Homilía de Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Canelones
Jesús, esperanza. Nuestra esperanza tiene un nombre. Nuestra esperanza es alguien. Nuestra esperanza es una persona. Nuestra esperanza es Jesús, Jesucristo, Hijo de Dios. Verdadero Dios y verdadero hombre, que acampó entre nosotros. Anoche, nomás, acampó con nosotros. Y se vino caminando hasta acá con nosotros: “no caminé solo al llegar aquí” (2).
Esa es la meta de lo que podemos llamar “la ascensión humana”, en la que nosotros ponemos nuestro esfuerzo, pero Dios nos hace subir con su Gracia, con la fuerza de su amor, “el amor que cambia mi vida” (3).
Es la subida de toda la humanidad hacia Dios. Él nos hace posible el esfuerzo y los trabajos para ir pasando de condiciones menos humanas a condiciones cada vez más humanas; remontándonos desde las carencias materiales de los que no tienen lo necesario para vivir y las carencias morales de quienes están mancados por el egoísmo… remontarnos desde allí hasta alcanzar las condiciones de una vida digna y el reconocimiento de los valores y el reconocimiento de Dios, que es la fuente y el fin de todos ellos, de todos los valores… Dios, manifestado en Jesús muerto y resucitado por nosotros (4).
Él es el camino por donde tenemos que andar. Camino, Verdad y Vida. Creemos que “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17,28).
Pero no caminamos solos. Quien tiene fe nunca está solo. Acá no vino cada uno por su lado. Vinimos con nuestro grupo: “no caminé solo al llegar aquí” (5).
Quien tiene fe no se desentiende de los que se han quedado solos. Al contrario, los llamamos, los invitamos a caminar con nosotros. Más aún, a veces caminamos más despacio, si es necesario, para que nadie quede atrás.
Siempre vale la pena recordar aquellos dos caminantes que creían que con la muerte de Jesús todo había terminado. Estaban desilusionados y se iban. Se alejaban del lugar donde la comunidad, con todos sus miedos, seguía esperando y ellos dos se marchaban a aquel pueblito llamado Emaús.
Y ahí, con ellos, se hizo presente Jesús.
Todo lo que ellos no entendían, empezaron a verlo bajo una luz nueva. Y no era fácil, porque lo que había que entender era el porqué de la muerte de Jesús, el porqué de la cruz... Esas palabras de Jesús… “¿acaso no era necesario que el Mesías padeciera para entrar en su gloria?” (Lucas 24,26)
¿Qué futuro tengo, qué puedo esperar? ¿Qué apoyo tengo alrededor… con quien puedo contar? ¿Para qué sirvo… será que no sirvo para nada?
No entendemos. Tenemos miedo… Pero, entonces, tenemos que preguntarnos: ¿qué me dice la fe? ¿cómo aparece esto bajo la luz de la fe? “Enciende una luz por pequeña que sea” (6).
Escuchando a Jesús, ellos recobraron su fe y sintieron encenderse sus corazones.
El encuentro personal y vivo con Jesús que ellos vivieron transformó sus temores y miedos hacia aquel mundo que había matado al maestro… transformó sus temores y miedos en confianza en el Dios Vivo, el Dios que da vida.
Transformó sus desalientos en serenidad y ánimo.
Transformó sus dudas sobre el sentido de todo lo que habían visto, aquella muerte terrible, en una certeza: era necesario; no necesario porque sí, sino necesario para, necesario para que el Padre pudiera realizar en Jesús su obra de salvación.
Pero no una careta de alegría. Una alegría de verdad.
Una alegría nueva, una alegría transformadora, que los hizo salir, en plena noche, a desandar el camino recorrido y volver al encuentro del grupo, a compartir todo lo que habían vivido. Qué linda toda la alegría que hemos vivido. Qué lindo es irnos llevando esa alegría para compartirla.
Decíamos al principio que llegábamos a la Eucaristía como culmen de nuestra JNJ, como punto más alto. Eso se va a dar en instantes, cuando Jesús se haga presente en el Pan y el Vino, para alimentarnos, para darnos fuerzas, no solo para el camino de regreso a casa, que muchos lo tienen largo, sino para el camino de la vida.
Pero la Eucaristía no es solo cumbre: también es fuente. De ella sale el agua viva, el Espíritu Santo que Jesús prometió, derramándose en nuestros corazones, llenándolos de fortaleza y esperanza. Y eso es lo que nos tenemos que llevar. Y eso es lo que tenemos que compartir. Fortaleza, esperanza, alegría.
No podemos guardarnos la esperanza, porque la esperanza es para todos, para compartirla entre todos. Mucha gente vive sin esperanza. Muchos jóvenes viven sin esperanza… muchos sonríen, incluso se ríen, pero lloran por dentro, porque están pobres de esperanza. No nos dejemos contagiar por la apatía, por la indiferencia, por el bajón, por el “hacé la tuya”. Compartir la alegría, compartir la esperanza.
La esperanza crece con la oración: orando con la Palabra de Dios, orando ante Jesús en el Santísimo Sacramento, orando con María en el Rosario.
La esperanza crece cuando se vive, cuando marca mis decisiones, mis acciones, hasta mis mensajes en las redes.
La esperanza crece cuando se comparte la alegría de Cristo Resucitado.
Que ella, junto con el Beato Jacinto, nos ayude a llevar en nosotros a Jesús, y a llevarle a todos nuestra alegría y nuestra esperanza que transforma. Así sea.
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2 Ibid.
3 Ibid.
4 cf. San Pablo VI, Populorum Progressio, 21
5 Ibid.
6 De una de las canciones que se cantó en la vigilia de oración.
1 comentario:
Hermosa Omilia gracias gracias Monseñor AMÉN
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