En la oración de esta Misa, le decíamos
al Señor: “Concédenos alegrarnos en la fiesta del Apóstol Santo Tomás”.
Este gozo para nosotros hoy está multiplicado por el recuerdo de los 200
años del nacimiento de quien fue capaz de llenar de la alegría de
Cristo el Uruguay entero.
¡¡¡¡El cristianismo es alegría!!!!!
Esta afirmación del Beato Juan Pablo II me viene al corazón en este día,
en esta santa catedral de Montevideo, que fue la sede de Mons. Jacinto
Vera, y donde sus restos esperan la resurrección final.
Es la alegría de la fe!!!!
“¡Señor mío y Dios mío!”, es
la exclamación del Apóstol, cuando el Señor Resucitado le muestra
las llagas gloriosas de la pasión, transformadas en piedras preciosas,
por la acción del Espíritu Santo. De ese modo el apóstol de la duda
pronuncia la más hermosa expresión de fe.
No estamos solos, abandonados, perdidos, ¡El Señor está con nosotros!
Cuando hace 200 años, en un barco
proveniente de las Islas Canarias con varias familias que venían a
probar mejor fortuna a este lado del Atlántico, llegó la hora de dar a
luz a Josefa Durán, la joven esposa de Gerardo Vera, seguramente estos
padres creyentes se habrán animado con palabras de fe: “El Señor está
con nosotros.” “¡Señor mío y Dios mío!” Ese mar que durante siglos había
sido llamado “tenebroso”, fue el sitio elegido por el Señor para que
esta buena mujer cristiana diera a luz a Jacinto… Nos la imaginamos en
la ansiedad de la hora… pero la confianza en la providencia de Dios le
habrá dado serenidad y paz. Qué alegría alumbrar, en esas condiciones, a
un hijo sano, que se unía así a sus tres hermanos mayores. Teniendo
como primera patria el océano, Jacinto fue bautizado en la isla de Santa
Catalina, en una iglesia que lleva el título de “Nuestra Señora del
Destierro”, casi como una premonición de lo que le tocaría vivir años
después al Vicario Apostólico del Uruguay. La Virgen que va desterrada a
Egipto junto a José y al Niño Dios. Allí recibió el hijo de Gerardo y
Josefa, en las aguas del Bautismo, el don de la fe y la vida eterna.
La alegría de la fe es la alegría del pueblo cristiano. “Ustedes
– decía la primera lectura- ya no son extranjeros ni huéspedes, sino
conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”. El
pueblo cristiano conoce que “toda tierra extraña le es patria y que
toda patria le es extraña”. Y un cristiano, amando el suelo donde nace,
se sabe, en todas partes, en la tierra de su Padre, viviendo así la
alegría profunda de ser HIJO, “conciudadano de los santos y miembro del
pueblo de Dios”
Decía un sacerdote amigo al Cura Rural de Bernanos: “Voy
a definirte un pueblo cristiano explicándote su réplica contraria. Lo
opuesto a un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos.”
La familia Vera Durán llegó a destino en
tierra oriental después de unos años de permanencia en Brasil porque
nuestro suelo se encontraba en medio de las luchas de la
independencia. Se instalan en Maldonado, luego será en Toledo. Jacinto
aprenderá el duro trabajo campesino, una vida austera y sacrificada,
pero también el consuelo de ver los frutos del trabajo familiar, el
sencillo gozo de ganarse el pan de cada día.
El Uruguay al que se integraban no era
ciertamente un pueblo triste ni de viejos. Tenía las contradicciones de
una patria que nacía en medio de muchas dificultades. El Uruguay
criollo del siglo XIX, con toda la problemática de un país en ciernes,
dividido por las guerras y por los ejércitos de los vecinos que nos
robaban dignidad y territorio, era también un país de promisión. Un
Uruguay donde la población se multiplicó por 14 en 70 años, una tierra
que atraía emigrantes hasta ser llamada la “California del sur”… Esta
patria en formación, en continuo progreso, a pesar de las dificultades y
divisiones que vivía, era básicamente cristiana.
Si la Iglesia no tuvo en nuestra tierra
la fuerza que en otras regiones de América, por su pobreza, por la
escasez de clero, por la ausencia durante años de vida religiosa, por la
falta de un obispo, el ambiente de cristiandad permeaba a sus
habitantes, que vivían entonces una religiosidad sencilla. Por otro
lado, la Constitución del Estado de 1830 había sido escrita como decía
en su proemio: “En nombre de Dios Todopoderoso, Supremo Legislador del
Universo…”
En ese contexto Jacinto formará su
carácter de joven cristiano. A los 19 años, participando en unos
ejercicios espirituales oirá la llamada del Señor a seguirlo en la
vocación sacerdotal. Para una familia campesina de escasos recursos era
difícil que un hijo pudiera costearse los estudios para poder acceder
al sacerdocio, pero allí se encontraba la voluntad indomable de Jacinto,
su confianza en la Providencia. Contó con el apoyo de sus padres y
hermanos que veían con alegría la vocación de un hijo. El Presbítero
Lázaro Gadea le enseñará latín y humanidades. A caballo iba Jacinto
desde la chacra familiar de Toledo hasta la Parroquia de Peñarol. Con
penetrante inteligencia absorbía esa formación primera que lo
encaminaba al altar.
En su preparación no faltaron vicisitudes
diversas, como la leva del ejército y su posterior licenciamiento,
cuando sus jefes se enteraron que ese “soldado que leía libros”, quería
ser sacerdote. Por fin, en Buenos Aires, después de estudiar en el
colegio de los jesuitas, es ordenado sacerdote y celebra su primera Misa
el 6 de junio de 1841.
Jacinto experimentó entonces la alegría de ser “tomado de entre los hombres para ser constituido a favor de los hombres en las cosas que a Dios se refieren” (Hb 5,1)
Conocerá ahora la alegría del
apóstol… ésa que está reflejada en la expresión pascual del evangelio de
hoy: “¡Hemos visto al Señor”
A lo largo de su vida apostólica como
cura en la Villa de Guadalupe de Canelones, como Vicario Apostólico y
Obispo, el Siervo de Dios manifestó siempre esa alegría
de corazón. Esa alegría que viene de Dios, que es el sello de la
presencia del Espíritu Santo. Dice el Padre Lorenzo Pons, su primer
biógrafo: “estaba siempre de buen humor, conservaba la serenidad e
intrepidez de que Dios le dotara, y andaba entre peligros seguros y
ciertos sin que el temor anidara en su pecho animoso…”
Esta alegría anidaba en “ese pecho
animoso que no conocía el temor”, tenía la parresía del apóstol que es
audaz cuando se trata de anunciar el evangelio. En una de las misiones
se cuenta que se habían complotado entre varios para arruinar la
predicación. Azuzaron a algunos y en la noche se había formado un gentío
que insultaba y profería amenazas. En la casa donde se hospedaban Vera y
los misioneros, el miedo se iba apoderando de todos, menos de Jacinto.
El Obispo se mantenía calmo, dice Pons: “Quieto y sereno pidió que
le trajesen un palo de los que había en la cocina para hacer fuego;
dispuso que se retiraran todos los de la casa al fondo de ella; hizo
apagar las luces y que se abriera la puerta, quedándose él en el patio.
Con esto conocieron los alborotadores que el Obispo no era hombre maula,
como llaman los paisanos de esta tierra al cobarde, y que en el caso de
verse acometido por ellos, sabría sacar buen ánimo y esfuerzo (…)
Aquellos guapos encogieron las alas, se les fue la pasión y alteración
del cerebro y se apaciguó el bullicio pudiendo continuarse los
ejercicios y funciones de la misión hasta terminarla tranquilamente”
Alegre, sereno, porque confiado en la Providencia de Dios y también valiente por educación y por gracia.
Vayamos a su propio testimonio.
El momento quizás más doloroso de su vida fue cuando, por defender los
derechos de la Iglesia frente al gobierno que pretendía ejercer un
supuesto derecho de patronato, es desterrado. El entonces Vicario
Apostólico escribe una carta pastoral y la firma antes de embarcarse
hacia Buenos Aires. Allí dice: “Al obedecer en ese concepto la
ordenación de nuestro gobierno, que nos intima al destierro o
expatriación… obedecemos marchando a cumplir aquél mandato por más
inmotivado que nos parezca sin llevar una sola gota de hiel en el
corazón, sin que nos acompañe otra pena que los males de nuestra
Iglesia, y así que por eso no dejamos de sobreabundar en gozo, en razón de que padecemos, no por nuestra causa, sino por la causa de Jesucristo” (8 de octubre de 1862)
Ésta es la talla de los santos. En los momentos de cruz se vive el gozo de vivir y sufrir por Cristo.
Éste es nuestro Siervo de Dios. Es aquel
que al ser nombrado Vicario Apostólico acepta, pero escribe después al
Santo Padre: que Su Santidad “no olvidase que había nombrado de
Vicario Apostólico en Montevideo a un pobre sacerdote sin luces, sin
experiencia y con pocas virtudes, y con sólo buenos deseos. Estos
Santísimo Padre, estarán, Dios mediante, siempre en acción, acaso
desacertados; pero no dudo serán considerados con la benignidad que
caracteriza al actual Padre común de los fieles”
Esos buenos deseos, mociones del Espíritu Santo, habían transformado a ese “pobre sacerdote sin luces”
en un apóstol valiente, defensor de los derechos de la Iglesia,
instruidísimo en el derecho canónico, pero que además sentía el gozo de
sufrir por Cristo y por la Iglesia: “no dejamos de sobreabundar en gozo”…
No fue fácil el tiempo en Buenos Aires,
supo de traiciones, de algunos que jugaron a sus espaldas. Su humildad,
por ser verdadera, estaba unida al coraje, a la defensa de su postura
como Vicario, que era la forma de custodiar como padre solícito, a la
misma Iglesia y su dignidad.
Esta alegría propia de los mártires, es
la que brota de la única fuente: el Corazón de Jesús que se sabe amado
por el Padre. Jacinto se identifica así con Cristo Jesús, con ese
Sagrado Corazón al que consagrará la República el 4 de junio de 1875 y
especialmente a los niños con una concentración de 6.000 chicos en esta
misma Catedral dos años después.
Esta alegría mantenida incluso en
momentos de tensión o de cruz era espontánea y chispeante y se
manifestaba en un constante buen humor. Dice su primer biógrafo: “En
el episcopado acabó de revelar su alma candorosa, su corazón
caritativo, su genio chispeante, su inagotable buen humor y una índole
sencilla y bondadosa”
Cuando recibe a los primeros salesianos
que venían enviados por Don Bosco, es ésta una de las características
que el entonces Padre Lasagna describe en una hermosa carta al fundador
de los salesianos: “Mons. Jacinto Vera … habla y conversa con una
hilaridad que nunca cansa. Ya sentado junto a nosotros, ya paseando por
la sala después que percibió que se había ganado nuestra confianza, no
cesaba de provocar con cien preguntas al pobre Adán que (…) se
esforzaba por sacar a relucir sus conocimientos de lengua española,
despertando tanta alegría que el grupo se deshacía de risa”.
Este gozo es la alegría del amor. Amor
a los pobres, a los que daba hasta su ropa, a los que visitaba en sus
propias casas, a los que socorría en las necesidades. Amor a los
enfermos, manifestado especialmente en la epidemia de cólera de 1869
cuando el pueblo vio al Vicario, ya consagrado obispo, recorriendo las
calles, atendiendo personalmente a los enfermos y organizando a los
voluntarios que llenos de coraje se animaban a asistir a aquellos que
más necesitaban.
Es la alegría del amor para atender a
los heridos de nuestras guerras civiles. Cuando la heroica defensa de
Paysandú no le permiten entrar en la ciudad sitiada, y se instala en la
isla donde muchos pobladores se habían refugiado. Una isla que a partir
de entonces se llamará “de la Caridad”.
Es el amor a su clero,
por el que se desvivió. Se lo puede llamar con justicia padre del clero
nacional. Una de sus mayores alegrías fue la fundación del Seminario.
Acompañó a los sacerdotes en dificultad y perdonó de corazón a aquellos
que lo habían traicionado. Procuró su formación especialmente a través
de los ejercicios espirituales y enviando a varios a completar sus
estudios en Roma.
Es el amor a la Iglesia,
a su Esposa, a la Iglesia de Montevideo que nació de su mano, con la
erección del Obispado, que tenía como jurisdicción el Uruguay entero.
Amor a la Iglesia universal, al Papa, al que tuvo el gozo de visitar,
por el que recorrió valientemente la Roma invadida por las tropas
garibaldinas, para expresarle su aliento. Mons. Vera fue en aquel año
1870 padre conciliar del Concilio Vaticano I, votando convencido a favor
de la infalibilidad pontificia.
Amor a los laicos que
fue preparando para el “combate de la fe” y con los que fundó el Club
Católico, primicia de la organización de nuestro laicado, e impulsó con
ellos la prensa católica.
Amor a la vida religiosa.
Procuró la llegada de varias órdenes y congregaciones. Protegió a las
Hermanas Salesas y del Huerto que ya se encontraban entre nosotros.
Confió el Seminario a la Compañía de Jesús, alentó la llegada de los
Vascos, de los Capuchinos , de los Salesianos, de las Hermanas
Vicentinas, Dominicas, Buen Pastor, Salesianas…
Jacinto triunfará por María
Había aprendido en su hogar la devoción a la Santísima Virgen.
Era devoto de la Virgen del Carmen pero especialmente de la Dolorosa.
Al crear su escudo como Vicario Apostólico puso el corazón de María
traspasado por la espada y a sus lados un jacinto y una palma,
significando: Jacinto triunfará por María.
La Virgen lo acompañó a lo largo de sus
caminos, de sus misiones, que le hicieron recorrer tres veces el Uruguay
entero, en tiempo de caballo y diligencias, por caminos que apenas
existían, cruzando ríos y arroyos donde aún no había puentes. Viviendo
austeramente, pasando de la predicación al confesonario, celebrando
casamientos, confirmando a miles de paisanos.
Como dijo Juan Zorrilla de San Martín: “Me parece que con Mons. Vera se santificará nuestro Uruguay querido, a quien él amó tanto y sirvió y evangelizó. Nadie lo ha querido más que él; nadie lo ha servido más”.
Es la alegría de este momento eclesial
Decía la primera lectura de la Misa: “Ustedes
están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los
cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo.”
En su Providencia Dios ha querido
regalar a nuestra Iglesia en el Uruguay, el sólido cimiento apostólico
de un obispo santo. ¡Qué base firme para trabar esta construcción en la
piedra angular que es Cristo y edificar así el templo santo de Dios!
Si miramos nuestro presente, percibimos
que este bicentenario lo estamos viviendo en un momento intenso de la
vida de la Iglesia.
La sorpresa que ha sido para todos la
renuncia del papa Benedicto y la feliz irrupción del Espíritu con la
elección del Papa Francisco, nos llena de esperanza. Cuando el Santo
Padre describe al Pastor que tiene en su corazón, parecería que
estuviera describiendo la vida de este buen pastor que el Señor puso
como primer obispo del Uruguay, Padre de nuestra Iglesia, cimiento
apostólico de este templo santo.
Decía hace pocos días el Papa Francisco a
los Nuncios de todo el mundo, reunidos en Roma, en un discurso que,
como lo subrayó, fue escrito por él mismo:
“En la delicada tarea de llevar a
cabo la investigación para los nombramientos episcopales, estad atentos a
que los candidatos sean pastores cercanos a la gente: este es el primer
criterio. (…) Que sean padres y hermanos, que sean mansos, pacientes y
misericordiosos; que amen la pobreza, interior como libertad para el
Señor, y también exterior como sencillez y austeridad de vida; que no
tengan una psicología de «príncipes». Estad atentos a que no sean
ambiciosos, que no busquen el episcopado; (…) Que sean capaces de
«guardar» el rebaño que les será confiado, o sea, de tener solicitud por
todo lo que lo mantiene unido; de «velar» por él, de prestar atención a
los peligros que lo amenazan; pero sobre todo capaces de «velar» por el
rebaño, de estar en vela, de cuidar la esperanza, que haya sol y luz en
los corazones; de sostener con amor y con paciencia los designios que
Dios obra en su pueblo. (…)”.
El Siervo de Dios Jacinto Vera parece descrito en este discurso
del Papa Francisco. Veló por su pueblo hasta último momento, muriendo
en plena misión apostólica en Pan de Azúcar. Que siga velando por
nosotros, por este Iglesia santa. Que vivamos la alegría de la fe, la
alegría apostólica, el gozo de sabernos amados por el Padre en el
Corazón de Jesús y de María.
Y que para gloria de Dios y alegría del pueblo cristiano podamos verlo pronto entre los santos. Así sea.
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