jueves, 13 de enero de 2022

El primero de los signos de Jesús (Juan 2,1-11). II Domingo durante el año.

 

Un signo es un objeto o un ser vivo, un fenómeno natural o una acción, que, ya sea por alguna de sus características, o, simplemente, porque nos ponemos de acuerdo en darle un determinado significado, nos hace presente otra realidad: una idea, un sentimiento… incluso una advertencia de peligro, una necesidad de precaución o, incluso, una llamada a la acción. Los signos, por lo menos algunos de ellos, nos piden una respuesta, una actitud.

Este domingo leemos el pasaje del evangelio conocido como las bodas de Caná; muy recordado porque allí Jesús transforma agua en vino.

Estamos en el evangelio de Juan, en el que aparece con frecuencia la palabra “signo” para referirse a lo que los otros evangelios llaman “milagros”. Este episodio concluye así:

Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea.
Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él.
La expresión de Juan es muy solemne, indicándonos así que ha ocurrido algo importante. Juan nos dice que, a través de ese signo, Jesús manifestó su gloria; es decir, manifestó la presencia de Dios en Él, como Hijo de Dios. A partir de esa manifestación, sus discípulos creyeron en Él. El signo que realizó Jesús tuvo una respuesta: la fe de sus discípulos.

Cuando leemos con atención el evangelio de Juan, vemos que, muy a menudo, aparecen equívocos, es decir, situaciones en las que Jesús dice algo que tiene un significado profundo y el que lo escucha no entiende. En el diálogo con Nicodemo, Jesús le habla de “renacer de lo alto”, nacer de nuevo (Juan 3,3). Nicodemo parece interpretarlo literalmente y le pregunta si tiene que entrar por segunda vez al seno de su madre para volver a nacer (Juan 3,4). Cuando Jesús le habla a la Samaritana de “agua viva” (Juan 4,10), está significando el Espíritu Santo; pero la mujer le pide esa agua para no tener que venir todos los días al pozo (Juan 4,15).

Si esto sucede con las palabras, más aún con los signos. Podemos tenerlos a la vista, y quedarnos con lo que vemos, sin ir más allá; o podemos interpretarlos más profundamente, descubriendo una realidad que está más allá de lo sensible, pero que el signo nos ayuda a percibir.

Volvamos ahora a nuestro evangelio:
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos.
Tenemos un acontecimiento social, familiar: un casamiento. Se nos dice que la madre de Jesús estaba allí. Aunque después se da a entender que había sido invitada, no parece que ella fuera una invitada más, por eso de que “estaba allí”. Algo habría tenido que ver María con los novios; sería como una madrina o un familiar muy allegado. Después, se nos informa que “también fue invitado Jesús con sus discípulos”. Su presencia queda como en segundo plano. Hasta nos podríamos imaginar que María fue invitada primero y después le dijeron “que venga también tu hijo, con esos muchachos que están con él”.

Pronto nos damos cuenta de que María no está allí por estar.
Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino».
María está atenta a lo que está pasando y recurre a su hijo señalando la necesidad que se presenta. Notemos que no pide nada; solo indica: falta esto. Jesús entiende que le está haciendo un pedido y responde:
«Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía».
Recordemos lo que decíamos antes sobre los diálogos en el evangelio de Juan. Si María está pidiendo vino para que siga la fiesta, la respuesta humana quedaría en ese “¿y nosotros qué tenemos que ver?”, que es como decir “no nos corresponde hacer nada”. Humanamente, también Jesús podría haber dicho “voy a ver con los muchachos si podemos conseguir un poco de vino”. Pero Jesús, con razón, interpreta hondamente el pedido de su madre. Por eso dice “mi hora no ha llegado todavía”: “todavía no es la hora de manifestarme”.

Sin embargo, María está segura de lo que pide y dice a los servidores:
«Hagan todo lo que él les diga»
A continuación, se desarrolla el milagro o el signo, como lo llama Juan. Jesús hace llenar de agua seis grandes tinajas y pide que se le lleve la bebida al encargado del banquete. El encargado prueba y da su aprobación: es un buen vino, un vino muy bueno y por eso dice:
«Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento».
Las palabras del encargado son palabras sensatas, de un hombre experimentado en organización de fiestas. Está hablando con “el esposo”, es decir con el novio que acaba de casarse…  Podríamos quedarnos ahí, en un comentario muy humano. Sin embargo, a continuación de esto, Juan da su conclusión solemne: “Este fue el primero de los signos de Jesús… Así manifestó su gloria…”

El evangelista nos invita así a releer esta historia, empezando por las palabras del encargado. Porque ¿quién es, realmente, el esposo o novio al que se dirige? ¿quién es el que ha guardado el buen vino para ese momento de la fiesta? Un momento que, además, no es el final, ni mucho menos, dada la abundancia del buen vino.

Nuestra conclusión no puede ser otra que ésta: el novio o esposo es el mismo Jesús y el signo que ha realizado es una epifanía, una manifestación de Dios, en amor por su Pueblo.
En el libro de la primera alianza o antiguo testamento encontramos muchas veces que la alianza de Dios con su pueblo es representada como una boda. Así aparece en la primera lectura de hoy, del profeta Isaías:
Como un joven se casa con una virgen, así te desposará el que te reconstruye;
y como la esposa es la alegría de su esposo, así serás tú la alegría de tu Dios.
(Isaías 62, 1-5)
Los profetas anuncian también el reencuentro de la humanidad con Dios como una fiesta eterna, en la que no faltará el vino, vino bueno: “vinos añejados” (Isaías 25,6)

Aquella primera alianza de Dios con su Pueblo se había agotado. Se había terminado el vino. Las tinajas para la purificación estaban vacías. La acción de Jesús vendrá a ofrecer, ya no a un solo pueblo sino a toda la humanidad, una nueva y eterna alianza. Frente a una religión endurecida y vaciada de significado, él traerá la vida, la alegría y la esperanza.
El signo de Jesús pide una respuesta. Los discípulos la dieron: creyeron en Él.
Al final del evangelio de Juan leemos:
Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos (…) Éstos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre. (Juan 20,30-31)
Renovemos hoy nuestra fe en Jesús, para que también nosotros tengamos Vida en Él. Que así sea.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

Santos de esta semana.

El 17 de enero celebramos la memoria de San Antonio Abad, menos conocido que el otro Antonio, San Antonio de Padua, pero mucho más antiguo: murió en el año 356.
Habiendo perdido a sus padres, distribuyó todos sus bienes entre los pobres siguiendo la indicación evangélica. Se retiró a vivir en soledad en Egipto, como eremita, llevando una vida de oración y ascesis. Fundó un monasterio, vivió en comunidad y volvió a retirarse a la soledad. Sostuvo a cristianos perseguidos por el emperador Diocleciano y apoyó a san Atanasio en la defensa de la fe frente al arrianismo. Reunió a tantos discípulos que mereció ser considerado padre de los monjes.

20 de enero: San Fabián, papa y mártir. Fue llamado al pontificado siendo un fiel laico. San Cipriano nos cuenta que condujo la Iglesia de modo irreprochable e ilustre y que su vida fue coronada con la palma del martirio, en el año 250, durante la persecución del emperador Decio.

El mismo día 20 recordamos a San Sebastián, mártir. Seguramente hemos visto muchas de las imágenes que lo representan atravesado por numerosas flechas que, sin embargo, no tocan órganos vitales. Oriundo de Milán, fue un soldado romano que se hizo cristiano y vivió su fe en tiempos de implacables persecuciones. Según una tradición, sobrevivió a las flechas y se presentó al emperador Maximiano, que lo creía muerto y que lo mandó azotar hasta morir.

El viernes 21 de enero celebramos la memoria de Santa Inés, virgen y mártir. El nombre Inés viene del latín Agnus que significa “cordero”. Era una adolescente que sufrió el martirio defendiendo su castidad, en la persecución de Diocleciano. Se la representa con la palma de los mártires y el cordero que alude tanto a su nombre como a su pureza.

Y esto es todo por hoy, amigas y amigos. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. 

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