lunes, 12 de octubre de 2020

Nuestra Señora del Pilar - Homilía en la fiesta patronal diocesana


En el año 1795, cuando se fundó la ciudad de Melo, se dispuso un terreno para que se hiciera allí una capillita que, desde el principio, estuvo dedicada a la Virgen del Pilar.
La capilla fue un humilde ranchito donde se congregaban los melenses para rezar o para participar de la Misa cuando algún sacerdote cruzaba por el pago.
En 1804, el obispo de Buenos Aires, Mons. Benito Lué, estuvo en visita pastoral. Al año siguiente creó aquí una parroquia, que abarcaba lo que es actualmente la extensión de la diócesis, es decir, los departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres. A partir de allí comenzó a haber al menos un sacerdote estable para la atención de los habitantes de ese territorio.

La Virgen del Pilar nos llegó desde España, donde es la patrona y tiene su santuario en Zaragoza, donde se formó una de las primeras comunidades cristianas de la península Ibérica.
Una antigua tradición cuenta que, en el año 40, el apóstol Santiago se encontraba predicando en España, en los comienzos de la evangelización. El apóstol estaba teniendo dificultades; se sentía desanimado y tentado de abandonar la tarea y buscar otros rumbos.
Cuando estaba en medio de esas serias inquietudes, la Virgen María, que estaba aún en su vida terrena, es decir, antes de la Asunción, se le apareció, de pie, sobre un pilar y lo animó a seguir anunciando el Evangelio. Al retirarse la aparición, el pilar quedó allí.
Esa tradición es el origen del santuario de Zaragoza.

Estamos en el último trimestre de 2020. Un año que ha trastocado la vida de la humanidad. Hace poco, en cifras oficiales, se superó el millón de muertos por COVID-19 en todo el mundo. Más de 34 millones de personas han cursado la enfermedad. Cada día sigue habiendo casos nuevos en varios países, incluido el nuestro. La pandemia sigue presente.
Los números pueden alarmarnos o marearnos… pero cuando pensamos en nuestros familiares, amigos, vecinos, compañeros de estudio o de trabajo o simplemente conocidos nuestros, los números dejan de serlo para volverse rostros queridos, rostros cotidianos, que queremos seguir viendo alrededor de nosotros. Por eso, seguimos cuidándonos y cuidando unos de los otros.
Ha sido un tiempo de incertidumbre, en el que muchos proyectos personales y colectivos quedaron sin efecto o fueron postergados sin fecha. Algunos eventos se suspendieron, se volvieron a programar… y se volvieron a suspender. En las actividades que se reanudaron ha quedado una sombra de duda y una sensación de precariedad.

La salud es una preocupación particularmente importante, porque no se trata solo del riesgo del coronavirus, sino de cómo la pandemia complicó la atención de salud en general. Algunos de ustedes mismos me han compartido sus peripecias para lograr ver a un especialista y poder recibir un tratamiento adecuado. Otros han compartido su tristeza, su soledad, sus sentimientos de impotencia…
Muchos que contaban con lo que consideraban un trabajo seguro, se vieron de pronto en la inestabilidad… reducción de la jornada, suspensión de actividades, seguro de desempleo… pero ¿qué decir de quienes salían cada día a buscar su jornal y encontraron que, aunque siguieran saliendo, era ahora más difícil conseguir una changa?
En la educación, muchos padres y alumnos se preguntan cómo terminará este año lectivo, si no será un año perdido, más allá de soluciones administrativas que se puedan dar.
Extrañamos la efusividad con que solíamos saludarnos… hemos vuelto a tener “hambre de abrazos” especialmente en momentos de desconsuelo.

En nuestras comunidades hemos extrañado la Eucaristía presencial, que significa poder recibir el cuerpo de Cristo y celebrar con los hermanos. También nos han faltado otras formas de encuentro y convivencia.

Pero no todo ha sido preocupación y tristeza.
Tenemos que dar gracias a Dios por muchas cosas buenas que surgieron en los corazones en este tiempo de prueba.
La mayoría de los uruguayos asumió la necesidad, no solo de cuidarse a sí mismos, sino de cuidar también de los demás, por el bien de todos.
La solidaridad se manifestó de manera inmediata y creativa, sobre todo para que a nadie le faltara el pan cotidiano.
Muchas familias atendieron muy especialmente a sus miembros mayores, encontrando formas de comunicación y de encuentro virtual cuando no se podía visitarlos.

No solo los niños y adolescentes se adaptaron a nuevas formas de enseñanza, sino que muchos tuvimos que aprender: tanto tradicionales tareas hogareñas que nunca habíamos realizado, como perder el miedo a la tecnología y manejar nuevas aplicaciones en los teléfonos.

Desde la Iglesia buscamos también la forma de mantener a la comunidad en contacto, utilizando las redes sociales y otros medios para transmitir celebraciones y charlas de formación.
Los centros de educación católica, al igual que las demás instituciones educativas, buscaron la forma de llegar a los alumnos y sostener el aprendizaje.
Las obras sociales vinculadas a la Iglesia, como muchas otras de la sociedad civil, también mantuvieron actividades a distancia en su campo de educación no formal, pero fueron, además, canales de distribución de ayuda a las familias de los niños, adolescentes y jóvenes.

Mirando hacia atrás, uno no puede dejar de pensar que en nuestra diócesis podríamos haber hecho mucho más; que podríamos haber tenido desde el principio una actitud más decidida, animándonos a hacer todo lo que fuera realmente posible dentro del marco de cuidado… creo que nos quedamos, como muchos, en actitud de espera, a ver qué pasaba, a ver cuándo se podía volver a la normalidad. Una normalidad que, ahora lo vemos, ya no será la que conocíamos.
No podemos volver atrás, pero podemos aprender de lo vivido, recuperar la experiencia y mirar con esperanza hacia delante.

El domingo 4 el papa Francisco dio a conocer su encíclica Fratelli tutti, “hermanos todos”. En ella tenemos unas pistas para releer el tiempo en el que todavía estamos peregrinando; sobre todo, para poner en alto el valor principal que nos ha mostrado este tiempo de pandemia: el valor de cada vida, el valor de cada persona humana.

Ese valor se reconoce viviendo la solidaridad. Nos dice Francisco: “La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás. El servicio es «en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo». “El servicio mira el rostro del hermano”, lo toca, lo siente prójimo, padece con él.
¿Cómo podemos hacer esto realidad?
Cada uno puede realizarlo en su vida, mirando a quienes tiene alrededor, viendo a quién puede ayudar; pero también estamos llamados a vivirlo como Iglesia, como comunidad.
En un mensaje que hice a comienzos de la pandemia, yo decía que la Iglesia está allí donde está cada cristiano. Donde alguien actúa como cristiano, allí está la Iglesia y, más aún, allí está Cristo haciéndose presente.
La comunidad es un aspecto fundamental de la vida cristiana. Ahora mismo, mirando esta Misa por los diferentes medios por los que se transmite, estamos dispersos…
Volvamos a participar en la Eucaristía presencialmente, tanto como sea posible.
Volvamos al encuentro de la comunidad; no simplemente a estar juntos dentro del templo, sino en el espíritu de aquella primera comunidad cristiana donde todos “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Los creyentes vivían unidos y tenían todo en común” (Hch 2,42.44).

Volvamos ahora el corazón hacia nuestra madre, que quiere animarnos en nuestra marcha, como hizo con el apóstol Santiago.
María hizo su camino guardando las cosas que vivía y meditándolas en su corazón (cf. Lucas 2,19). Ella aprendió a leer en cada acontecimiento la manifestación de Dios. Con ella, aprendamos a reconocer la presencia del Señor y a atesorar cada uno de esos momentos como rayos de luz que iluminan nuestra vida: que iluminan cada dolor, cada desconcierto, cada alegría. Son luces que podemos compartir y descubrir a otros.
Dejémonos mirar por nuestra Madre. Pongámonos al amparo de su ternura. Que en María encontremos el consuelo y el bálsamo que cura las heridas, el abrazo que reconcilia a los hermanos y la salida, sin demora, para responder a las necesidades materiales y espirituales de cada persona. Así sea.

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