viernes, 3 de enero de 2020

“La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1,1-18). II Domingo del tiempo de Navidad.






Hay quienes se preguntan si de verdad existió, o si fue solo una leyenda: ¿Quién fue, realmente, Jesucristo?

Fuera de los evangelios y de las cartas de san Pablo, poco se dice de Jesús de Nazaret.
Escribe Flavio Josefo, historiador Judeo Romano:
... apareció Jesús, un hombre sabio, si es que es correcto llamarlo hombre, ya que fue un hacedor de milagros impactantes, un maestro para los hombres que reciben la verdad con gozo, y atrajo hacia Él a muchos judíos y gentiles. Era el Cristo.
El historiador romano Tácito:
Cristo sufrió la pena máxima durante el reinado de Tiberio a manos de uno de nuestros procuradores, Poncio Pilato.

¿Quién es Jesucristo? Al profesar nuestra fe, los creyentes decimos:
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios.
¿Cómo llegamos a creer y afirmar esto?

Un punto de partida para entender quién es Jesús es la promesa y la espera de un salvador.
El Pueblo de Israel recibió de Dios esa promesa, que se fue plasmando a lo largo de siglos en los 46 libros que componen lo que solemos llamar “Antiguo Testamento”, mejor llamado libro de la Primera Alianza, primera parte de la Biblia. Estos escritos hablan del Mesías, del Servidor sufriente de Dios y del Hijo del hombre.

Mesías, palabra hebrea, significa “ungido”, que en griego se traduce “Cristo”. Se ungía con aceite a los hombres elegidos por Dios para una misión, como los reyes y los sacerdotes. Los profetas eran considerados ungidos directamente por el Espíritu Santo.

El profeta Isaías dedica varios pasajes a hablar del “servidor sufriente de Yahveh”, el servidor de Dios, que, a través de su propio sufrimiento, salvaría a los hombres.

Con lenguaje “apocalíptico” el libro de Daniel presenta la figura de un misterioso “Hijo del hombre” que vendrá desde el Cielo para juzgar a la humanidad y establecer su Reino.
De esas tres formas se anuncia el salvador que Dios enviaría a su tiempo.

En época de Jesús, la gente estaba con esa expectativa. Se anhelaba profundamente la llegada del Salvador. No faltaban quienes se autoproclamaban Mesías y eran seguidos por algunos discípulos, hasta que se ponía en evidencia que ninguno de ellos era el enviado.

Cuando hoy leemos el Evangelio desde la fe, tenemos como telón de fondo la muerte y resurrección de Cristo; lo vemos como Señor, Hijo de Dios …
Tratemos por un momento de ponernos en la piel de la gente del tiempo de Jesús. Había grupos con distintas esperanzas respecto al Mesías: fariseos, saduceos, zelotes, esenios… por otro lado, estaba la gente sencilla del pueblo, llevando muchas veces una existencia dolorosa, con sus enfermedades, sus pesares, su marginación. Es esa multitud que pronto sigue a Jesús, que se compadece de ellos “porque andan como ovejas sin pastor”: perdidas, hambrientas, sedientas, dolientes…
Para todos, Jesús aparece como hombre, no como Dios. Sus palabras y sus obras despiertan la pregunta ¿será el Mesías?

Tras la muerte y resurrección de Jesús, los discípulos van a comenzar a comprender en profundidad quién es aquel que ha sido su Maestro: es el Hijo de Dios.
En las primeras generaciones cristianas hubo diferentes maneras de entender esa afirmación.
Algunos, los adopcionistas, consideraron que Jesús fue un hombre como todos, adoptado por Dios para que en él actúe la fuerza divina y realice la salvación.
Otros, al revés, los docetistas subrayaron su aspecto divino: Jesús era Dios con aspecto humano, como disfrazado de hombre. Su sufrimiento en la cruz habría sido solo apariencia.

¿Qué dicen los evangelios? Las comunidades creyentes en las que nació cada uno de los evangelios fue recibiendo la revelación sobre la identidad de Jesús y fue comprendiendo progresivamente quién es Él.

Marcos, el evangelio más antiguo, subraya fuertemente la humanidad de Jesús y no nos relata nada sobre su origen divino, aunque en el primer versículo dice:
Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios.
Sin embargo, es impresionante escuchar, nada menos que en el momento de su muerte, la profesión de fe del centurión romano que exclama
“¡verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!
En los evangelios de Mateo y Lucas vemos un mayor equilibrio entre humanidad y divinidad, a través de numerosos detalles.

Este domingo leemos de nuevo el prólogo del evangelio según san Juan. Allí tenemos la afirmación más clara y fuerte de la divinidad y, a la vez, de la humanidad de Jesús.
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.

“La Palabra era Dios”. Esa Palabra es el Hijo de Dios, que existe desde la eternidad, junto al Padre Dios y al Espíritu Santo. Es, pues, una persona divina, una persona espiritual. Ahí no se habla todavía de ningún rasgo humano. Unos versículos más abajo, Juan dice:
La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.

Esa Palabra eterna del Padre, ese Hijo de Dios que existía desde la eternidad, “se hizo carne”. Se “encarnó”, decimos nosotros. Es el misterio de la “encarnación” del Hijo de Dios. En Paraguay hay una ciudad que tiene ese bonito nombre: “Encarnación”, en recuerdo de ese aspecto fundamental de la fe cristiana.

Ahora bien… ¿por qué “carne”? ¿por qué no decir más simplemente “se hizo hombre”? En el lenguaje bíblico, “carne” es una palabra que designa al ser humano, todo el ser humano (no solo su cuerpo) marcando sobre todo su debilidad, su fragilidad, como dice el salmo:
…carne, un soplo que se va y no vuelve más. (Salmo 78,39)

Al decir que “la Palabra se hizo carne”, el evangelista nos está señalando que Jesús asumió nuestra humanidad, lo que incluye el hecho de ser mortal. Haciéndose hombre, el Dios inmortal, el Dios eterno, se hace mortal. Es tal vez por eso que somos especialmente sensibles a las representaciones de Jesús crucificado. Aunque creemos en el Resucitado, la cruz nos recuerda hasta dónde llegó el amor de Cristo al hacerse uno de nosotros.

No puedo terminar sin llamar la atención sobre el versículo siguiente:
Habitó entre nosotros.
Algunos lo traducen como “acampó entre nosotros”, “puso su tienda entre nosotros”. En aquel pueblo de pastores, que vivió durante siglos armando y desarmando sus carpas, la presencia de un Dios que “acampa” en medio de su Pueblo, que se hace vecino, que comparte la precariedad de la existencia, anticipa la plenitud del amor que se dará en su entrega en la cruz.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.   

No hay comentarios: