sábado, 18 de mayo de 2013

Mensaje Final de la Asamblea del CELAM

MENSAJE DE LA XXXIV ASAMBLEA GENERAL ORDINARIADEL CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO (CELAM)Ciudad de Panamá, 14-17 de mayo de 2013
A los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, agentes de pastoral y pueblo católico que peregrina como Iglesia en América Latina y El Caribe:
1. En este año de la fe, los obispos reunidos en la XXXIV Asamblea Ordinaria del CELAM en Ciudad de Panamá, del 14 al 17 de mayo de 2013, les saludamos con las palabras de san Pablo: «Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro» (1Tim 1,2).
 «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).
2. Llegados de las veintidós conferencias episcopales de América Latina y El Caribe hemos experimentado el cumplimiento de la promesa de Jesús de estar presente en medio nosotros fortaleciendo nuestra comunión fraterna y ardor misionero. Como expresión visible de esta gozosa experiencia entronizamos en el lugar de nuestras reuniones el libro de la Sagrada Escritura para ponernos a la escucha de «lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Ap 2,29; 3,6.13.22). Hemos orado en común y celebrado la Eucaristía, experimentando que Jesucristo ha renovado nuestra identidad eclesial, como hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
3. Decidimos realizar esta Asamblea en Ciudad de Panamá en coincidencia con los 500 años de la fundación de esta diócesis, la primera diócesis en tierra firme en nuestro Continente y que nos ha acogido con gran fraternidad y alegría. Providencialmente también iniciamos nuestra Asamblea exactamente seis años después del comienzo de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y de El Caribe en Aparecida. Recordamos con profunda gratitud a S.S. Benedicto XVI, quien con su discurso inaugural iluminó con sabiduría evangélica el camino de la Iglesia en nuestro Continente.
4. Nuestro encuentro se realizó, además, bajo el signo gozoso y comprometedor del nuevo sucesor de Pedro, el Papa Francisco, un hijo de estas tierras y de esta iglesia latinoamericana. Su recuerdo y el luminoso inicio de su ministerio ha entusiasmado y estimulado constantemente nuestros trabajos en estos días. Este hecho lo interpretamos como un signo de la madurez de nuestra comunidad eclesial continental y como don de Dios que nos exige comprometernos aún más como discípulos y misioneros de Jesús.
«No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes, y los he destinado para que vayan y den fruto y que su fruto permanezca» (Jn 15,16).
5. Conscientes de ser discípulos y pastores, hemos acogido con renovado gozo la llamada gratuita y amorosa del Señor, que haciéndonos sus «amigos» (cf. Jn 15,15) nos ha hecho partícipes de la Verdad y de la Vida del Padre, para que seamos sus testigos y anunciadores en medio del mundo. Dar fruto y fruto que permanezca es parte de nuestra propia identidad, no un añadido a nuestra vocación. Estos frutos son posibles si nosotros permanecemos vinculados por la fe y el amor con Cristo, como los sarmientos unidos a la vid. Son frutos destinados a permanecer y durar pues proceden del mismo Cristo, que a través de nosotros, desea seguir comunicando vida al mundo y vida en abundancia (cf. Jn 10,10).

6. La Iglesia de América Latina, deseosa y comprometida en dar frutos de vida en medio de nuestras naciones, acoge como una orientación evangélica y llena de sabiduría la propuesta programática del Papa Francisco para toda la Iglesia, expresada con tres verbos en la homilía de su primera celebración eucarística como Obispo de Roma, el14 de marzo: caminar, construir, confesar. En esa ocasión afirmó el Santo Padre: «Quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará».

7. Estamos llamados a caminar, sin acomodarnos ni conformarnos con los logros alcanzados, pero tampoco sin dejarnos vencer por las dificultades o por los miedos; caminar dirigiéndonos hacia los hombres y mujeres de hoy, pues «una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga, se enferma en la atmósfera viciada de su encierro» (Carta del Papa Francisco a la 105º Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina, 25.03.13). Estamos llamados a construir la Iglesia, a partir de nuestra vinculación vital con Jesucristo y la fuerza renovadora de su Resurrección: una iglesia, casa y escuela de comunión (cf. Documento de Aparecida, 188), con rostro amable, capaz de dialogar con los hombres y mujeres de hoy, con el mundo y la cultura de nuestro tiempo; una iglesia que contagie la esperanza y la vida que brota del Evangelio; una iglesia en la que todos sus miembros sean corresponsables de su conducción, de su destino y de su misión. Estamos llamados, finalmente, a confesar a Jesucristo, con nuestro testimonio de vida y con nuestra palabra: «El discípulo, a medida que conoce y ama a su Señor, experimenta la necesidad de compartir con otros su alegría de ser enviado, de ir al mundo a anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, a hacer realidad el amor y el servicio en la persona de los más necesitados, en una palabra, a construir el Reino de Dios» (Documento de Aparecida, 278).

«Les he dado ejemplo, para que como yo he hecho con ustedes, lo hagan también ustedes» (Jn 13,15).

8. En el Cuarto Evangelio Jesús, durante la Útima Cena, lavó los pies a los discípulos (Jn 13,1-15), acción simbólica y profética que expresaba en un gesto sencillo lo que había sido la vida y el ministerio de Jesús y lo que sería su muerte como acto extremo de amor por la humanidad. Jesús se comprendió a sí mismo y su obra como enviado del Padre, como «servicio», como entrega de amor y cercanía misericordiosa y solidaria con la humanidad, con cada hombre y mujer, sobre todo con los más pobres, sufrientes y excluidos. Quiso además que este gesto, que expresa deseo de servicio, de amor y humildad se convirtiera en actitud inspiradora y distintivo fundamental para sus discípulos, reunidos en la Iglesia como signo y sacramento de salvación e instrumento de unidad del género humano entre sí y de los seres humanos con Dios (cf. Lumen Gentium, 1).

9. Hemos tomado conciencia y reflexionado sobre los graves problemas de nuestros pueblos, entre los cuales señalamos: el deterioro de la institucionalidad democrática, el avance de un modelo económico que favorece la concentración de la riqueza en pocas manos, decisiones legislativas contrarias a valores morales, diversas expresiones de violencia que atentan contra la dignidad humana y la convivencia pacífica. Ante la urgencia de tales retos, acogemos con renovado compromiso el deseo de llevar adelante la Misión Continental, en solidaridad con quienes más sufren, como Jesús lo ha enseña y el Papa Francisco lo está recordando, «proyectándonos necesariamente hacia las periferias más hondas de la existencia» (cf. Aparecida, 417).

10. Creemos que es indispensable para la nueva evangelización, concebida en nuestro continente como misión permanente, en primer lugar, inspirarnos en el mismo estilo de Jesús: «En el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida. Hoy contemplamos a Jesucristo tal como nos lo transmiten los Evangelios para conocer lo que Él hizo y para discernir lo que nosotros debemos hacer en las actuales circunstancias» (Aparecida, 139). Debemos estar convencidos de que «la fuerza de este anuncio de vida será fecunda si lo hacemos con el estilo adecuado, con las actitudes del Maestro» (Documento de Aparecida, 363).

11. En segundo lugar, a la luz del evangelio y del estilo evangelizador del Papa Francisco, es necesario que, sin descuidar los grandes proyectos evangelizadores de las distintas iglesias locales, anunciemos y testimoniemos a Jesucristo con «una actitud permanente que se manifieste en opciones y gestos concretos» (Documento de Aparecida, 397). No basta el anuncio verbal. Hay que hacer vida y dar cuerpo al Evangelio a través de acciones, de «gestos», que hagan transparente la presencia del Señor. Nos lo ha enseñado el mismo Jesús, nos lo han testimoniado los numerosos santos y mártires de nuestro Continente y nos lo está mostrando en modo fascinante el Papa Francisco. En el mundo de hoy, para poder evangelizar en modo eficaz, hay que privilegiar «los gestos», hay que «dar un testimonio de proximidad que entraña cercanía afectuosa, escucha, humildad, solidaridad, compasión, diálogo, reconciliación, compromiso con la justicia social y capacidad de compartir, como Jesús lo hizo» (Documento de Aparecida, 363).

12. Que la Virgen María, amada y celebrada en Panamá como Santa María La Antigua, nos ayude a vivir y servir como discípulos misioneros, iluminados y fortalecidos con la Palabra de Dios. A Ella encomendamos a nuestros jóvenes para que en la próxima Jornada Mundial de la Juventud, a realizarse en Rio de Janeiro, vivan un encuentro personal y vivificante con su hijo Jesucristo. En estos días cercanos a la fiesta de Pentecostés, Ella, como modelo de discipulado y madre de la Iglesia, ore con nosotros y por nosotros, ayudándonos a vivir disponibles a la novedad y libertad del Espíritu Santo que guía a la Iglesia y la conduce a la verdad completa (cf. Jn 16,13).

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