viernes, 4 de noviembre de 2022

“Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes” (Lucas 20, 27-38). XXXII domingo durante el año.

El miércoles pasado, 2 de noviembre, celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, un día de recuerdo, gratitud y esperanza. El evangelio de hoy, que comienza con un cuestionamiento a Jesús hecho de forma… un poco pintoresca, nos pone otra vez ante la gran pregunta: ¿qué sucede después de la muerte? ¿Todo termina en el sepulcro, o hay otra vida más allá? Desde las religiones y el pensamiento filosófico se ha respondido de diferentes maneras a ese interrogante. Los antiguos egipcios creían en otra vida y por eso recurrían a la momificación, para conservar el cuerpo. La gente de la Mesopotamia describía la muerte como el descenso al país sin retorno. Otras culturas creían (y aún creen) en un retorno a la vida de este mundo a través de sucesivas reencarnaciones.

Antes de su propia resurrección, Jesús habla de la resurrección de los muertos. En eso coincide con los fariseos y se diferencia de los saduceos, otro movimiento religioso, que no admitía esa posibilidad. 

Los fariseos pensaban en la vida eterna como una continuación de esta vida, perfeccionada: sin dolor, sin sufrimiento, pero continuando la actividad humana como la conocemos en este mundo, incluyendo la vida conyugal. Los saduceos ridiculizaban esa idea con argumentos como el que le presentan a Jesús:

«Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»

Como decíamos, los saduceos no creían en una vida más allá. Creían que, en esta vida, Dios distribuye premios y castigos. Para ellos, el hombre justo moría después de una vida larga y feliz. El malvado, en cambio, en vida era castigado por sus pecados. Esa manera de pensar encontraba apoyo en algunos pasajes del Antiguo Testamento. Sin embargo, otros textos muestran la esperanza de muchos creyentes de alcanzar la vida junto a Dios para siempre.

Jesús responde. En primer lugar, presenta una perspectiva distinta de la que tenían los fariseos, esa que los saduceos querían poner en ridículo:

«En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.» 

Jesús no predica una salida del sepulcro para recomenzar la vida anterior en forma mejorada o, como se diría hoy “recargada”. La vida en Dios es una condición completamente nueva. Manteniendo su identidad, la persona humana se transforma en un ser distinto, inmortal, “semejante a los ángeles”, dice Jesús. 

Para hacernos una idea, podríamos decir que los seres humanos vivimos nuestra vida en la tierra como en un proceso de gestación, preparándonos para el nacimiento a esa vida nueva y definitiva. Como el bebé que está en el vientre de la madre no puede figurarse lo que le espera, tampoco nosotros podemos vislumbrar lo que será esa vida junto a Dios. Dice el libro de la Sabiduría:

Nos cuesta conjeturar lo que hay sobre la tierra, y lo que está a nuestro alcance lo descubrimos con el esfuerzo; ¿quién podrá rastrear las cosas del cielo? (Sabiduría 9,16)

Es por medio de la fe que nos asomamos a esa realidad. Es desde la fe que decimos: “creo en la resurrección de la carne y la vida eterna” porque esperamos, como dice la Escritura:

lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman. (1 Corintios 2,9)

Creemos que la muerte, entendida como aniquilación de la persona, no existe. La muerte ha sido vencida por la muerte y resurrección de Cristo. Lo que llamamos muerte es el abandono de la forma de vida que llevamos en este mundo: una vida débil, frágil, caduca, que abandonamos para ser recibidos en la Casa del Padre Dios.

Pero Jesús continúa su respuesta, con estas palabras:

«Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él».

Los saduceos le habían presentado un argumento basado en la Escritura. Jesús les responde citando también la palabra de Dios. Jesús recuerda que Moisés, que vivió siglos después de Abraham, llama a Dios “el Dios de Abraham, Isaac y Jacob”. Al nombrar así a Dios, dice Jesús, Moisés nos dice que los patriarcas están vivos y están en la presencia de Dios; de otro modo, Dios sería un Dios de muertos. Y no es así. “No es un Dios de muertos, sino de vivientes”, sentencia Jesús.

¿Cómo pensar que Dios, que se acercó a esos hombres y los tuvo como amigos, los abandonaría y los dejaría volver para siempre al polvo del que fueron formados? No es eso lo que cree el salmista, que dice:

no me entregarás a la Muerte
ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro.
Me harás conocer el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia,
de felicidad eterna a tu derecha. (Salmo 16,10-11)

Esta esperanza es consoladora, pero es oportuno recordar, como advertencia, algo que también dice Jesús en este pasaje del evangelio y es la referencia al juicio de Dios. Los que ya no pueden morir son “los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección”. “Los que sean juzgados dignos”. No nos olvidemos de esto. No da lo mismo cualquier camino que tomemos en la vida. 

“Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, (…) si amas al Señor, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces vivirás (…) Elige la vida y vivirás” (Deuteronomio 30,16.19).

En esta semana

  • Este domingo, en la capilla San Alfonso, en Barros Blancos, celebramos la acción de gracias por la beatificación de Madre Berenice, fundadora de las Hermanitas de la Anunciación.
  • El martes 8: Virgen de los Treinta y Tres, patrona del Uruguay y de algunas capillas de nuestra diócesis.
  • Miércoles 9, dedicación de la basílica de san Juan de Letrán. La parroquia de Tala celebra su fiesta patronal. 
  • Ese día, en Florida, comienza su asamblea plenaria la Conferencia Episcopal del Uruguay. Recen por nosotros, sus pastores, que vamos a estar allí reunidos, al pie de la Virgen. 
  • Y el domingo 13 nos encontraremos con muchos de ustedes en la peregrinación nacional a la virgen de los treinta y tres.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que tengan una buena semana y los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

No hay comentarios: