Homilía de Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Canelones.
Cristo Obrero…
Cristo Jesús: el Hijo de Dios hecho hombre, el carpintero de Nazaret.
El Maestro. El crucificado. El resucitado. Él nos convoca hoy, en este templo, para unirnos a su acción de gracias al Padre, recordando las palabras y los gestos con los que Él nos dejó el signo de su presencia: la Eucaristía, la Santa Misa, que nos reúne en torno al altar.
Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza. La creación fue un acto de amor, una invitación al encuentro, a la armonía entre creador y creatura.
Esa imagen, esa semejanza, son constitutivas de nuestro ser. Esa imagen puede aparecer desfigurada, desdibujada, cuando rechazamos el amor de Dios y rompemos las relaciones que nos constituyen: la relación con el Creador, la relación con los demás, la relación con nuestra casa común y hasta la relación de cada uno consigo mismo.
Sin embargo, por más que esa ruptura, el pecado, deforme la imagen de Dios en el ser humano, esa impronta dejada por el Creador sigue estando allí, latente, esperando su redención, tal vez como un secreto anhelo de volver a la casa del Padre.
Es el Hijo de Dios quien vino a realizar esa obra liberadora, redentora. No lo hizo desde lo alto, descendiendo al mando de ejércitos celestiales y al son de trompetas, sino naciendo en un pesebre oscuro, desde donde su presencia comenzó a iluminar el mundo.
La mayor parte de la vida de Jesús estuvo inmersa en el mundo del trabajo.
“¿No es éste el carpintero?” dijo la gente de Nazaret, cuando llegó allí como maestro, acompañado de sus discípulos y precedido por su fama.
“La elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: -decía san Juan Pablo II- [él] pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre” (Laborem Excercens, 26).
La primera capilla de Estación Atlántida ya tenía el título de Cristo Obrero. El entorno de la Estación fue, desde los comienzos, el espacio de los obreros que trabajaban en las construcciones del balneario, de los pequeños agricultores que proveían de frutas y verduras a residentes y veraneantes y de las trabajadoras domésticas.
Cristo Obrero, en medio de los obreros y obreras.
Buscando acercar ese mundo a Cristo y acercar a Cristo a ese mundo, los esposos Giúdice-Urioste recurrieron al ingeniero Eladio Dieste y así nació el proyecto de esta iglesia. Paradójicamente, pensando en el significativo reconocimiento que esta obra acaba de recibir, se trataba de un proyecto económico, basado en la experiencia de la empresa Dieste-Montañez en realizar estructuras de carácter más bien utilitario: galpones, torres de agua…
Crear una estructura… Las estructuras hay que entenderlas con el lenguaje de los ingenieros, que desconozco, pero que interpreto, así, muy llanamente, como crear algo que se sostenga por sí mismo, que no se caiga, que pueda además sostener otras cosas, poniendo en armonía un conjunto de fuerzas y la colaboración de cada ladrillo con los que lo rodean, para soportar entre todos el peso de toneladas. Donde mis ojos inexpertos ven apenas materia inerte, mi amigo ingeniero* ve una estructura viva, y me habla de líneas de fuerza que, en lugar de viajar hacia pilares que no existen, bajan hacia la tierra por muros curvos, que resisten por sus formas vivas, como en la naturaleza la superficie curva de las ostras gigantes. Nada se mueve, pero las fuerzas actúan y todo se sostiene, creando un sistema, un pequeño universo, como el que aquí nos envuelve y nos eleva. Una estructura que se expresa, que en su armonía nos habla -sin palabras- de trascendencia, de vida espiritual, de Dios Creador.
Vuelvo a san Juan Pablo II: “Mediante su trabajo [el ser humano] participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado” (Íbid., 25).
Eladio Dieste, hombre creyente, lector de los grandes místicos, que -en sus propias palabras- construyó esta iglesia para otros fieles como él, vivió esa dimensión espiritual del trabajo, como participación en la obra de Dios; pero buscó también que cada uno de sus obreros, de acuerdo con su capacidad, participara en ella. Y no dudo que él tenía presente que “el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona” (Íbid, 6) que, por eso mismo, deja impresa en su obra “una especie de huella” (Cf. León XIII, Rerum Novarum, 7).
Pero el trabajo humano, tanto manual como intelectual, tiene otro aspecto: está unido inevitablemente a la fatiga. No se trata sólo del natural cansancio luego del esfuerzo. Hay también una fatiga que podríamos llamar espiritual, compuesta de insatisfacción, desencanto o aún de sentimientos de frustración y de fracaso.
Leemos en el libro del Eclesiástico: “consideré entonces todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos, y que ningún provecho se saca bajo el sol.” (Eclesiástico 2,11).
Y comenta san Juan Pablo II: “No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas palabras.” (Laborem Excercens, 27).
“¿Tiene sentido el enorme esfuerzo realizado?”. Esa pregunta se llegó a hacer Eladio Dieste, tal como lo relata el mismo, recordando una visita a la Iglesia, a solo cinco años de la inauguración y en la que encontró una vaca paseando tranquilamente por la nave principal y dejando señales de su paso. “Pero”, cuenta Dieste, “de pronto el atrio se llenó de voces frescas de niños que espantaron la vaca y corrieron a esperar al sacerdote que iba a enseñarles catecismo: allí estaba la iglesia, "una, santa, católica y apostólica", allí estaba el pueblo. La tristeza dejó paso a una serena confortación: sí; tuvo sentido aquel esfuerzo. No hay esfuerzo humano que se pierda. Por pequeña que sea la piedra contribuye a edificar el Reino" (Esteban Dieste, 44)**.
La figura de Cristo está en el centro de la Iglesia.
No está de pie, en su taller, con herramientas en la mano, sino crucificado.
Carmen, nuera de Eladio, recordaba palabras recogidas por su suegro en otra visita, en la que encontró a dos mujeres rezando. Dieste les preguntó qué les parecía la Iglesia y ellas le dijeron:
“cuando miramos a Jesús ahí en la cruz nos da una emoción que nos da ganas de llorar”. El ingeniero salió de allí sintiendo que había logrado uno de sus cometidos: acercar la figura de Jesús al hombre.
Cristo crucificado nos recuerda el sacrificio del Hijo de Dios. Condenado a muerte en un instrumento de tortura, dijo Jesús “nadie me quita la vida, yo la doy” (Cf. Juan 10,17-18).
Y así hizo de esa muerte cruel e infamante una entrega, una ofrenda de amor que venció y vence todas las fuerzas del mal.
Cristo crucificado; pero en la imagen realizada por Eduardo Yepes aparece dorado, para que brille la gloria de su resurrección, su triunfo sobre la muerte, que hace de la cruz signo de vida.
Cristo resucitado, con la fuerza del Espíritu Santo es El que hace nuevas todas las cosas (cf. Apocalipsis 21,5), es el principio de la nueva creación.
Si por el trabajo humano participamos en la obra creadora de Dios, uniéndonos en la fatiga a la cruz de Cristo y a su entrega de amor, colaboramos, en cierto modo, con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad (Cf. Laborem Excercens, 27) y allí todo esfuerzo humano toma su sentido.
Cristo Obrero y Nuestra Señora de Lourdes. Esta Iglesia tiene también su copatrona. Su imagen no aparece a la vista cuando se ingresa al templo. Hay que ir a buscarla, a visitarla y la encontramos allí, junto a su Hijo presente en el Sagrario, custodiando los restos de Alberto y Adela.
A ella, Madre y modelo de la Iglesia, le pedimos que nos ayude a ser cada día más Pueblo de Dios, comunidad de piedras vivas, asamblea de fieles convocada y reunida por Jesucristo; comunidad que, en esta “casa de oración”, donde cada ladrillo y cada cristal se convierte en plegaria, tiene un lugar privilegiado que la invita a encontrarse y alabar al Dios creador, redentor y santificador. Así sea.
* El ingeniero José Zorrilla, viejo amigo, me prestó algo de su mirada en este párrafo.
** Esteban Dieste. Iglesia de Atlántida. Testimonio de su desprotegida existencia. Ponencia en el Primer Coloquio Iberoamericano de Arquitectura Moderna, Guadalajara, 2014.
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