«Y vio Dios que era bueno» (Gn 1,12.18.21.25). El relato bíblico
de los orígenes del mundo y de la humanidad nos dice que Dios mira la creación,
casi como contemplándola, y dice una y otra vez: Es buena. Queridos hermanos y
hermanas, esto nos introduce en el corazón de Dios y, desde su interior,
recibimos este mensaje.
Podemos preguntarnos: ¿Qué significado tienen estas palabras? ¿Qué nos dicen a
ti, a mí, a todos nosotros?
1. Nos dicen simplemente que nuestro mundo, en el corazón y en la mente de Dios,
es “casa de armonía y de paz” y un lugar en el que todos pueden encontrar su
puesto y sentirse “en casa”, porque “es bueno”. Toda la creación forma un
conjunto armonioso, bueno, pero sobre todo los seres humanos, hechos a imagen y
semejanza de Dios, forman una sola familia, en la que las relaciones están
marcadas por una fraternidad real y no sólo de palabra: el otro y la otra son el
hermano y la hermana que hemos de amar, y la relación con Dios, que es amor,
fidelidad, bondad, se refleja en todas las relaciones humanas y confiere armonía
a toda la creación. El mundo de Dios es un mundo en el que todos se sienten
responsables de todos, del bien de todos. Esta noche, en la reflexión, con el
ayuno, en la oración, cada uno de nosotros, todos, pensemos en lo más profundo
de nosotros mismos: ¿No es ése el mundo que yo deseo? ¿No es ése el mundo que
todos llevamos dentro del corazón? El mundo que queremos ¿no es un mundo de
armonía y de paz, dentro de nosotros mismos, en la relación con los demás, en
las familias, en las ciudades, en y entre las naciones? Y la verdadera
libertad para elegir el camino a seguir en este mundo ¿no es precisamente
aquella que está orientada al bien de todos y guiada por el amor?
2. Pero preguntémonos ahora: ¿Es ése el mundo en el que vivimos? La creación
conserva su belleza que nos llena de estupor, sigue siendo una obra buena. Pero
también hay “violencia, división, rivalidad, guerra”. Esto se produce cuando el
hombre, vértice de la creación, pierde de vista el horizonte de belleza y de
bondad, y se cierra en su propio egoísmo.
Cuando el hombre piensa sólo en sí mismo, en sus propios intereses y se pone en
el centro, cuando se deja fascinarpor los ídolos del dominio y del poder, cuando
se pone en el lugar de Dios, entonces altera todas las relaciones, arruina todo;
y abre la puerta a la violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento. Eso es
exactamente lo que quiere hacernos comprender el pasaje del Génesis en el que se
narra el pecado del ser humano: El hombre entra en conflicto consigo mismo, se
da cuenta de que está desnudo y se esconde porque tiene miedo (Gn 3,10),
tiene miedo de la mirada de Dios; acusa a la mujer, que es carne de su carne (v.
12); rompe la armonía con la creación, llega incluso a levantar la mano contra
el hermano para matarlo. ¿Podemos decir que de la “armonía” se pasa a la
“desarmonía”? ¿Podemos decir eso: que de la armonía se pasa a la “desarmonía”?
No, no existe la “desarmonía”: o hay armonía o se cae en el caos, donde hay
violencia, rivalidad, enfrentamiento, miedo…
Precisamente en medio de este caos, Dios pregunta a la conciencia del hombre:
«¿Dónde está Abel, tu hermano?». Y Caín responde: «No sé, ¿soy yo el guardián de
mi hermano?» (Gn 4,9). Esta pregunta se dirige también a nosotros, y
también a nosotros nos hará bien preguntarnos: ¿Soy yo el guardián de mi
hermano? Sí, tú eres el guardián de tu hermano. Ser persona humana significa ser
guardianes los unos de los otros. Sin embargo, cuando se rompe la armonía, se
produce una metamorfosis: el hermano que deberíamos proteger y amar se convierte
en el adversario a combatir, suprimir. ¡Cuánta violencia se genera en ese
momento, cuántos conflictos, cuántas guerras han jalonado nuestra historia!
Basta ver el sufrimiento de tantos hermanos y hermanas. No se trata de algo
coyuntural, sino que es verdad: en cada agresión y en cada guerra hacemos
renacer a Caín. ¡Todos nosotros! Y también hoy prolongamos esta historia de
enfrentamiento entre hermanos, también hoy levantamos la mano contra quien es
nuestro hermano. También hoy nos dejamos llevar por los ídolos, por el egoísmo,
por nuestros intereses; y esta actitud va a más: hemos perfeccionado nuestras
armas, nuestra conciencia se ha adormecido, hemos hecho más sutiles nuestras
razones para justificarnos. Como si fuese algo normal, seguimos sembrando
destrucción, dolor, muerte. La violencia, la guerra traen sólo muerte, hablan de
muerte. La violencia y la guerra utilizan el lenguaje de la muerte.
Tras el caos del Diluvio, dejó de llover, apareció el arco iris y la paloma
trajo un ramo de olivo. Pienso también hoy en aquel olivo que los representantes
de las diferentes religiones plantamos en Buenos Aires, en la Plaza de Mayo, el
año 2000, pidiendo que no haya más caos, pidiendo que no haya más guerra,
pidiendo paz.
3. Y en estas circunstancias, me pregunto: ¿Es posible seguir el camino de la
paz? ¿Podemos salir de esta espiral de dolor y de muerte? ¿Podemos aprender de
nuevo a caminar por las sendas de la paz? Invocando la ayuda de Dios, bajo la
mirada materna de la Salus populi romani, Reina de la paz, quiero
responder: Sí, es posible para todos. Esta noche me gustaría que desde todas las
partes de la tierra gritásemos: Sí, es posible para todos. Más aún, quisiera que
cada uno de nosotros, desde el más pequeño hasta el más grande, incluidos
aquellos que están llamados a gobernar las naciones, dijese: Sí, queremos. Mi fe
cristiana me lleva a mirar a la Cruz. ¡Cómo quisiera que por un momento todos los hombres y las mujeres de buena
voluntad mirasen la Cruz! Allí se puede leer la respuesta de Dios: allí, a la
violencia no se ha respondido con violencia, a la muerte no se ha respondido con
el lenguaje de la muerte. En el silencio de la Cruz calla el fragor de las armas
y habla el lenguaje de la reconciliación, del perdón, del diálogo, de la paz.
Quisiera pedir al Señor, esta noche, que nosotros cristianos y los hermanos de
las otras religiones, todos los hombres y mujeres de buena voluntad gritasen con
fuerza: ¡La violencia y la guerra nunca son el camino para la paz! Que cada uno
mire dentro de su propia conciencia y escuche la palabra que dice: Sal de tus
intereses que atrofian tu corazón, supera la indiferencia hacia el otro que hace
insensible tu corazón, vence tus razones de muerte y ábrete al diálogo, a la
reconciliación; mira el dolor de tu hermano -pienso en los niños, solamente en
ellos…-, mira el dolor de tu hermano, y no añadas más dolor, detén tu mano,
reconstruye la armonía que se ha roto; y esto no con la confrontación, sino con
el encuentro. ¡Que se acabe el sonido de las armas! La guerra significa siempre
el fracaso de la paz, es siempre una derrota para la humanidad. Resuenen una vez
más las palabras de Pablo VI: «Nunca más los unos contra los otros; jamás, nunca
más… ¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más la guerra!» (Discurso a las Naciones
Unidas, 4 octubre 1965: AAS 57 [1965], 881). «La Paz se afianza
solamente con la paz; la paz no separada de los deberes de la justicia, sino
alimentada por el propio sacrificio, por la clemencia, por la misericordia, por
la caridad» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1976: AAS
67 [1975], 671). Hermanos y hermanas, perdón, diálogo, reconciliación son las
palabras de la paz: en la amada nación siria, en Oriente Medio, en todo el
mundo. Recemos esta noche por la reconciliación y por la paz, contribuyamos a la
reconciliación y a la paz, y convirtámonos todos, en cualquier lugar donde nos
encontremos, en hombres y mujeres de reconciliación y de paz. Así sea.
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