Queridos hermanos y hermanas:
“Convocad a la asamblea, reunid a la gente”, dice el Señor, por boca del profeta Joel. Y aquí estamos: hemos respondido a ese llamado y estamos reunidos para emprender juntos el camino de la Cuaresma, con la imposición de las cenizas.
Cada uno de nosotros ha de tener sus propios motivos para pedir perdón, para hacer penitencia. Es que nadie escapa en su vida a la realidad del pecado, lo quiera reconocer o no.
El pecado, en sus muchas formas y en sus diferentes niveles de gravedad, daña, rompe, la relación de cada uno de nosotros con Dios, con sus hermanos, consigo mismo y con la Creación.
La relación con Dios. Nuestras faltas nos alejan del Padre: rompen o al menos debilitan nuestra filiación, es decir, nuestra relación amorosa de hijos e hijas con el Padre Dios, ante quien, como dice San Pablo, hemos de doblar nuestras rodillas, pues de él “procede toda paternidad” (cf. Efesios 3,14-15).
La relación fraterna. Nuestros pecados dañan, deterioran o aún rompen, nuestra fraternidad, nuestros vínculos de hermanos y hermanas llamados a vivir en el amor. Destrozan los puentes de solidaridad. A una comunidad fragmentada por las rivalidades, escribe san Pablo: “que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Corintios 1,10)
Con nosotros mismos. Nuestras faltas nos dividen interiormente. Se instala dentro de nosotros el conflicto de quien quiere servir de corazón al Señor, pero al mismo tiempo se confronta con su debilidad, sus incoherencias, sus caídas. Como decía el apóstol: “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Romanos 7,19).
Con la Creación. Nuestros yerros dañan también el resto de la Creación, nuestra Casa Común, con todas las demás criaturas; nos enfrenta a esta tierra que hemos sido llamados a cultivar y cuidar. Esta “creación que gime” -y cito de nuevo a San Pablo- “aguardando la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8,19).
Frente a esa realidad de ruptura, de división, que en mayor o menor medida está presente en nuestra vida; frente a esa manera de actuar que se opone al proyecto del Padre, el tiempo de Cuaresma nos llama a acercarnos comunitariamente a Dios, aceptando los caminos que se nos ofrecen para volvernos, de corazón, a Él y a los hermanos.
Cada uno de nosotros puede hacer “en lo secreto”, como nos lo propone Jesús en el Evangelio de hoy, esos gestos que pautan un camino de conversión: privarnos del alimento, intensificar la oración, compartir nuestros bienes con los hermanos más necesitados.
Sin embargo, recibir juntos, públicamente, estas cenizas, como signo de penitencia, nos ayuda a recorrer solidariamente el camino de conversión. También aquí nos exhorta San Pablo: “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Gálatas 6,2).
Obrando de esa manera, no estaremos solos en el camino, porque no sólo el Señor nos acompaña, sino porque caminaremos juntos, como hermanos, como Pueblo suyo, como familia suya a la que Él ha venido a salvar.
En estos próximos domingos, Jesús será nuestro guía. (I) Él nos fortalecerá para que podamos vencer al maligno y crecer en fidelidad al proyecto del Padre. (II) Junto a los discípulos, subiremos con Jesús al monte de la transfiguración para contemplar su rostro glorioso y escuchar con Él la voz del Padre. (III) Lo contemplaremos purificando el templo y confiaremos en ser también nosotros purificados, esperando que esta vez no deba él usar el látigo. (IV) Reconoceremos el don del Padre, que ha entregado a su propio Hijo por nosotros y por nuestra salvación, por la salvación del mundo. (V) Renovaremos nuestra esperanza en la Resurrección, contemplando el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar muchos frutos.
Que a través de la penitencia y la práctica de las buenas obras, nos mantengamos fieles a los mandamientos del Señor, para llegar interiormente renovados y consolidados como comunidad a celebrar juntos las fiestas de Pascua. Así sea.
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