jueves, 22 de octubre de 2020

"El mandamiento más grande" (Mateo 22,34-40). Domingo XXX durante el año.

“Todo lo que necesitas es amor”, cantaban los Beatles, allá por el año 67… ¿Qué quiere decir eso? ¿Todo lo que necesitas es que te amen, ser amado? ¿Todo lo que necesitas es amar…? Amar y ser amado parece ser lo que todos necesitamos… Sin embargo, ser amado, más allá de lo que hagamos buscando merecer o ganar el amor de otras personas, en definitiva, es siempre algo que tenemos que esperar, que esperar que se produzca, para sentir y recibir ese amor que otras personas nos tienen.
En cambio, si se trata de amar, de dar amor, eso solo puede partir de cada uno de nosotros. No se trata solo de un sentimiento, un impulso que llega y se apodera de uno… el amor es también “querer”, no en el sentido de querer algo para mí, sino en el sentido de decidir, de poner mi voluntad… amar es también una decisión, una decisión profunda, que cambia mi manera de conducirme en la vida con las personas que quiero amar y que verdaderamente amo.

Por eso el amor puede plantearse como un mandamiento: porque no puede cumplirse un mandamiento si no tenemos libertad, si no tenemos capacidad de decisión.
Dios no dicta su ley, sus mandamientos, en un marco de imposición; como si dijera: “yo soy Dios, esto es lo que ustedes tienen que hacer y punto”.
La Ley de Dios, su núcleo original, lo encontramos en los diez mandamientos. Dios los entrega a Moisés en el marco de una alianza que hace Dios con el pueblo de Israel.

Dijo Yahveh a Moisés: «Consigna por escrito estas palabras, pues a tenor de ellas hago alianza contigo y con Israel».
Moisés estuvo allí con Yahveh cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber agua. Y escribió en las tablas las palabras de la alianza, las diez palabras. (Éxodo 34,27-28)
Así se encamina la alianza prometida por Dios de esta manera:
“Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Éxodo 6,7).

“Yo seré su Dios” es el compromiso de Dios de velar por su pueblo; “ustedes serán mi pueblo” significa ser el pueblo que vive según los mandamientos de Dios. En el marco de la alianza, la Ley rige la vida de Israel. Cumplir los mandamientos es ser fiel a la alianza; no cumplirlos es quebrar ese pacto con Dios.

Si bien “las palabras de la alianza, las diez palabras” están en el centro de la Ley de Dios, a ellas se fueron sumando muchos más mandamientos, hasta llegar al elevado número de 613: 248 positivos y 365 prohibitivos. La inmensa mayoría de ellos están contenidos en la Torah, la ley, es decir, los cinco primeros libros de la Biblia y otros se encuentran dispersos en los demás escritos.
La Ley se convirtió en una espesa selva de preceptos que no todos conocían y que muchos no practicaban en su totalidad. ¿Hay, acaso, un mandamiento que debe ser considerado el principal, aquel que, de alguna manera, sea el fundamento de todos los otros?

Esa es la pregunta que se le plantea a Jesús en el evangelio de este domingo. Recordemos que Jesús viene siendo puesto a prueba por todos aquellos que están molestos con sus enseñanzas: fariseos, herodianos, saduceos…

Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»

Muchos maestros de la Ley se hacían esa pregunta. Las respuestas eran variadas. Algunos consideraban que esa pregunta no era pertinente. La Ley debía ser conocida y cumplida en forma íntegra, en todos sus mandamientos. Jesús mismo enseña a no menospreciar los pequeños mandamientos de la Ley:

Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos. (Mateo 5,19)
Sin embargo, notemos que Jesús pone los “mandamientos más pequeños” en otra perspectiva: la del Reino de Dios que Él ha venido a anunciar, llevando la Ley a su cumplimiento perfecto, que no es únicamente exterior, por fuera, sino de verdad, de corazón.
No piensen que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. (Mateo 5,17)
Otros maestros consideraban que el principal mandamiento estaba en aquel principio compartido por otras culturas y religiones, el conocido como “la regla de oro”. Lo encontramos en el libro de Tobías:
“No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan” (Tobías 4,15)
En el Talmud Babilónico, el maestro Hillel, del siglo primero antes de Cristo, enseña:
“Lo que es odioso para ti no lo practiques con tu prójimo.
Esto es toda la ley; lo demás es mero comentario”.
Jesús retoma la regla de oro, pero la expresa en forma positiva:
“todo cuanto ustedes quieran que les hagan los hombres, háganlo también ustedes a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas” (Mateo 7,12)
No faltaban quienes consideraban como principal mandamiento el referido al sábado. Una parte importante de la santificación del séptimo día se daba por medio del descanso. Era una norma liberadora, que incluía el descanso de los servidores y hasta de los animales de trabajo. Sin embargo, esto llevaba a plantear una casuística extremadamente detallada sobre lo que se podía y lo que no se podía hacer sin violar el descanso sabático.
Un día sábado, los fariseos vieron a los discípulos de Jesús arrancar unas espigas y comer los granos, y se lo señalaron al Maestro:
«Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado» (Mateo 12,2).
Jesús no menosprecia el sábado, pero hace ver que antes del sábado está el bien y la vida de las personas:
«¿Quién de ustedes que tenga una sola oveja, si ésta cae en un hoyo en sábado, no la agarra y la saca? Pues, ¡cuánto más vale un hombre que una oveja! Por tanto, es lícito hacer el bien en sábado». (Mateo 12,11-12)
También había quienes opinaban que el principal mandamiento era el referido al amor a Dios: amar a Dios sobre todas las cosas. Por allí comienza la respuesta de Jesús:
Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento».
Jesús toma estas palabras del libro del Deuteronomio
Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh.
Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza.
Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy.
Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas. (Deuteronomio 6,4-9)
Este texto era la profesión de fe que los israelitas solían rezar cada día. Tal como está indicado, es uno de los textos que, aún hoy, los judíos observantes llevan inscriptos en correas de cuero que se atan en el brazo izquierdo (“las atarás a tu mano como una señal”) y en una cajita que se coloca delante de la frente (“serán como una insignia entre tus ojos”). Estas correas con las llamadas filacterias, de las que tanto se preciaban los fariseos y que les vale el reproche de Jesús:
Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto (Mateo 23,5)

En esa profesión de fe en un Dios único está el fundamento y principio del precepto que nos manda amar a Dios.
¿De qué se trata amar a Dios? ¿Sentimientos, emociones? ¿rezos, oraciones, alabanza, actos de adoración? Se trata de amar a Dios con todo nuestro ser, de manera absoluta, es decir, no como algo importante entre otras cosas importantes de nuestra vida, sino como el único absoluto.

Amar a Dios es reconocerlo como la fuente de nuestra existencia, como el origen de todo lo bueno que hay en nuestro ser. De Él venimos y hacia Él vamos. “Porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17,28). Reconocerlo como nuestro fin supremo, el fin al que deben tender todas nuestras fuerzas. Amar a Dios es orientar nuestra vida hacia Él, de manera que cada aspecto de nuestra vida se ordene hacia Él; aún esas pequeñas cosas, los “mandamientos más pequeños” que mencionaba Jesús. Todo esto, desde lo más profundo de la persona: con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu.

Este es el mayor y el principal mandamiento porque sin su observancia no es posible cumplir todos los demás. Sin este amor a Dios, cae todo lo que pretendamos hacer en su nombre. Los profetas denunciaron con fuerza un culto vacío de este amor, haciendo resonar la voz de Dios que clama:
Déjense de traerme ofrendas inútiles (…) ¡ya no soporto más sacrificios ni fiestas! (…) Cuando rezan con las manos extendidas, aparto mis ojos para no verlos… (Isaías 1,13.15)
¿Qué es lo que provoca ese enojo de Dios frente a los sacrificios y oraciones? ¿Qué es lo que le hace sentir el desamor de esos creyentes?
«… aunque multipliquen sus plegarias, no las escucharé, porque veo la sangre en sus manos.
(…) dejen de hacer el mal y aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano y defiendan a la viuda» (Isaías 1,15.17)
El amor a Dios se verifica en el amor al prójimo. Dios no acepta las ofrendas y oraciones de quienes se presentan ante Él como creyentes, pero viven haciendo el mal y desentendiéndose de su hermano. Por eso, la respuesta de Jesús se completa con una segunda parte, indicando otro mandamiento:
«El segundo es semejante al primero:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
Jesús cita ahora el libro del Levítico (19,18). Este versículo completa una serie de mandatos referidos al prójimo, que comienzan (19,9) con una indicación que puede llamar la atención: dejar siempre algo sin cosechar en el campo o en el viñedo “para el pobre y el forastero”, es decir, para que pueda recogerlo alguien que esté en necesidad.
Luego presenta una lista de todo aquello que no se le debe hacer al prójimo: robar, mentir, estafar, abusar del trabajador, burlarse del discapacitado, difamar, odiar, vengarse…
Así concluye este pasaje:
No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh. (Levítico 19,18)
“amarás a tu prójimo como a ti mismo” es la síntesis de todas las indicaciones previas.
San Pablo le da una especial fuerza a ese precepto, escribiendo a los Gálatas:
«Toda la ley se cumple en una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gálatas 5, 14)
Y a los Romanos:
… el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no darás falso testimonio, no codiciarás y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: amarás a tu prójimo como a ti mismo. (Romanos 13,8-9)
“Amarás a tu prójimo” trae todavía una pregunta, que encontramos en labios de un maestro de la ley en el evangelio de Lucas (Lucas 10,25-37), texto paralelo al del evangelio de este domingo:
“¿Quién es mi prójimo?” (Lucas 10,29).
Jesús responde con la parábola del buen samaritano, dando un giro a los términos de la pregunta. Efectivamente, el maestro de la ley había preguntado “Quién es mi prójimo”. La respuesta de Jesús podría haber sido, como conclusión a la parábola, “tu prójimo es el herido del camino, es decir, cualquier persona necesitada que encuentres en la vida”. Sin embargo, al final de la parábola, Jesús invita a sacar la conclusión por medio de esta pregunta:
«¿Cuál de estos tres te parece que se comportó como prójimo del que cayó en manos de los salteadores?»
El maestro de la Ley respondió: «El que practicó la misericordia con él». (Lucas 10,36-37)
De acuerdo con esto, el prójimo es aquel del que yo me hago prójimo, aquel con quien me comporto como prójimo, respondiendo al llamado de su situación de necesidad.
No hay que entenderlo como si yo eligiera a mi prójimo, actuando así con algunos y descartando a otros. La persona necesitada que encuentro en mi camino es mi prójimo. La decisión que tengo que tomar, si quiero cumplir el mandamiento, es la de actuar como prójimo o, por el contrario, seguir de largo.

En su encíclica Fratelli Tutti, el papa Francisco, partiendo de la parábola del buen samaritano, vuelve sobre esta discusión para plantear la fraternidad universal (capítulo 2, 56-62), sin dejar de subrayar que esa fraternidad viene de una convicción que comparten otras confesiones religiosas, como quedó expresado en su declaración conjunta con el Gran Imán de Abu Dabi, citada en la encíclica:
Dios «ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos». (FT 5, Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, Abu Dabi, 4 febrero 2019)
La fuente de la fraternidad humana está en el Creador. Sin Él, la fraternidad se desestructura, no tiene fundamento… se cae. Se forman las grietas y se levantan los muros que dividen.
Los creyentes pensamos que, sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad. Estamos convencidos de que «sólo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros». Porque «la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad». (FT 272)
Amigas y amigos, busquemos en nuestro corazón al que es la fuente de la vida de cada persona que viene a este mundo. Busquemos al Padre creador, padre misericordioso, que quiere reunir en su amor a todos sus hijos e hijas. Desde ese encuentro, miremos a los demás, redescubriéndolos como hermanos y hermanas, más allá de todas nuestras dificultades y tensiones. Busquemos con ellos, nuestros prójimos, los caminos del reencuentro fraterno.
Gracias por su atención. Sigamos cuidándonos unos a otros. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

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