viernes, 7 de octubre de 2022

“Levántate y vete, tu fe te ha salvado” (Lucas 17,11-19). Domingo XXVIII durante el año.

Amigas y amigos, seguimos entrando en este mes de las misiones. El Papa Francisco nos llama a ser Iglesia en salida; pero también tenemos que ser Iglesia abierta para recibir al que llega. Y así le sucede a Jesús en el evangelio de este domingo:

Salieron al encuentro de Jesús diez leprosos (Lucas 17,11-19)
Posiblemente hoy en día no llegamos a darnos cuenta de todo lo que significaba ser leproso en tiempos de Jesús.
Todos sabemos que es una terrible enfermedad, aún en nuestros días, con todos los avances del cuidado de la salud con que contamos. Tenemos que imaginarnos lo que podría significar dos mil años atrás. Además, en aquellos tiempos, se entendía por lepra toda afección de la piel más o menos permanente. Pero aún entendiendo e imaginando eso, todavía no llegamos a hacernos una idea.
La lepra, cuanto más avanzaba, iba deformando el cuerpo y particularmente el rostro de la persona. Se volvía un ser repulsivo, “alguien ante quien se aparta el rostro” (Isaías 53,3) como dijo el profeta Isaías del servidor sufriente, que prefigura a Jesús en su pasión.
El libro del Levítico, Antiguo Testamento, establecía una serie de normas para el leproso: 
La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: «¡Impuro, impuro!» Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento. (Levítico 13,45-46)
Las normas de pureza eran muy importantes para los israelitas del tiempo de Jesús (muchas siguen vigentes para los israelitas religiosos de hoy). Recordemos que una vez le reprocharon a Jesús que sus discípulos “comían con las manos impuras”, es decir, con las manos sin lavar… lavarse no era un simple acto de higiene; era un acto religioso, una purificación. Pero el leproso no quedaba purificado aunque se lavara: si no desaparecía la afección de la piel, seguía estando impuro.
Pero si no alcanzara ya con la enfermedad, la apariencia horripilante y la situación de impureza, algo aún más terrible se agrega a la situación del leproso: se considera que esa enfermedad y todo lo que conlleva es castigo por sus pecados. 
La creencia en una vida eterna y un juicio final no estaba clara para muchos israelitas, aún en el tiempo de Jesús. Muchos creían que Dios hacía su justicia en esta vida, bendiciendo al que obraba bien y castigando al que actuara mal. Y un típico castigo por el pecado era la enfermedad. Aún los discípulos de Jesús participaban de esa mentalidad, y por eso, en una ocasión, viendo a un ciego de nacimiento, le preguntaron a Jesús:
«Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». (Juan 9,2)
Lo que estaba en discusión era de quién había sido el pecado, pero la ceguera no podía ser otra cosa que un castigo divino.
Entonces: leproso, repulsivo, impuro… y pecador, apartado de los hombres y apartado de Dios…
De un grupo de hombres como éstos llega a Jesús un grito de súplica:
«¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» (Lucas 17,11-19)
El grito surge del grupo. Hay entre ellos una cierta solidaridad: son compañeros de desgracia y se unen para presentar su ruego. No busca cada uno la salvación por su lado, sino para todos.
La respuesta de Jesús es de una sencillez extraordinaria, pero con un sobreentendido no tan evidente para nosotros. Todo lo que les dice Jesús es:
«Vayan a presentarse a los sacerdotes» (Lucas 17,11-19)
No los está enviando a los sacerdotes para que ellos los curen, sino para que, de acuerdo a las normas, certifiquen que están curados y que pueden volver a integrarse a su familia y a su comunidad. 
La curación se producirá ni bien se pongan en marcha: ponerse en camino significa haber entendido el sentido de las palabras de Jesús, haber creído que cumpliendo su indicación quedarían purificados.
Todo podría haber terminado aquí, pero…
Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás glorificando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
Ante esto, Jesús dice:
«¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gloria a Dios, sino este extranjero?» (Lucas 17,11-19)
Notemos bien qué es lo que lamenta Jesús respecto a los que no volvieron. No se trata de haber sido o no haber sido agradecidos con él. 
El samaritano volvió glorificando a Dios. 
Jesús subraya que solamente él volvió para dar gloria a Dios.
La expresión “dar gloria a Dios” está en relación al mismo misterio de Dios: siempre podemos entenderlo un poco más, pero nunca alcanzamos a abarcar todo lo que significa.
Pero podemos entender qué es dar gloria a Dios a partir de lo que le sucede a este hombre. Ha tenido hasta el momento una vida espantosa, si es que se le puede llamar vida. Ha sido como un muerto que camina: muerto para su familia, para la sociedad, y considerado muerto para Dios.
Pero no estaba muerto para Dios. Dios lo ha sanado, lo ha purificado, le ha quitado todos sus estigmas y lo ha devuelto a los suyos. En suma, ha experimentado la acción salvadora de Dios.
Para él, dar gloria a Dios es reconocer todo eso con gratitud: Dios lo ha salvado. Ha conocido el amor de Dios, ha conocido su misericordia. Dar gloria a Dios es proclamar la obra que Dios ha realizado en él. Eso ha sido posible, porque él ha tenido fe, ha confiado en Dios, ha abierto su vida a la acción salvadora de Dios. Por eso Jesús le dice:
«Levántate y vete, tu fe te ha salvado» (Lucas 17,11-19)
Y esto no debería detenerse. 
A partir de este acontecimiento de salvación, la vida de este hombre está llamada a seguir glorificando a Dios. Todo el bien que haga en adelante, será una forma de glorificar a Dios con su vida. No lo hará solamente con sus palabras, recordando ese hecho que lo ha marcado profundamente, sino también con sus gestos, aún las acciones cotidianas. Desde esa perspectiva podemos entender las palabras de san Pablo a los Corintios:
Sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios (1 Corintios 10,31).
La historia del leproso nos invita a volver sobre nuestra vida, a recordar o a tomar conciencia de la presencia de Dios y de su acción salvadora en ella y, entonces, tanto personal como comunitariamente glorificar a Dios viviendo y actuando con pureza de corazón.

En esta semana

  • El martes 11 de octubre recordamos al papa san Juan XXIII. Convocó el Concilio Vaticano II. Creó la diócesis de Canelones y nombró a su primer obispo, Mons. Orestes Santiago Nuti. Tal vez deberíamos pensar en agregar su patrocinio a alguna parroquia o capilla de la diócesis.
  • Miércoles 12, Nuestra Señora del Pilar, patrona de la diócesis de Melo y del barrio la Pilarica de Las Piedras. Recuerdo que un 12 de octubre, hace 20 años, en Paysandú, junto a Mons. Daniel Gil, obispo de Salto, inauguramos una capilla dedicada a ella, en la parroquia Sagrado Corazón de Jesús.
  • Sábado 15, Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia. Gran reformadora de la orden carmelitana, maestra de vida espiritual.
Amigas y amigos: feliz domingo, buena semana y que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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