jueves, 3 de septiembre de 2020

“Si te escucha, habrás ganado a tu hermano” (Mateo 18,15-20). Domingo XXIII durante el año.







En 1961, el artista estadounidense Norman Rockwell dio a conocer una obra suya donde pintó un grupo de personas de diferentes edades, razas y religiones. Sobre ella hay un texto que dice, en inglés, “Haz con los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti”. Estas palabras son conocidas como “la regla de oro” y es el título de esta pintura. Ya sea en forma positiva, “haz” o en la forma negativa “no hagas con los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti”, esta expresión se encuentra en casi todas las grandes religiones de la humanidad.

También la encontramos en boca de Jesús, como está escrito en Mateo 7,12:
“Todo cuanto ustedes quieran que les hagan los hombres, háganselo también ustedes a ellos”
y agrega Jesús
“porque ésta es la Ley y los Profetas”
es decir, allí está resumida la ley de Dios.

En la segunda lectura de este domingo, es san Pablo quien nos dice:
“el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley” (Romanos 13,8).

 ¿Qué es lo que nos gustaría que los demás hicieran por nosotros y, a la vez, estaríamos dispuestos a hacer por ellos? Nos vienen fácilmente al pensamiento desde cosas agradables, como ser tratados con amabilidad y con respeto, hasta necesidades vitales, como ser ayudados en un momento muy difícil, o ser socorridos en caso de tener un accidente… pensar qué es lo que me gustaría que hicieran por mí en esa situación es lo que me ayuda a ponerme en el lugar del otro y ver qué es lo que yo debería hacer por él.

Sin embargo, no es fácil pensar -por lo menos, no es lo primero que se me ocurre- no es fácil pensar “me gustaría que me corrigieran si me equivoco”. “Me gustaría que me hagan ver que estoy actuando mal” … Creo que, en realidad, preferiríamos darnos cuenta nosotros mismos… pero… ¿y si se trata de algo grave, de algo que puede provocar mucho mal, tanto a otros como a mí mismo? ¿y si me encuentro enceguecido y no alcanzo a ver mi error, o las malas consecuencias de mis acciones? ¿Querría o no ser corregido, ser ayudado a ver lo que sucede?

La experiencia de ser corregidos comienza temprano en nuestra vida. Es una importante tarea educativa de los padres para con sus hijos el enseñarnos lo que debemos hacer y cómo hacerlo bien, así como el evitar que hagamos lo que está mal y lo que puede hacernos daño.
No es lo mismo crecer sabiendo que hay reglas y límites, que ir caminando por la vida pensando que todo se nos debe y que basta con llorar fuerte para que mamá haga lo que queremos con tal de que nos callemos.
Los padres a veces se desesperan porque ven que sus hijos “no les hacen caso” y emprenden caminos torcidos… pero los años ayudan a decantar la verdad de las cosas y el hombre se encuentra muchas veces recordando “ya lo decía mi viejo… y pensar que yo no le hacía caso”.

Si es importante la corrección, no es menos importante el cómo y el porqué. El amor no solo se manifiesta en la caricia, en la bondad, en la dulzura; también se manifiesta en la severidad que puede ser necesaria en alguna circunstancia. La corrección rigurosa encuentra su mejor encuadre en el amor; y el amor, muchas veces, puede y debe hacerse amor exigente, que ayuda a que surja lo mejor de dentro de cada persona.

Jesús propone en el evangelio un itinerario para la corrección fraterna, es decir, para la corrección entre hermanos, entre miembros de la comunidad de discípulos de Jesús.
Estos pasos también pueden ser practicados por otros grupos, como familias o compañeros de trabajo que sientan la misma necesidad de ayudar a uno de sus miembros que está equivocado.
Cuando se trata de hermanos de la comunidad, se parte de la igualdad que viene de la fraternidad: no es la corrección del superior, sino la del hermano; y esa corrección tiene su base en el compromiso que comparten de seguir a Jesús y vivir en coherencia con su evangelio, en coherencia de fe y vida.

Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.

Jesús pone un claro objetivo a la corrección fraterna: “ganar al hermano”. No se trata de ganarle, vencerlo, sino de ganarlo, es decir, ayudar al hermano a que regrese, a que se corrija de la mala acción que lo está apartando de Jesús y de la comunidad. El primer paso es hablarle en privado, mano a mano, sin testigos.

Curiosamente, eso es lo primero que hizo Pedro cuando, como vimos el domingo pasado, quiso “enmendarle la plana” a Jesús, hacerlo cambiar de parecer. Pedro lo llevó aparte… pero ahí, él era el equivocado, el que necesitaba ser corregido por Jesús.

Esta conversación en privado, sin la presencia de otros, da espacio a la persona que pretendemos corregir para que pueda expresarse y explicarse sin la presión ni la humillación de ser expuesto delante de otros.

Sin embargo, puede suceder que el hermano se cierre:
Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos.
Frente a alguien que se ha cerrado, que no quiere ver su falta, puede ser útil la mirada de otros, sobre todo si es una mirada más objetiva, menos apasionada, que pueda ayudarle a ver su error. Pero puede suceder que aún eso no funcione:
Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad.
Y hasta aquí llega Jesús… ya no hay más donde ir:
Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano.
Eso significa que ese hermano, que se ha obstinado en su error o en su mala conducta, ha quedado fuera… pero debemos recordar todavía cuál fue la actitud de Jesús ante los paganos y los publicanos: una actitud siempre abierta para quienes buscan a Dios. El hermano que se ha apartado tiene abierta la puerta para volver, si se arrepiente de corazón.
Así decía san Juan Pablo II:

… Dios «rico en misericordia» (Efesios 2,4) … no cierra el corazón a ninguno de sus hijos. Él los espera, los busca, los encuentra donde el rechazo de la comunión los hace prisioneros del aislamiento y de la división, los llama a reunirse en torno a su mesa en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación. (Reconciliatio et Paenitentia, 10)

“Arrepentirse de corazón” no es un mero sentimiento. Cuando se ha hecho mucho daño, cuando se ha causado un gran sufrimiento a otra persona, no basta con volver y decir “estoy arrepentido…”. Hay que presentar signos de ese arrepentimiento a través de un cambio de vida, de alguna forma de reparación del daño causado y, sobre todo, en el respeto al dolor y a los tiempos de aquellos a los que se ha lastimado, sin pretender un rápido “borrón y cuenta nueva”.

Pero, nuevamente, volviendo a la regla de oro, ante el pedido de perdón que da signos de sinceridad, nos ponemos en lugar del que regresa y nos respondemos que, en su situación, también nosotros desearíamos ser recibidos… y le abrimos la puerta.

Hay llaves que cierran o abren esa puerta. Recordemos, quince días atrás, lo que Jesús le decía a Pedro:
Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo
Ahora Jesús extiende a los demás discípulos la segunda parte de esas palabras:
Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo,
y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Y esto desemboca en algo muy importante:
También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos.

La vida de la Iglesia y, por tanto, la vida de cada pequeña comunidad que hace parte de ella, solo tiene sentido si se reúne en el nombre de Jesús. Quienes nos reunimos de ese modo, ponemos nuestra confianza en la promesa de Jesús: Él está y estará presente en medio de nosotros. Él presenta al Padre la oración de la Iglesia. Él hace eficaces los signos que la comunidad realiza en su nombre. De este modo, como enseña el Concilio Vaticano II:
[Cristo] Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. (Sacrosanctum Concilium, 7)
La presencia de Jesús, la eficacia que da a los sacramentos, hace posible que lo que la Iglesia reunida en la tierra ate o desate, quede atado o desatado en el cielo. Ese es el sentido del sacramento de la Reconciliación, más explícito en el evangelio según san Juan:
«A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados;
a quienes se los retengan, les quedan retenidos». (Juan 20,23)
El poder de atar o desatar es confiado a la Iglesia, pero eso no quiere decir que lo reciba cada uno de los fieles. Jesús lo confió a los apóstoles y, a través de ellos, a quienes reciben el ministerio sacerdotal.
Sin embargo, como lo hiciera ver san Juan Pablo II:
“a toda la comunidad de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia, le ha sido confiada la palabra de reconciliación, esto es, la tarea de hacer todo lo posible para dar testimonio de la reconciliación y llevarla a cabo en el mundo.” (Reconciliatio et Paenitentia, 8)

Asegurándonos que el Padre nos concederá todo lo que pidamos en su nombre, la comunidad está llamada también a sostener con su oración todos los esfuerzos de reconciliación:
Pues en una humanidad dividida
por las enemistades y las discordias,
sabemos que tú diriges los ánimos
para que se dispongan a la reconciliación.

Por tu Espíritu mueves los corazones de los hombres
para que los enemigos vuelvan a la amistad,
los adversarios se den la mano,
y los pueblos busquen la concordia.

Con tu acción eficaz puedes conseguir, Señor,
que el amor venza al odio,
la venganza deje paso a la indulgencia,
y la discordia se convierta en amor mutuo.
(Prefacio de la P.E. de la reconciliación, 2)

Amigas y amigos, dice un viejo refrán: “de los arrepentidos se sirve Dios”. El Padre Dios siempre tiene la puerta abierta, esperando el regreso de sus hijos e hijas que se han alejado. ¿Dónde estamos hoy? ¿Está lejos de Dios nuestro corazón? ¿Será necesario que alguien nos ayude a ver nuestros errores, o nos animaremos a examinar en soledad y en sinceridad nuestra conciencia? Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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