jueves, 21 de septiembre de 2017

Un jornal de Gloria (Mateo 19,30 - 20,16)





“Durante la semana pasada, y sin considerar los quehaceres del hogar ¿Trabajó usted al menos una hora?”
Esa es la primera pregunta que se hace en las encuestas para determinar si una persona está ocupada, desocupada o inactiva. Si contesta que sí, se le considera ocupada. Una hora trabajada en la semana es el mínimo que considera la OIT, Organización Internacional del Trabajo, para decir que una persona tiene trabajo.
Todos sabemos que hay momentos en que el trabajo escasea y los desocupados abundan.  Mal momento para quienes están desocupados y para sus familias.
El Evangelio de este domingo nos ubica en un contexto como ése.

Nos ubica también en un tiempo de trabajo zafral: la vendimia, la cosecha de la uva. En la tierra de Jesús eso tenía lugar desde mediados de setiembre a mediados de octubre, en el otoño del hemisferio norte.
La gente que quería trabajar se ubicaba en la plaza. Allí llegaban los dueños de los viñedos, temprano en la mañana y contrataban a los que llegaran primero. Había una larga jornada por delante.
El pago de esa jornada de trabajo era un denario. El denario, de donde viene nuestra palabra “dinero”, era una moneda de plata, con la efigie del César, porque esto sucedía dentro del Imperio Romano. Con esa moneda se podía comprar una medida de trigo o tres de cebada para hacer pan. Y así se alimentaba una familia.
“el Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envió a su viña.”
Hasta aquí todo es normal. Obreros contratados para la jornada, desde el comienzo, a un denario por día. Pero la historia continúa y sucede algo extraño. El dueño del viñedo vuelve a la plaza, a distintas horas del día y sigue contratando gente.
“Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros desocupados en la plaza, les dijo: "Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo". Y ellos fueron.
Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo.”
Cinco veces, en total, contando la primera, el dueño fue a buscar obreros. Cinco veces. La última vez hace una pregunta que, de alguna manera, nos explica lo que está haciendo:
“Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: "¿Cómo se han quedado todo el día aquí, sin hacer nada?" Ellos le respondieron: "Nadie nos ha contratado". Entonces les dijo: "Vayan también ustedes a mi viña".”
Lo que suena extraño es que el dueño parece más preocupado en llenar su viñedo de obreros que en su cosecha; más preocupado de darle trabajo a todos, a todos esos que están desocupados, que del tiempo efectivo de trabajo que harán.
Pero todavía falta el giro más sorprendente.
    “Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros".
Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo, protestaban contra el propietario, diciendo: "Estos últimos trabajaron nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada".
    El propietario respondió a uno de ellos: "Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿Acaso no tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?".”
Sorprendentemente, el trato es igual para todos: reciben la misma paga los que soportaron el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada, como los que trabajaron apenas una hora. Apenas una hora… como pregunta la encuesta que mencionábamos al principio; pero su familia tiene que comer. Una moneda de un as, la décima parte de un denario, aún dos ases, no alcanzarían… el dueño entrega el valor completo del jornal a todos sus obreros. ¿Por qué lo hace?

En primer lugar porque es justo. Al que le pide un pago mayor, le recuerda lo que habían acordado:
“no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario?”
A los demás, que han trabajado menos, les paga lo mismo, como hoy se paga el salario a un trabajador enfermo, una pensión al que se ha quedado incapacitado, una pensión a la viuda e hijos chicos, un subsidio a los que han quedado desocupados, una indemnización al que ha sido despedido…

En segundo lugar, el dueño de la viña hace esto, simplemente, porque es bueno. “¿por qué tomas a mal que yo sea bueno?” dice el dueño a uno de los que protestan.
“Que yo sea bueno”: detrás del dueño de la viña, como en otras parábolas de Jesús, aparece la figura del Padre bueno, que hace salir el sol y hace llover sobre justos y pecadores.
Jesús ha iniciado esta parábola diciendo “el Reino de los Cielos se parece a…” No se trata aquí solamente de una cuestión de justicia social… hay mucho más en esa bondad de Dios.
Jesús anuncia a Dios como Padre bueno. Descubrir ese rostro de Dios, creer en Él, confiar en Él, puede ser la experiencia más liberadora que se pueda imaginar; la fuerza más grande para vivir y para dar la vida.

Esta es la Gran Noticia revelada por Jesús. Dios nos da su salvación, nos hace participar en su Gloria -el “jornal de gloria” que menciona la canción- no por nuestros supuestos derechos o méritos, sino por su misericordia. “A jornal de gloria no hay trabajo grande”: nada de lo que podamos hacer por Dios es tan grande que nos merezca ese jornal. Dios, increíblemente bueno, nos regala incluso lo que no merecemos.

Alguno podría pensar que esta manera de entender la bondad de Dios llevaría a una vida irresponsable y arbitraria, a un “vale todo”. No es así. La experiencia de la bondad de Dios tiene que inspirar nuestras relaciones y nuestra convivencia. Sería terrible… a veces sucede y es terrible, recibir la bondad y la misericordia de Dios sin que eso nos haga buenos y misericordiosos. Como en la parábola de los dos deudores, que escuchamos el domingo pasado, lo perderíamos todo. No entendimos nada. Al contrario, si hemos llegado a darnos cuenta de lo grande, de lo inmenso de la bondad y la misericordia de Dios para con nosotros, podemos llegar a ser buenos y misericordiosos como el Padre.

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