño de casa quien lo hacía, sino el más humilde de sus servidores. En ese lugar se coloca Jesús:
“Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,27).
Al terminar la tarea, Jesús da el sentido de su acción:
“Si yo que soy el Señor y el Maestro les he lavado los pies, así deben también ustedes lavarse los pies unos a otros” (Juan 13,14).
Es el llamado a vivir en forma muy concreta el amor recíproco, en el servicio a los demás.

El otro gesto nos lo trasmite una carta de san Pablo (1 Corintios 11,23) y los otros tres evangelios: es el momento en que Jesús funda lo que hoy llamamos la Misa o la Eucaristía. Da a sus amigos el pan diciéndoles “esto es mi cuerpo”; luego les da a beber del cáliz con vino, diciendo “esta es mi sangre”; anuncia una nueva y eterna alianza entre Dios y los hombres y concluye mandando: “hagan esto en memoria mía”. De esta forma, cada vez que la comunidad se reúna para celebrar la Eucaristía, el amor de Jesús, ese amor “hasta el extremo” se hará presente, dándonos la fuerza para cumplir sus mandamientos, en especial “el mandamiento nuevo”. Así llegamos al evangelio de este domingo:
Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros.
Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros.

Ya en el libro de la primera alianza se encuentra el mandamiento del amor a los otros:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18)
…amor que el mismo Jesús coloca en el evangelio a la par del amor a Dios (Mt 22,39). Entonces, ¿qué es lo nuevo? El amor de Jesús va hasta el fin:
“no hay mayor amor que dar la vida por los amigos” (Juan 15,13)
Su amor es amor divino. Nos dice:
“Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes” (Juan 15, 9).
Es decir que nos amó con el mismo amor con el que se aman Él y el Padre. Con ese amor tenemos que amarnos unos a otros para realizar el mandamiento nuevo. Ese es el amor que Él nos comunica. Sólo recibiendo el amor de Jesús en nuestro corazón, infundido por el Espíritu Santo, tendremos la fuerza de amarnos unos a otros como Él nos amó.

No olvidemos el marco de las palabras de Jesús: son su testamento, su legado. Está dejando su presencia en la Eucaristía; pero está indicando con este mandamiento otra forma en la que Él seguirá presente. El nos asegura
“donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (Mateo 18,20). 
En la comunidad que vive el amor recíproco, aún con todas nuestras fallas y nuestras fragilidades, Jesús permanece presente. Eficazmente presente. A través de la comunidad en la que nos amamos unos a otros, Jesús sigue revelándose al mundo. Sigue diciendo el texto de este domingo:
En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros.

Así lo constató Tertuliano, un escritor creyente del siglo II, cuando la fe en Jesucristo iba de a poco extendiéndose en el Imperio Romano. Él recogió el comentario que muchos hacían sobre los cristianos:
“¡Miren cómo se aman! ¡Miren como están dispuestos a morir el uno por el otro!”
(Apologeticus pro Christianis, XXIII)
Amigas y amigos: que el Señor los bendiga y nos ayude a todos a descubrir el amor con que Él nos amó; a sentirnos amados por Él y a amarnos unos a otros como Él mismo nos amó. Gracias por su atención y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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