viernes, 3 de mayo de 2019

Simón, hijo de Juan ¿me amas? (Juan 21,1-19). III Domingo de Pascua.







“Voy a pescar”. ¿Cuántos lo habrán dicho en la pasada Semana Santa, semana de turismo en Uruguay? Más de sesenta “barras” (grupos de familia o de amigos) participaron en el concurso internacional de pesca aquí, en Cerro Largo. Pesca, sí, pero con devolución. Y con el requisito de que los implementos de pesca causaran el menor daño posible a los ejemplares capturados. Pero aquí se trata de una “barra” muy especial:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar.»
Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros.»
Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.
Así comienza el último pasaje del evangelio según san Juan, que leemos este domingo. Jesús ha muerto, ha resucitado, se ha aparecido a sus discípulos, pero ellos parecen haber vuelto a sus viejas tareas. Pedro ha tomado la iniciativa, los demás lo siguen, pero no pasa nada. No hay pesca. Es que Jesús no está allí. Falta su presencia.

Así nos pasa muchas veces en la vida. Las cosas no salen. Sentimos frustración, desánimo, nos preguntamos si lo estamos haciendo bien o si le estamos errando. Hacemos esfuerzos, pedimos ayuda, nos multiplicamos para sostener lo que hemos alcanzado y sentimos que no podemos…
Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?»
Ellos respondieron: «No.»
Él les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán.»
Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla.
La presencia de Jesús cambia todo. Nuestras fuerzas llegan hasta cierto punto. Podemos poner mucha voluntad, pero pronto encontramos nuestro límite. La presencia de Jesús lleva más allá. Renueva, anima, cambia. Abre otro horizonte. Da un sentido nuevo a la tarea de siempre. Hace nuevas todas las cosas.
El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!»
Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.

Jesús les dijo: «Vengan a comer.»
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.
No sabían que era él… no se atrevían a preguntarle quién era… sabían que era el Señor… ¿sabían o no sabían? Era el mismo hombre que ellos conocieron, el que los llamó para ser “pescadores de hombres”, con el que compartieron jornadas a lo largo de tres años. Es el mismo… y no es el mismo. Tal como nos sucede cuando encontramos alguien a quien hace mucho tiempo que no vemos y tenemos que observarlo detenidamente para reconocerlo, los discípulos ven algo nuevo en Jesús. Es su realidad de resucitado. Su verdad de Hijo de Dios, que había quedado como escondida en su humanidad, se hace transparente.

¿Dónde encontramos hoy a Jesús resucitado? Él nos sigue hablando desde el Evangelio y nos sigue diciendo “vengan a comer”, alimentándonos en la cena eucarística. Nos llama a poner en práctica su palabra, a construir nuestra vida sobre la roca que es Él mismo. La Iglesia nos propone cada día un pasaje del Evangelio. Leyéndolo y meditándolo con el corazón abierto, creceremos en la amistad con Jesús y seremos capaces de practicar un poco más cada día la misericordia, el perdón, el amor a Dios y al prójimo en actos concretos. Cuando esa lectura la hacemos en comunidad, se multiplican nuestras posibilidades de poner en práctica la Palabra de Jesús, haciéndolo juntos, ayudándonos y animándonos unos a otros.

En la eucaristía, Jesús se ofrece a sí mismo como alimento, como pan de vida. San Pablo (1 Co 11,27-29) nos advierte que no podemos comer el cuerpo de Cristo indignamente, es decir, sin estar debidamente preparados o tomándolo como si solo fuera un alimento corriente. Por eso para llegar a la comunión hay una preparación por medio de la catequesis; pero también una purificación por el sacramento de la reconciliación, celebrado con sincero arrepentimiento y deseo de un verdadero cambio de vida.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?»
Él le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»
Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.»
Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»
Él le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero.»
Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.»
Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»
Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero.»
Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras.»
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme.»
Pedro había dicho por propia iniciativa “voy a pescar” y no había sacado nada. Jesús lo llama de nuevo a seguirlo y le deja la misión de ser pastor de sus ovejas. Notemos el detalle: las ovejas siguen siendo de Jesús. Pedro queda encargado de cuidarlas, pero no son suyas. Jesús se presentó como el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas. Pedro le aseguró a Jesús que daría la vida por él, pero a la hora de la Pasión dijo “no lo conozco”.

La negación debía ser reparada. Pedro había negado a Jesús tres veces. Ahora, tres veces le preguntará Jesús si lo ama.
La primera pregunta es un poco rara: “¿me amas más que éstos?”. Es rara porque pondría a Pedro en la situación de compararse con los demás, y decir que él tiene mayor amor que los otros… Por eso, algunos biblistas traducen “¿me amas más que a estas cosas?” Lo que Jesús quiere saber es si Pedro lo ama por encima de todo, más que a su propia vida.
No le pregunta si se siente con fuerzas, si conoce bien las enseñanzas de Jesús, si se considera capacitado para la tarea. No. Le pregunta por su amor. Es por ese amor que Jesús le confía su rebaño y por ese amor puede asegurarle a Pedro que, ahora sí, dará la vida por Jesús y por las ovejas.

La fe cristiana es una experiencia de amor. Creer en Jesucristo es mucho más que conocer una doctrina. Es dejar que Él se convierta en el centro de nuestra vida: de todo lo que hacemos y de todo lo que queremos. Así llegó a vivirlo Pedro; así estamos llamados nosotros a vivirlo cada día.

Gracias amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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