Avanzamos en nuestro camino de Cuaresma, preparándonos a la Semana Santa, celebración del gran misterio de la fe cristiana: la Pascua; la muerte y resurrección de Cristo.
El domingo pasado escuchamos al evangelista Marcos decirnos, muy escuetamente, que “el Espíritu llevó a Jesús al desierto, donde fue tentado por Satanás durante cuarenta días”. El pasaje concluye con un breve resumen de la predicación de Jesús, en el que destaca la palabra: “conviértanse”; un llamado que tiene especial significación en la Cuaresma. Convertirse, cambiar de mentalidad, cambiar de vida, dejar de hacer el mal y caminar por la vida como Jesús, que “pasó haciendo el bien”.
Este domingo nos lleva a otro escenario. Dejamos el lago de Galilea, donde Jesús comenzó a predicar y llamó a sus primeros discípulos, y nos trasladamos a un monte, que suele identificarse con el Tabor.
Jesús ha provocado un desconcierto entre sus discípulos, porque…
… comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días (Marcos 8,31)
La fama de Jesús estaba creciendo. La gente estaba convencida de que Él era el Mesías… pero el Mesías que ellos esperaban: un liberador del dominio de los romanos. Jesús, en cambio, se identifica con el Servidor de Dios, el Siervo sufriente, anunciado por el profeta Isaías, que llega para salvar, no sólo al Pueblo elegido, sino a toda la humanidad por medio de su sacrificio redentor.
La incomprensión de la gente respecto a la misión de Jesús y la confusión de sus propios discípulos, que no entienden qué sentido tiene un Mesías maltratado y condenado a muerte, llevan a Jesús a tomar una decisión:
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos.Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. (Marcos 9,2-3)
¿Por qué hace eso Jesús? La Iglesia nos lo explica en el prefacio de este domingo:
Él mismo, después de anunciar su muerte a los discípulosles reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa,para que constara, con el testimonio de la Ley y los Profetas,que, por la pasión, debía llegar a la gloria de la resurrección.(Prefacio del II domingo de Cuaresma)
Jesús quiso mostrar a sus discípulos una anticipación de su gloria, la que llegará a tener después de la resurrección, para fortalecerlos en la fe y animarlos a seguirlo por el camino de la cruz.
Esta expresión: Jesús “se transfiguró”, que da nombre al episodio de “la transfiguración”, aparece en el evangelio de Marcos y también en el de Mateo. Lucas cuenta el mismo episodio, pero no utiliza ese verbo. Hablando de Jesús, Lucas dice que…
… su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. (Lucas 9,28-29)
El verbo “transfigurar” aparece dos veces más en el Nuevo Testamento, en dos cartas de San Pablo. En la segunda carta a los Corintios, el apóstol dice:
Nosotros, en cambio, con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu. (2 Corintios 3,18)
Bastante denso lo que dice san Pablo, pero vamos a tratar de entenderlo. No está hablando de lo que pasó con Jesús, sino de lo que va a pasar con nosotros, creyentes, si perseveramos en la fe. Más aún, no solo que va a pasar, en un futuro, sino que, de alguna manera ya está pasando. San Pablo habla en tiempo presente: “somos transfigurados”. Somos transfigurados a la imagen del Señor; pero es un proceso, es decir, nos vamos configurando con Él, vamos entrando en su Gloria.
Mateo dice que el rostro de Jesús “resplandecía como el sol”; Lucas dice que “su rostro cambió de aspecto”. En la transfiguración, el rostro de Jesús refleja la Gloria del Padre y, a la vez, resplandece en Él su Gloria como Hijo de Dios.
Pablo dice que nosotros “reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor”.
Esa es la meta del camino cuaresmal; más aún, es la meta de nuestra vida: participar en la gloria de Cristo. La transfiguración de Jesús muestra anticipadamente su resurrección, anuncia su resurrección; pero también anuncia la nuestra. Contemplar a Jesús transfigurado es contemplar el destino al que está llamado todo ser humano.
Decíamos que el verbo transfigurar aparece también en otra carta de Pablo, la carta a los Romanos:
No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto. (Romanos 12,2)
Porque puede sonar raro leer “transfigúrense”, el traductor al español prefirió, por claridad, “transfórmense interiormente”. Pero en el original griego, el verbo es el mismo que se traduce como “transfigurar, transfigurarse”.
Entonces, podríamos decir que para poder ser transfigurados y participar en la Gloria de Dios, en su vida divina, nosotros tenemos que transfigurar nuestra conducta. Eso es obra de Dios, pero también obra nuestra, en la medida en que libremente elegimos a Dios y cumplimos lo que el Padre nos pide en el Evangelio de hoy:
«Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo.» (Marcos 9,7)
Escuchar a Jesús para conocer la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto y realizarlo en nuestra vida, poniendo en práctica la Palabra.
Gracias, amigas y amigos, por escuchar conmigo la Palabra de Dios. Animémonos unos a otros a ponerla en práctica y que para esto, nos bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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