jueves, 24 de octubre de 2019

“Se tenían por justos y despreciaban a los demás” (Lucas 18,9-14). Domingo XXX del Tiempo durante el año.







Apartheid es una palabra del idioma afrikáans que significa “separación”. Con esa palabra se definía un sistema de segregación o separación racial que existió en Sudáfrica hasta 1992. Consistía básicamente en segregar a las personas según su raza: lugares separados para cada grupo étnico, prohibición de matrimonios interraciales y privación de varios derechos a quienes no pertenecían a la minoría blanca. El sistema creó estrictas reglas que debían ser observadas totalmente, con severos castigos a quien las violara.

Una separación de otro tipo, aunque también basada en reglas estrictas, fue la que establecieron los fariseos, un movimiento religioso que existió en tiempos de Jesús. Fariseo significa “separado”. ¿Separados de qué? Separados de los pecadores. Los fariseos tenían como principio fundamental cumplir escrupulosamente todos los mandamientos de la Ley de Dios y aún hacer más que lo que estaba mandado. Estaban convencidos de que la persona que cumplía los mandamientos era justa, pero quien no los cumplía era un pecador ¡y no querían saber nada con los pecadores! Ningún contacto con ellos: al contrario, querían estar separados. El evangelio de Juan recoge lo que pensaban los fariseos de los que no cumplían la Ley:
“Esta multitud que no conoce la Ley, es maldita” (Juan 7,49)
Cuando los fariseos decían que la gente no conocía la Ley, es probable que no se equivocaran. La Ley de Dios no son solo los diez mandamientos que muchos aprendimos en la catequesis. Esos diez grandes preceptos siguen siendo una verdadera guía para la convivencia humana y la relación con Dios… Cuando un hombre le preguntó a Jesús qué debía hacer para heredar la vida eterna, Jesús le respondió:
“Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre”.
Jesús mencionó solo algunos de los diez, dando por supuesto que el hombre conocía bien los otros.

Pero para un judío del tiempo de Jesús no había solo diez mandamientos: había muchos más. Los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio son conocidos desde tiempo antiguo como “la Torah”, que significa “la Ley”. Los estudiosos del Pueblo de Israel, los “maestros de la Ley”, contabilizaron 613 preceptos que se aplicaban sobre distintos aspectos de la vida.

Algunos se preguntaban -esa pregunta le llegó a Jesús- cuál era el mandamiento más importante. Para los fariseos, ningún mandamiento era menor. Trataban de cumplirlos todos: cuidadosamente, escrupulosamente y, como decíamos, en algunos casos, yendo incluso más allá de lo que estaba mandado. En todo eso había méritos y esos méritos los hacían sentirse superiores a los demás.

Notemos como comienza el Evangelio que escuchamos este domingo:
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo también esta parábola.
El evangelista nos adelante el sentido de la enseñanza de Jesús: es un juicio sobre quienes se presentan ante Dios pretendiendo ser “justos”. En la Biblia, el hombre justo es el que está en perfecta sintonía con la voluntad de Dios. Así se dice de san José: “era un hombre justo”; pero no lo dice él; en cambio, aquí se trata de los que se consideran justos a sí mismos por el hecho de cumplir las normas de la ley y del culto.

Después de esa introducción, Jesús comienza a hablar así:
Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano.
El lugar es importante. El Templo no es uno de tantos; es el único templo, el templo de Jerusalén, lugar por excelencia de la presencia de Dios. Estos hombres se presentan ante Dios… pero lo hacen de maneras muy diferentes:
El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas».
El fariseo da gracias porque no tiene los pecados que otros cometen: él cumple los mandamientos y va más allá: ayuna dos veces por semana, mientras que lo que está mandado es ayunar una vez al año:
“No comer ni beber en el día del perdón (Yom Kippur)” (Lev. 23,29).
El problema es que el fariseo piensa que su justificación, su salvación, es algo que él ha ganado por sus méritos, por su esfuerzo. No deja espacio a la obra de la Gracia, de la Misericordia, del amor de Dios. Él se presenta ante Dios con derechos adquiridos, esperando reconocimiento de Dios y de los demás. No se le pasa por la cabeza pensar que también él es un pecador que necesita de la misericordia de Dios.

Su actitud contrasta totalmente con la del otro hombre:
El publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»
El hombre no se adentra en el templo. Se siente indigno de aproximarse al “Santo de los Santos”, el lugar más simbólico de la presencia de Dios. No levanta los ojos porque siente vergüenza de su vida pasada. Se golpea el pecho, expresión de tristeza y deseo de ablandar el corazón endurecido por el pecado. Aunque no busca ser notado por los demás, su gesto de arrepentimiento es público; es el reconocimiento de su pecado. Pide a Dios piedad diciendo “soy un pecador”; todo él se reconoce como pecador. No tiene ninguna obra buena, ningún mérito para presentarle a Dios; sólo, pero nada menos que su arrepentimiento.

Llega la conclusión de la parábola de labios de Jesús:
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero.
Porque todo el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado.
Delante de Dios, que sondea los corazones, el hombre no puede vanagloriarse de nada. El ser humano no puede colocarse por sí mismo en la categoría de justo, considerar que él es agradable a Dios; es a Dios a quien corresponde hacerlo. Reconocer nuestra realidad pecadora es ponernos en manos de Dios y de su misericordia. Esa fue la respuesta de santa Juana de Arco cuando le preguntaron si ella estaba “en estado de Gracia”, es decir, si estaba justificada, sin pecado, en amistad con Dios:
“no lo sé” – dijo la santa – “Si lo estoy, que Dios allí me guarde; y si no lo estoy, que Dios allí me ponga”.
Amigas y amigos: no tengamos miedo de presentarnos delante de Dios con el corazón abierto, reconociendo sinceramente nuestra fragilidad y nuestras faltas y confiándonos a su misericordia.

0o0o0o0o0

Este domingo tenemos elecciones nacionales en Uruguay y Argentina. Oremos por quienes resulten electos para que puedan desempeñar sus cargos con honestidad y actitud de servicio, especialmente promoviendo a los más humildes.

Gracias por su atención; que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

No hay comentarios: