jueves, 4 de junio de 2020

Medir y pesar lo que importa en nuestra vida. Homilía en la Misa Crismal.


Queridas hermanas, queridos hermanos:

La Misa Crismal, que estamos celebrando, tiene siempre un significado especial, que va más allá del momento mismo que estamos viviendo.
Esta Misa toma su nombre del Santo Crisma, el óleo que hoy será consagrado y que se utiliza en la administración del Bautismo y, muy especialmente, en el sacramento de la Confirmación.
Asimismo, en esta celebración serán bendecidos el óleo para el sacramento de la Unción de los Enfermos y el óleo para la unción de los catecúmenos.
Estos aceites, al ir llegando a las parroquias y al ir volviendo a congregarnos en nuestros templos, serán empleados desde ahora hasta la próxima Misa Crismal, que esperamos volver a celebrar, como normalmente se hace, en el marco de la próxima Semana Santa.

Hemos elegido este día, jueves siguiente a Pentecostés, porque hoy la Iglesia celebra a Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote. El Santo Crisma, con el que fuimos ungidos en el Bautismo y la Confirmación, nos recuerda que todo el Pueblo de Dios participa del sacerdocio de Cristo. En el sacerdocio común de los fieles, “todos somos sacerdotes”, como nos recordaba siempre Mons. Roberto Cáceres.

Hoy, también, los presbíteros y los diáconos renuevan las promesas que hicieron en sus respectivas ordenaciones. Algunos de ellos están aquí presentes; otros, al igual que muchos diocesanos, están participando a la distancia.

Quienes participamos del sacerdocio de Cristo por el sacramento del Orden, pedimos al Señor que reavive el don que hemos recibido por la imposición de las manos de un sucesor de los apóstoles.
“El Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad”, (2 Timoteo 1,7)
escribía san Pablo a Timoteo. Más que nunca, los ministros ordenados necesitamos esa fuerza, esa capacidad de vivir en austeridad y, sobre todo, de amar a nuestro prójimo y de conformar nuestra vida con el misterio de la Cruz del Señor, como se nos dijo en la ordenación sacerdotal.

El año pasado nuestra diócesis hizo un camino de reuniones y asambleas para elaborar un proyecto pastoral diocesano, que esperábamos comenzar a llevar adelante este año. Planificamos también algunos eventos. Sorpresivamente, el mundo vio caer todos los planes y proyectos, y nosotros vimos también interrumpidos los nuestros. Podríamos decir “se nos quemaron los papeles” … tal vez no; espero que no; pero, sin duda, los tenemos que releer con otra mirada y tendremos que incorporar una nueva perspectiva hacia delante.

Todo tiempo de crisis obliga a medir y pesar las cosas que llenan nuestra vida. A muchas de ellas les podríamos decir:
“has sido pesada en la balanza y encontrada falta de peso” (cf. Daniel 5,27). 
¡cuántas de las cosas en las que ponemos esfuerzos e ilusiones han mostrado ser livianas y de muy segundo orden!

Como decía una vieja canción: “las cosas son importantes, pero la gente lo es más”. Por eso, lo que tiene peso es la cercanía o el recuerdo de personas queridas: familiares, amigos, hermanos y hermanas en la fe, con las que hemos compartido o estamos compartiendo alguna etapa de nuestra vida… algunas ya no están, con otras estamos en una relación fluida, pero otras se sorprendieron o nos sorprendieron con una llamada o un mensaje. También en este tiempo algunos han vivido un doble duelo, al perder a alguien de quien no pudieron despedirse. La pregunta “¿cómo estás pasando?” no es una mera fórmula; es una pregunta -también- de peso, porque cada uno tiene algo que contar de este tiempo inédito. La sombra de la enfermedad y de la muerte nos han hecho sentir el valor de cada momento que hemos podido compartir o que compartimos aún con las personas queridas. Más aún, nos ha hecho comprender más profundamente el valor de cada vida, el valor de cada persona que viene a este mundo.

Este tiempo sin encuentros presenciales nos ha llevado a buscar otras alternativas de comunicación, tal como lo estamos viviendo en este momento, con muchos más hermanos y hermanas que están del otro lado de una pantalla, con el corazón y el espíritu en lo que acontece en esta catedral. Eso que llamamos “la tecnología”, es decir, todas las posibilidades de la comunicación que están hoy a disposición de muchos, nos ha ayudado para mantener el contacto y seguir caminando juntos. Muchos hemos tenido que aprender a utilizar mejor esos recursos y tendremos que seguir aprendiendo; algunos de ellos se quedarán en nuestra vida diocesana y se seguirán desarrollando. Bienvenidos sean, en la medida en que nos ayuden a profundizar nuestra vida de fe y nuestros vínculos de comunión; pero, también, a coordinar y realizar acciones solidarias, que serán cada día más necesarias en este invierno que se aproxima y cuando las consecuencias económicas y sociales de esta pandemia se manifiesten con mayor crudeza. Acciones que, en algunas comunidades, ya se vienen haciendo: ya desde la propia comunidad o desde las obras sociales o uniéndose a iniciativas que surgen en la sociedad.

El pasado 27 de marzo, al atardecer, en una solitaria plaza de San Pedro, el Papa Francisco nos ofrecía una profunda meditación sobre el tiempo que estamos viviendo, a partir del episodio de la tempestad calmada, que encontramos en el evangelio de Marcos (4,35-41), un texto que tendremos que retomar en nuestra reflexión diocesana.

El relato del evangelio, señala el papa, comienza “al atardecer”, es decir, en el momento en que la luz del día nos abandona. En nuestra vida moderna eso no significa lo mismo que en un mundo donde la noche apenas puede ser iluminada con la llama de una fogata o una lámpara de aceite. Sin embargo, aún con todas nuestras comodidades actuales, nos hemos sentido de pronto invadidos por la oscuridad al encontrarnos con nuestros límites, al sentir que ya no éramos totalmente dueños de nuestras vidas y que no teníamos el control en nuestras manos. En el fondo, ha sido un reencuentro con nuestra condición humana: no somos dioses; somos criaturas frágiles y vulnerables.

No sólo la oscuridad rodeaba a los discípulos; la barca en la que estaban cruzando el lago era sacudida por una fuerte borrasca y las olas la estaban llenando de agua. ¿Y dónde estaba Jesús? Jesús estaba dentro de la barca, pero estaba durmiendo.
“Dormía tranquilo, confiado en el Padre”,
dice el papa. Cuando los discípulos lo despertaron, Jesús calmó la tempestad y después les preguntó: “¿por qué tienen miedo? ¿todavía no tienen fe?”.
“En esta barca estamos todos”, 
señala Francisco. No es solo la barca de la Iglesia: es la humanidad. Todos nos encontramos allí, frágiles y desorientados. Aún aquellos que, desde altos cargos en el mundo, quisieron con prepotencia ignorar la situación, se han encontrado frente a sus contradicciones ante una situación cambiante y desafiante. No ha sido fácil para nadie tomar decisiones, tanto para el mayor cuidado de la vida, como para ir volviendo a la circulación y a las actividades. Al mismo tiempo, señala Francisco, esa conciencia de estar en la misma barca nos hace vernos unos a otros
“importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente (…) descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino [todos] juntos”.
Todos juntos, sí… nos cuesta, nos cuesta romper el individualismo, nos cuesta romper los intereses de grupo para mirar al bien común; nos cuesta, pero es necesario; nos cuesta, pero no basta, si estamos juntos, pero no está Jesús.

Jesús pregunta: “¿todavía no tienen fe?”.
Voy a concluir con palabras de Francisco:
“El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. (…)
El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.
El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. (…) Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado.”
Jesucristo ha resucitado. Jesucristo vive. Jesucristo camina a nuestro lado.
Esa es nuestra fe, la fe que ahora vamos juntos a profesar.

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