miércoles, 4 de noviembre de 2009

Retiro de la Conferencia Episcopal Uruguaya


Fidelidad de Cristo – Fidelidad del Sacerdote
Retiro de la Conferencia Episcopal Uruguaya
en el Año Sacerdotal

En su Carta , del 16 de junio de 2009, convocando un año sacerdotal con motivo del 150 aniversario del Dies Natalis del Santo Cura de Ars, el Papa Benedicto XVI señala como objetivo de ese año “Promover el compromiso de renovaciòn interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea màs intenso e incisivo”.

El mensaje del Papa manifiesta devociòn y admiraciòn por el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia sino tambièn para misma humanidad.

También lamenta el Santo Padre las situaciones nunca suficientemente deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos es el mundo el que sufre el escàndalo y el abandono. ¿Qué hacer en estas circunstancias? El Papa indica dos actitudes:

No resaltar las debilidades de los ministros de la Iglesia.
  • Renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmados en espléndidas figuras de pastores generosos, religiosos, llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. Entre otros, mirar el ejemplo del Santo Cura de Ars, dejarse conquistar por su ejemplo, siendo mensajeros de esperanza, reconciliación y paz en el mundo de hoy.
El tema que nos propone Benedicto XVI para este año sacerdotal es “Fidelidad de Cristo – Fidelidad del Sacerdote”. Lo abordaremos de acuerdo a estos pasos:
  1. Presupuesto
  2. Mensaje sobre la Fidelidad de Dios
  3. Nuestra fidelidad a Cristo
  4. Deficiencias o patologías de la fidelidad
  5. La fidelidad evangélica
1. Presupuesto

“No hay obras vituosas sin las pruebas de las tentaciones, no hay fe sin contrastes, no hay lucha sin enemigo, no hay victoria sin combate. Nuestra vida transcurre entre asechanzas y luchas. Si no queremos ser engañados debemos estar vigilantes; si queremos vencer hemos de combatir” (San León Magno, Sermòn 39.3).

“Las grandes aspiraciones van siempre acompañadas de grandes tentaciones. Nadie como los santos han tenido conciencia de su propia fragilidad y debilidad; pues el interior de cada persona está desgarrado por instintos de vida y de muerte. Cuanto más tiende el discípulo a configurarse con Cristo, más siente la presion de una sensibilidad contraria y el desconcierto ante sus propios monstruos” (A. Cencini).

Nuestra vinculación a Jesucristo se puede describir con una actitud básica que la Palabra de Dios señala con el nombre de FIDELIDAD. 1 Co 4,1-2 “que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles”.

La fidelidad reclama no sólo perdurar, perseverar, sino mantener el espíritu delicado y atento para crecer en fidelidad. No es lo mismo nadar que flotar. La fidelidad en el ministerio, siempre delicada, se ha vuelto más delicada y problemática en nuestros días. Algunos factores culturales no son ajenos a esta dificultad. “El cambio es hoy un elemento esencial de la cultura” (P. Arrupe SJ).

Decidir de una vez para siempre y mantener esta decisión sin voluntarismos obstinados sino con un espíritu fresco, resulta más difícil que en otras épocas más tranquilas de la historia. El ambiente cultural favorece el cambio.

El subjetivismo, o sea, la desmedida valoración del sujeto, tan propio de este tiempo, conduce fácilmente a una exageración de la espontaneidad y a una fijación en “la realización personal”, concebida de una manera individualista.

El debilitamiento de nuestras relaciones con Dios, devalúa todos los compromisos adquiridos ante Él.

2. Mensaje sobre la fidelidad de Dios

“Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Y sucederá aquel día - oráculo de Yahveh - que ella me llamará: «Marido mío», y no me llamará más: «Baal mío.». Yo quitaré de su boca los nombres de los Baales, y no se mentarán más por su nombre. Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh. Y sucederá aquel día que yo responderé - oráculo de Yahveh - responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra; la tierra responderá al trigo, al mosto y al aceite virgen, y ellos responderán a Yizreel. Yo la sembraré para mí en esta tierra, me compadeceré de «Nocompadecida», y diré a «Nomipueblo»: Tú «Mi pueblo», y él dirá: «¡Mi Dios!». (Oseas 2,16-25)

“Así habla el Amén, el Testigo fiel y veraz” (Apoc. 3,14).

La Palabra de Dios atestigua fuertemente la fidelidad de Dios. Ya en el Antiguo Testamento está junto a la Misericordia, rasgo esencial y principal del rostro de Dios (Sal 89, 21-38).

Por su misericordia Dios es un Dios próximo, cercano.

Por su fidelidad, Dios es un Dios sólido: nos podemos fiar de Él. La imagen gráfica de la fidelidad: Dios es la Roca. Los acontecimientos prueban este compromiso permanente de Dios con su Pueblo: la Alianza (Ex 19,22; Dt 7,7-9). Una característica retrata la manera de ser fiel de Dios: no se deja vencer por nuestra infidelidad.

En el Nuevo Testamento la fidelidad de Dios se nos hace presente, patente, operante en la persona, la vida, doctrina, muerte y resurrección del Señor. El es el máximo monumento y el mejor documento de la fidelidad irrevocable de Dios a la humanidad. En Él se encuentran y abrazan la fidelidad de Dios a los hombres y la fidelidad a Dios del hombre Jesús. Jesús es el testigo fiel y veraz (Apoc. 3,14).

El sigue manteniendo su fidelidad a pesar de nuestra infidelidad porque no puede negarse a sí mismo (2 Ts 3,3).

Dios es, pues, fiel con aquellos a quienes ha llamado. Hemos sido llamados, enviados, consagrados por el Bautismo y en la Ordenación por una Palabra que no se arrepiente.

3. Nuestra fidelidad a Cristo

La fidelidad que debemos a Jesucristo, tiene su modelo máximo en la fidelidad de Jesús al Padre. Identificarnos con el Señor equivale a impregnarnos, por la acción del Espíritu, de sus actitudes básicas, entre las cuales ocupa un lugar relevante la fidelidad a Dios, a Yahvé.

La fidelidad que ofrecemos al Señor, antes que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios a nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia como regalo de la Gracia.

San Agustín: “tan grande es la condescendencia de Dios para con nosotros que ha querido que constituyan mérito nuestro incluso sus mismos dones”.

Cardenal Suenens: “un cristiano nunca puede olvidar que su fidelidad está conducida, sostenida y vivificada por la fidelidad misma de Dios. La fidelidad de Dios está en el corazón de la nuestra; es su más firme apoyo”.

Cuando hablamos de fidelidad, hablamos de amor. Nuestra fidelidad no es fruto de nuestra obstinación, ni siquiere de nuestra coherencia o de nuestra lealtad.

Rovira Belloso: “la fidelidad es el amor que dura en el tiempo”

Es cierto que sólo Jesús y nuestra fidelidad a Él, es para nosotros el Absoluto. Las formas de vida en la que se encarna la fidelidad (matrimonio, votos religiosos, presbiterado) no revisten el mismo nivel de absoluto. Pero son señales privilegiadas de la fidelidad irrevocable de Dios y por tanto, entrañan y piden una especial fidelidad interior y exterior, continua.

Estas formas de vida requieren, además de la fidelidad particularmente constante en el tiempo y un estilo de vida que salvaguarde valores humanos y evangélicos de gran importancia.

Estos compromisos no son como un contrato de trabajo que se rescinde ni un lazo afectivo coyuntural y efímero que se deshace ante la primera dificultad, a la primera de cambio. No son compromisos que se arrastran “porque tal como están las cosas, bastante es cumplir...”

4. Deficiencias o patologías de la fidelidad

Cuando nuestra vida arrastra alguna gran deficiencia en la fidelidad, algunas situaciones se plantean. Las planteamos en forma gradual desde las más oscuras y graves a las que apuntan hacia la luz de la fidelidad.

a) La “doble vida”

Divorcio de fe y vida. Una vida oficial y aparente que simula fidelidad y una vida real y escondida, gravemente infiel en aspectos morales importantes (compensaciones sexuales, alcohol, dinero). Un tabique entre “el personaje” que guarda celosamente una apariencia honrada y honesta y la persona que vive un naufragio espiritual.
En un principio la “doble vida” provoca un malestar saludable: el remordimiento. Es el timbre de alarma de una conciencia moral que no se resigna a ser acallada. Es el toque de la llamada del Señor a la conversión.
Pero pasado el tiempo, el malestar se convierte en acostumbramiento, revestido de “nuevos criterios morales” y de justificaciones “por lo dura que ha sido la vida con él”. Merece el reproche del Señor: “tienes apariencia de vivo, pero estás muerto” (Ap 3,1).

b) Una situación menos preocupante

La fidelidad no ha caído, pero ha perdido “alma”. Pervive la fidelidad exterior, desfallece la fidelidad interior.
Con el paso de los años, la costumbre puede deformarse en insensibilidad y en automatismo. Al paso de los años podemos celebrar maquinalmente, predicar rutinariamente, rezar mecánicamente, acoger a la gente con desgano y la mínima atención.
Encubiertamente paralizados espiritual, pastoralmente, en un escepticismo habitado por la comodidad. Estamos viviendo el síndrome del quemado.
Somos mecánicos, robots, esto desmoraliza a los llegados. Recordemos las palabras de la Escritura: “la mirada de Dios no es como la del hombre. El hombre ve las apariencias, pero el Señor ve el corazón” (1 Sam 16,7).

c) La mediocridad

“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!” (Ap 3,15)
Instalados en la ambigûedad, mezcla de ilusión (que espera un futuro personal más fiel) y de escepticismo (que se pregunta si vale la pena intentarlo).
Así, sin ánimo para definirse, quieren “nadar y guardar la ropa”. Desean los bienes de la fidelidad, pero al mismo tiempo apetecen las ventajas o beneficios secundarios de la infidelidad.
Las consecuencias de este bloqueo no se hacen esperar. La oración escasa y desalentada. El trabajo pastoral rutinario y sin ilusión. Las infidelidades en materia de celibato dejan el regusto de la infidelidad y al mismo tiempo encienden el deseo de nuevas trasgresiones.
No se tiene alegría interior. No se anima a comunicar esta situación a alguien que puede ayudarnos. Quienes vegetan en esta etapa tendrían que escuchar a Jesús: “Mira que estoy a la puerta llamando” (Ap 3,20).

d) La fidelidad intermitente

El problema es aquí la inestabilidad. Se vive la alternancia entre fases de aceptable fidelidad y deplorable infidelidad. Sabemos lo que es el gozo de la fidelidad, pero se experimenta el tirón de la infidelidad. En el fondo hay un corazón sincero y sensible ante Jesús, pero inconstante en su adhesión.
Sabemos volver a empezar, pero tendemos a volver a caer. En el origen de esta situación encontramos con frecuencia una pasión dominante que compromete el equilibrio espiritual y bloquea su maduración evangélica.
Es saludable en esta situación escuchar a San Pablo: “El Hijo de Dios que les anunciamos no ha sido un sí y un no. En Él todo ha sido un sí” (2 Cor 1,19).

e) La fidelidad básica sin radicalidad evangélica

“Has abandonado el amor del principio (Ap 2,4).
Personas estables en sus opciones y fundamentalmente coherentes con ellas. Son no sólo sacerdotes buenos, sino también buenos sacerdotes. Responsables en su trabajo, serios en su vida afectiva, preocupados por la oración, atentos a las necesidades de la comunidad, fieles a sus compromisos con la sociedad.
Les falta el dinamismo de un impulso creciente. Es la suya una fidelidad razonable, mesurada, sensata.
¿Demasiado sensata para ser suficientemente evangélica?
Parece que sí. Tal vez hay en el fondo una renuncia implícita a la radicalidad evangélica. El motor de este vehículo está en marcha, pero el freno de mano está puesto.
Muchos nos reconocemos, quizás, en este retrato. Conocemos, como decía Ch. Peguy “la tristeza de no ser santos”. Tal vez nos sintamos aludidos por las palabras del Ap 2,4: “has dejado enfriar el amor...”

5. La fidelidad evangélica

Existe y son numerosos los sacerdotes que la viven. Es el Espíritu Santo quien saca del fondo evangélico de estos sacerdotes, de estas personas, nuevas y crecientes respuestas de fidelidad.
No son impecables. Tienen sus defectos y debilidades. Pero es gente que quiere comenzar cada día. En pastoral quieren aprender y actualizarse. En teología quieren renovarse. Oran intensa y largamente.

Buscan días de retiro. Tratan a los feligreses con respeto, con cariño, conscientes de que es el Señor quien, a través de ellos, se encuentra con la gente. Son pobres. No han perdido la juventud apostólica.

Su fidelidad muestra, entre otras, cuatro características.

a) Es modesta


No es la suya una trayectoria brillante, es más bien como el ave herida que intenta una y otra vez retomar el vuelo.
Conocen la debilidad pero no se instalan en ella. Lo habitual en su vida es la fidelidad generosa. Lo eventual es la infidelidad, sentida dolorosamente y combatida diligentemente. Se sienten identificados con las palabras de San Pablo:
“Pero él me dijo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte. (2 Co 12,9-10).

b) Es progresiva

Asume la “ley del crecimiento continuo” propia del dinamismo del Espíritu. La oración va ganando en calidad. La sensibilidad con los pobres se va afinando con el tiempo. El amor a la Iglesia cada vez mejor conocida, incluso en sus temores y mediocridades, va aquilatándose: se hace tal vez más doliente y a la vez más comprensiva.
La confusión, los desafíos, la deriva del mundo le preocupan, pero la paz de su mirada al contemplar es mayor.
Se siente reflejada en estas palabras bíblicas:
“Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día” (2 Co 4,16).
A imagen del Señor y por la acción de su Espíritu: “Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Co 3,18).

c) Es concreta y realista

Cada uno se forma a partir de lo que se nutre.
Se construye en las pequeñas fidelidades de cada día, que son las que mantienen el corazón puro y dócil. Ellas componen la cadena interminable de pequeños “síes” que constituyen la tesitura de una existencia fiel al servir y preparan los 4 ó 5 grandes “síes” que tenemos que pronunciar – a veces sangrando – en nuestra vida.
El Señor nos confía “lo mucho” de la fidelidad definitiva en “lo poco” de nuestra fidelidad cotidiana. “¡Muy bien, siervo bueno!; ya que has sido fiel en lo mínimo, toma el gobierno de diez ciudades” (Lc 19,17).
Las grandes fidelidades se van minando o banalizando poco a poco cuando, por falta de lucidez o de coraje, se han ido deteriorando las fidelidades de cada día: la oración pausada, la vigilancia despierta de nuestra afectividad, la preparación cuidadosa de nuestras intervenciones pastorales, el vigor de la confianza en las personas, la sencillez para comunicar nuestros pecados, el cuidado por recuperar el tono vital y espiritual después de un período difícil.

d) Es agradecida

“Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que se ha consolidado entre vosotros el testimonio de Cristo. Así, ya no os falta ningún don de gracia a los que esperáis la Revelación de nuestro Señor Jesucristo. El os fortalecerá hasta el fin para que seáis irreprensibles en el Día de nuestro Señor Jesucristo. Pues fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su hijo Jesucristo, Señor nuestro.” (1 Co 1,4-9).
Es agradecida porque se es consciente de que la fidelidad, (que el Concilio de Trento llama perseverancia) no puede obtenerse “sin especial auxilio de Dios” (sesión VI, canon 22, Dz 832).
No es cuestión de temperamentos más apacibles, generosos y audaces. No es fruto de voluntades tenaces. Es obra de la Gracia y de la misericordia de Dios. Se siente retratada en las palabras de San Bernardo de Claraval: “mí único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia de Dios es mucha muchos son también mis méritos”.

Pediremos el don de la fidelidad en la oración. Como San Ignacio, diremos “no permitas que me separe de ti”.

María, la Virgen fiel, nos acompaña en esta plegaria.

Un texto bíblico resume todo: 2 Co 1,19-20: “En el Hijo de Dios... no hubo más que 'sí' [fidelidad]. Todas las promesas hechas por Dios han tenido su 'Sí' [su cumplimiento fiel]. Por eso decimos por Él 'Amén' [o sea, el 'si' de nuestra fidelidad] para gloria de Dios”.

Cristo es el “Sí” fiel de Dios a nosotros. Jesucristo es el “Sí” fiel que nosotros damos a Dios.

Porque “lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios” (Lc 18,27).

¡María acogió en limpieza de corazón, docilidad, fidelidad y humildad al Espíritu, que hizo en ella las maravillas que hoy admiramos y agradecemos!

Santa Teresita le decía a su hermana Leonia, que siempre estaba un poco insatisfecha: “la única felicidad en la tierra consiste en esmerarse en encontrar deliciosa la suerte que Jesús nos ha asignado”.

Dostoievsky: “El secreto de una vida lograda está en comprometerse con aquellos que se ama y amar aquello con lo que se está comprometido”.

San Agustín: “Señor, hazme amar lo que me mandas”.

El amor célibe no se seca con los años, no tiene arrugas. Debe ser como el buen vino: cuanto más viejo, mejor. La tercera edad, la del obispo emérito, es la del descanso, no de la inercia, porque hay tanto que hacer, tantos servicios que prestar, tantas manos tendidas, tantos corazones que amar, tantos sufrimientos que escuchar y consolar y tantas alegrías que dar y compartir como ésta de la Asamblea de la Conferencia Episcopal.

Mons. Raúl Scarrone, Obispo Emérito de Florida
Florida, 4 de noviembre de 2009, memoria de San Carlos Borromeo, Obispo

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