miércoles, 5 de febrero de 2020

Sal de la tierra, luz del mundo (Mateo 5,13-16). V Domingo del Tiempo durante el año.






Según la Organización Mundial de la Salud, las enfermedades cardiovasculares son una de las principales causas de muerte en el mundo. También en el Uruguay. En esas enfermedades, la hipertensión arterial es un importante factor de riesgo. El menor consumo de sodio reduce significativamente la tensión arterial en los adultos. El sodio no solo se encuentra en la sal de mesa, cloruro de sodio, sino también en gran variedad de alimentos naturales y, en cantidades mucho mayores, en los alimentos procesados. El retiro de la sal y los condimentos salados de la mesa de los restaurantes y las etiquetas que advierten sobre el exceso de sodio en los alimentos buscan hacer más saludable nuestra vida. Se trata de no exceder los 5 gramos diarios de sodio.

La sal común es hoy considerada un enemigo del hombre, pero conoció épocas gloriosas… fue tan valiosa que llegó a utilizarse como forma de pago y así quedó en la palabra latina salarium, de donde deriva la nuestra: salario. Su valor no era solo dar sabor, sino también su utilidad en la conservación de alimentos. Uruguay tuvo saladeros de carne, que fueron sustituidos por los frigoríficos, que hicieron posible la conservación y el transporte en frío.
“Ustedes son la sal de la tierra”
dice hoy Jesús a sus discípulos. Una pequeña cantidad de sal realza el sabor. El exceso no solo es dañino para la salud, sino que mata el sabor propio de cada alimento, al punto que ya no es posible reconocerlo. La misión de los discípulos de Jesús es, como la sal, dar sabor, un particular sabor a la vida.
Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres, 
continúa diciendo Jesús. La sal no pierde su sabor, pero es el sabor lo que le da valor. Si lo perdiera, ya no serviría para nada.

¿Cuál es el sabor que aportan los discípulos a la tierra?
Hace muchos años, en Francia, un grupo de universitarios, entre los que se encontraba una uruguaya, visitó el monasterio trapense de Nuestra Señora de las Nieves, en Ardèche. El monje que los recibió les presentó la rutina diaria de la comunidad, con sus tiempos de oración, trabajo, comidas y descanso. Todo cuidadosamente pautado. Mientras los jóvenes intentaban imaginar esas jornadas aparentemente tediosas, tan diferentes a las suyas, el monje los sorprendió diciendo: “Aquí no hay un día igual al otro. Yo nunca me aburro. No dejo de sorprenderme cada mañana”. En aquella vida que parecía rutinaria e insípida, él sabía encontrar cada día lo extraordinario, descubrir los signos de Dios que llaman a la gratitud, a la conversión o simplemente a la alabanza. Su vida estaba llena de sabor y su testimonio fue la pizca de sal que alegró la jornada de aquellos estudiantes.

Una pizca, un poquito… algo parecido decía sobre el testimonio una voluntaria de Pastoral de la salud que visitaba frecuentemente un hospital. “La fe la llevo como un perfume -decía-. Si una se perfuma demasiado, el olor es invasivo y provoca rechazo. En cambio, si una se pone la cantidad justa, el aroma llega suavemente y otra mujer te pregunta “¿qué estás usando?”. Puede ser que la imagen sea femenina, pero no olvidemos que san Pablo le decía a los Corintios
“somos el buen olor de Cristo” (2 Corintios 2,15).
La luz que brilla en las tinieblas es un tema recurrente en la Palabra de Dios. De hecho, la luz aparece al comienzo mismo del relato de la creación del mundo, en los primeros versículos de la Biblia:
En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios:
«Haya luz», y hubo luz. (Génesis 1,1-3)
La Pascua de Israel, la intervención liberadora de Dios que ocurrió en la noche, es celebrada en luna llena, que brilla en la oscuridad. Dice el salmo:
«Toquen la trompeta por la luna nueva, por la luna llena, que es nuestra fiesta» (Salmo 80, 4).
Dios mismo es anunciado como luz:
Dios es luz, y no hay tinieblas en él. (1 Juan 1,5)
Jesús se manifestó a sus discípulos diciendo:
Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida. (Juan 8,12)
Por eso impresiona que Él nos diga ahora
Ustedes son la luz del mundo.
Los discípulos estamos llamados a ser en este mundo la luz de Cristo. ¿Cómo podemos hacer esto?
Jesús sigue explicándose, con dos imágenes muy distintas: la ciudad y la lámpara.
No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa.
Para los oyentes de Jesús, la ciudad construida sobre el monte fácilmente se identifica con Jerusalén. Dice el salmo:
Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios,
su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra: (Salmo 48,2-3)
La iglesia, la comunidad de los discípulos de Jesús, es la Nueva Jerusalén.
Allí donde hay una comunidad, por pequeña que sea, está la Iglesia, puesta (y expuesta) a la vista de todos.
Los miembros de un grupo, de una comunidad eclesial de base, de un movimiento, de una capilla, de una parroquia, de una diócesis, tenemos que preguntarnos ¿cómo puede mi comunidad ser luz?
No se trata de brillar en forma vacía, por apariencias exteriores (Jesús es muy duro con los que hacen las cosas “para ser vistos”) sino ser una comunidad que irradie luz por la forma en que vive y celebra su fe. Una comunidad que recibe y sale al encuentro, una comunidad atenta y solidaria con lo que sucede entre sus miembros y en el mundo al que ha sido enviada.

La imagen de la lámpara que se pone en el candelero, una imagen hogareña, nos sugiere otra forma u otro espacio para ser luz: en nuestra vida personal, en nuestras relaciones humanas. La comunidad no puede iluminar si, en su vida cotidiana, sus miembros ocultan la luz que han recibido. Jesús concluye:
Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.
En esas obras brilla la luz. La primera lectura, del profeta Isaías, es orientadora:
si ofreces tu pan al hambriento
y sacias al que vive en la penuria,
tu luz se alzará en las tinieblas
y tu oscuridad será como el mediodía.
Amigas y amigos, todos podemos ser sal y luz de la tierra, a partir de nuestro encuentro con Jesús, Luz del Mundo. Dejémoslo entrar en nuestra vida. Busquémoslo en el Evangelio, en los sacramentos, en la comunidad.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

Ver también el comentario publicado en 2007 (ciclo A)
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