Vamos avanzando en el mes de junio, mes del Sagrado Corazón de Jesús y, en la Iglesia uruguaya, mes vocacional. Mes vocacional, dentro del año vocacional que se está realizando en todo el país.
El domingo pasado celebramos el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Con esa fiesta y, si queremos, todavía con la del Sagrado Corazón, el viernes, cerramos un tiempo de fiesta, primero con el tiempo pascual y luego con dos grandes solemnidades.
Este domingo, podríamos decir, “volvemos a la normalidad”, a lo que llamamos en las celebraciones de la Iglesia el “tiempo durante el año” o “tiempo ordinario”. “Ordinario” en el sentido de que no sale de lo común, de lo regular, de lo que sucede habitualmente.
Pero cuando vamos al evangelio, nada es “común”. Siempre hay algo extraordinario en lo que Jesús dice y hace; algo que marcó la vida de sus discípulos, que guardaron en su memoria aquellas cosas y nos las transmitieron en sus escritos que han llegado hasta hoy.
Estamos en el capítulo 3 del evangelio de Marcos, o sea, todavía bastante al principio. Marcos nos ha contado el comienzo de la actividad de Jesús, mostrándonos las muchas curaciones de enfermos que realizaba, al mismo tiempo que su preocupación por ir a otros sitios a predicar, a anunciar el Reino de Dios. Así dijo a sus discípulos:
«Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Marcos 1,38)
Esa actividad de Jesús comenzó a llamar la atención de las autoridades religiosas. Esto, en una sociedad profundamente impregnada por lo religioso, que tocaba todos los aspectos de la vida. Desde Jerusalén, la ciudad donde estaba el templo, llegaron unos escribas a ver qué es lo que hacía Jesús. Los escribas o maestros de la Ley eran hombres que dedicaban mucho tiempo al estudio de la Sagrada Escritura. Eran las personas a las que se consultaba sobre todo asunto religioso. Y si no se les consultaba, pero veían algo extraño o irregular, intervenían. Así hablaban de Jesús, aunque no en su presencia, pero dando un juicio terminante:
«Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los Demonios» (Marcos 3,20-35)
La acusación es terrible y pretende descalificar totalmente a Jesús. No lo acusan de falsos milagros, sino de algo mucho peor: de actuar con el poder de Satanás. Están diciendo que Jesús no es un servidor de Dios, sino un servidor del demonio. Jesús va a calificar esto como “pecado contra el Espíritu Santo”.
Antes de que Jesús responda, no podemos menos que razonar… ¿cómo es esto? ¿con el poder del demonio echa demonios? ¿Qué ganaría Satanás con eso? ¿Qué extraño plan tendría preparado?
Jesús, enterado de lo que estaban diciendo, los llamó y los enfrentó, con ese mismo razonamiento:
«¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás?» (Marcos 3,20-35)
Efectivamente, la acusación no tiene sentido. Atacar a sus supuestos compañeros, el “fuego amigo”, como se dice en el lenguaje bélico, puede darse por accidente, pero no como parte de una acción que lleve a la victoria. “Un reino dividido no puede subsistir”, dice Jesús.
«Si Satanás se dividió, levantándose contra sí mismo, ya no puede subsistir, sino que ha llegado a su fin». (Marcos 3,20-35)
Expulsando demonios, Jesús está realizando una acción liberadora, más amplia y más profunda de lo que parece. No se trata solamente de expulsar un espíritu maligno que atormenta a una persona, sino también expulsar de la mente y del corazón de su gente la creencia de que toda enfermedad y padecimiento era obra de demonios y que todas las personas que las sufrían habían sido castigadas y abandonadas por Dios. La acción de Jesús manifiesta lo contrario: a esos enfermos y endemoniados, Él les manifiesta la misericordia de Dios. Son los primeros en recibirla.
Superada, al menos por el momento, la confrontación con los escribas, Jesús se encuentra con otra oposición a su misión, la que viene de su propia familia. Olvidémonos de nuestra idea de familia nuclear, con un padre, una madre y uno o dos hijos. La familia de Jesús es mucho más que María y José.
“sus parientes … salieron para llevárselo, porque decían: «Es un exaltado»” (Marcos 3,20-35).
“Sus parientes” forman todo un clan, un grupo grande de gente, que se siente responsable de Jesús, porque creen que ha enloquecido y por eso quieren llevárselo. Desde luego, Jesús no está endemoniado ni loco. Al cierre de este pasaje del evangelio, le avisan a Jesús: «Tu madre y tus hermanos te buscan ahí afuera». Él les respondió:
«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?».Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo:«Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre». (Marcos 3,20-35).
Jesús no rechaza a su Madre ni a sus parientes, sino que establece un vínculo más profundo que el de la sangre: hacer la voluntad de Dios.
Comentando este pasaje del evangelio, dice el papa Francisco:
Aquella respuesta de Jesús no es una falta de respeto a su madre y sus familiares. Más bien, para María es el mayor reconocimiento, porque precisamente ella es la perfecta discípula que ha obedecido en todo a la voluntad de Dios. (Ángelus, 10 de junio de 2018).
A propósito de María, en esta confrontación de Jesús con las fuerzas del mal, recordemos la promesa de Dios que aparece en la primera lectura. Dios dice a la serpiente:
«Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón» (Génesis 3,9-15)
Por medio de María se cumple la promesa de Dios. Jesús, “nacido de una mujer” (Gálatas 4,4) aplasta la cabeza de la serpiente; es decir, derrota las fuerzas demoníacas que quieren dominar al hombre.
Que nos ayude la Virgen Madre a vencer toda tentación y a vivir en comunión con su hijo, como parte de su familia: escuchando, meditando y poniendo en práctica su palabra, haciendo la voluntad de Dios.
En esta semana:
Hoy, domingo 9, en la parroquia San Francisco, de Joaquín Suárez, recibe el ministerio del lectorado nuestro seminarista Tomás. Acompañémoslo con nuestra oración.
El martes 11 de junio, recordamos a San Bernabé, apóstol, varón bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe, que formó parte de los primeros creyentes en Jerusalén y predicó el Evangelio en Antioquía e introdujo entre los hermanos a Saulo de Tarso, recién convertido. Con él realizó un primer viaje por Asia para anunciar la Palabra de Dios, participó luego en el Concilio de Jerusalén y terminó sus días en la isla de Chipre, su patria, sin cesar de difundir el Evangelio.
El 13 de junio, San Antonio de Padua, presbítero y doctor de la Iglesia, nacido en Portugal. Entró en la Orden recién fundada de los Hermanos Menores, los Franciscanos. Se dedicó a predicar por Italia y Francia, atrayendo a muchos a la verdadera doctrina. Escribió sermones notables y por mandato de san Francisco enseñó teología a los hermanos.
En ese día la parroquia de pueblo San Antonio celebra su fiesta patronal. A las 14:45, procesión y a las 15 horas, Misa.
La otra parroquia San Antonio, en Las Piedras, celebrará su fiesta el domingo 16, en la Misa de las 10.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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