Prólogo a su obra Loores de Nuestra Señora (1934)
"Devoción de mi casa, límpido fervor familiar, ha sido siempre entre nosotros la Santísima Virgen del Perpetuo Socorro. Una imagen suya, humilde y un poco descolorida, preside nuestra vida hogareña desde la pared principal del dormitorio materno, hace ya tantos años que yo no sé contarlos. Me crié en la amada costumbre de su oración diaria y sus ofrendas florales como a una madrina reverenciada y poderosa, se me confundían en ternura entrañable y en poderío amoroso. Mi corazón ha sido siempre para las dos, claro y fiel como un espejo, dócil, creyente y seguro. Mi mayor preocupación cuando llegué por primera vez a Montevideo, la constituyó el afán de llevar enseguida a mi hijo, en peregrinación tierna, hasta su hermosa Iglesia de Arroyo Seco. Y el primer ejemplar de cada uno de mis libros, dignos o no de sus ojos resplandecientes, ha sido cándida y fervorosamente depositado allí, al pie de su altar. Pero ese culto ingenuo y fresco, poco a poco se ha transformado en una devoción consciente y profunda, en una dolorosa ansia de fe pensativa. La vida –la vida maravillosa de bondad y sufrimiento, de confianza y desengaño, de mano cordial y boca enemiga– ha ido convirtiendo esa fe juvenil en una honda y ardiente necesidad del espíritu, en una iluminada depuración interior, para ser digna de alzar hacia ella la mirada, en súplica ansiosa por los que quiero. Tras mis dulces versos de borrasca –¡oh exaltado corazón de veinte años!– vienen ahora estos pequeños poemas tan sencillos y tan puros como las claras rosas de mis plegarias de niña y los fragantísimos jazmines que abrían en el pequeño y ubérrimo jardín de mi patio pueblerino. Lo que lecturas sin control y decepciones ácidas pudieron haber transformado en negadora filosofía nacida como una planta espinosa en el corazón labrado a golpes; lo que pudo ser extraviada rebeldía en esa embriaguez de vivir que se me hizo desolado conocimiento humano, tornose, ¡gracia altísima! en fervor consciente y probado, en búsqueda profunda, deslumbrado encuentro e inconmovible afirmación. Siempre, cuando se recibe un don muy grande se siente instintivamente la necesidad de dar también algo nuestro al benefactor, no como un precio, sino como un tributo sentimental rebosante de agradecimiento. Los antiguos guerreros victoriosos, llevaban diezmos y sacrificios a la divinidad; el mendigo, desposeído de todo, da un besa en la mano que lo favorece y bendice con palabras trémulas al que ha compadecido su miseria. Yo no tengo, aparte de mi fe viva y quemante, nada más que estas páginas fervorosas para ofrecérselas a la dulcísima y divina amparadora que me ha concedido la serenidad y la indulgencia, la nueva sonrisa y la nueva esperanza.Las dejo ante sus pies de nardo, traspasada de gratitud”.
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