viernes, 14 de diciembre de 2018

Tercer Domingo de Adviento - Alégrense siempre en el Señor (Filipenses 4,4)







En el año 1963 una compañía de seguros de los Estados Unidos atravesaba un momento difícil. Muchos trabajadores temían perder su empleo. Algunos entraron en depresión. La compañía decidió hacer una campaña interna para levantar los ánimos.

La empresa pidió algo nuevo: sonreír. Sonreír en el trabajo, sonreírse entre compañeros, sonreír a los clientes y hasta sonreír hablando por teléfono. Para animar a todos a hacer ese gesto, se contrató a un diseñador gráfico llamado Harvey Ball.

En diez minutos, Ball dibujó un círculo amarillo, colocó allí dos óvalos negros como ojos y una amplia sonrisa debajo. Así nació Smiley, esa carita que fue apareciendo en pegotines y camisetas y desde hace años está presente en las computadoras y en los teléfonos. A ella se fueron agregando otras similares con diferentes emociones.

Sonreír hace bien, tanto para quien sonríe como para los demás, que muchas veces se sorprenden a sí mismos devolviendo la sonrisa. Hay extensos estudios sobre eso. Pero… ¿se puede programar la sonrisa? ¿se puede pedir a la gente que esté siempre alegre? Una sonrisa artificial, forzada, se nota… una alegría que es solo exterior, pero que no está en el fondo del corazón, no se sostiene... ¿Cómo encontrar la verdadera alegría?

Este tercer domingo de adviento tiene un nombre particular: es el domingo “Gaudete”, domingo de la alegría. “Gaudete” significa en latín “alégrense”. Esa exhortación está tomada de la carta de San Pablo a los Filipenses, en el pasaje que se lee este domingo y que comienza así:
Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. (Filipenses 4,4)
¿Cómo entender estas palabras? Nos ayudaría mucho leer el resto de la carta que, por otra parte, es breve. Allí veremos el especial cariño que Pablo sentía por esta comunidad de la ciudad de Filipos. Era una comunidad muy humilde que, sin embargo, con muchos sacrificios ayudó más de una vez a Pablo y a su equipo misionero. A Pablo no le gustaba mucho recibir regalos y ayudas, porque esas cosas crean compromisos y quitan libertad; pero aceptaba la ayuda de los Filipenses porque no le importaba quedar atado a ellos, precisamente porque ellos formaban esa comunidad pobre y fervorosa. Pablo llega a decirles que ellos son la única Iglesia con la que tiene abierta una cuenta de “debe y haber” (4,15) y en esa cuenta Pablo se pone como deudor.

Pablo escribe la carta en un momento muy difícil para él. Cuatro veces habla de sus cadenas. “Me hallo en cadenas por Cristo”, dice. Las dificultades no vienen sólo por estar preso a consecuencia de anunciar el Evangelio. Pablo sufre por algunas cosas que no han andado bien entre los mismos cristianos. Habla de rivalidad, hipocresía, vanagloria, maldad, falsedad; de otros que pretenden también anunciar el Evangelio, pero, en realidad, solo buscan sus propios intereses y no los de Cristo.

Pero toda la carta está sazonada con alegría. “Ruego con alegría por todos ustedes”. “Cristo es anunciado y esto me alegra y seguirá alegrándome”. Le pide a los filipenses que “colmen su alegría”, viviendo unidos en el amor, en el mismo sentir. Llega a decir que aunque su sangre fuera derramada -lo que no sucederá todavía- se alegraría por ellos y les pide que se alegren con él. Les envía un colaborador muy querido para que se llenen de alegría y lo reciban con alegría; y dos veces les dice “alégrense en el Señor” (3,1 y 4,4).

La alegría de Pablo, entonces, no es alegría superficial, de fachada, que solo esconde amarguras… es una alegría profunda, que se impone por sobre los padecimientos. ¿De dónde viene esa alegría? En primer lugar, de su fe, de su relación con Cristo. Pablo se ha entregado totalmente a la causa de Jesús. Vive para Él, para hacerlo conocer, para anunciar su Evangelio.

En segundo lugar, su alegría surge al ver lo que sucede cuando la gente cree en Jesús, cuando la gente llega a tener una fe auténtica, como esa comunidad de los filipenses. La fe no es poner a Dios a mi servicio. Es ponerme al servicio de Dios. No es buscar la forma en que Dios responda a mis intereses, sino buscar la forma de servir a los intereses de Dios.

Pasemos ahora al Evangelio. Hay un contraste. Juan el Bautista no parece un personaje muy alegre, con su estilo de vida austero y su severidad. Sin embargo, en el anuncio de su nacimiento, el ángel Gabriel había dicho que su llegada sería motivo de gozo para muchos, porque vendría a preparar para Dios un pueblo bien dispuesto.

¿De qué forma se prepara un pueblo bien dispuesto? Con un cambio de actitud -conversión- y recibiendo el bautismo como un signo de ese cambio.
Un cambio de actitud es dejar el egoísmo y practicar la misericordia con el pobre y necesitado:
«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto.»
Eso vale para todos, pero algunos soldados y publicanos le preguntan algo más específico:
«Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»
Uno esperaría que Juan les dijera que dejaran sus oficios, sobre todo los publicanos, colaboradores del imperio romano y considerados por todos como pecadores. Sin embargo, Juan responde:
«No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo.»
Esas son las actitudes que les pide para disponerse a recibir la salvación de Dios.

El relato concluye diciendo que Juan,
...por medio de muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.
El Evangelio, como el Papa Francisco suele repetir, es portador de alegría, una profunda alegría que nos da el encuentro con Jesucristo, que cambia el corazón, que cambia nuestra relación con Dios y con los hermanos.

Ahora, cada uno de nosotros puede hacerse esa pregunta: ¿qué debemos hacer? ¿qué cosas tenemos que cambiar para llevar una vida honrada? ¿Dónde y con quién estamos llamados a vivir la misericordia?

Que Dios nuestro Padre nos ayude a vivir en fidelidad este tiempo de espera para que podamos festejar con alegría la venida de Jesús y alcanzar el gozo que nos da su salvación.

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