Palabra de Vida, 31 de mayo de 2024.
Homilía en el Monasterio de la Visitación,
Progreso, Diócesis de Canelones, Uruguay.
“María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá.”
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, aquí, desde este rinconcito de Canelones, en este Monasterio, celebramos la solemnidad de la Visitación de la Santísima Virgen María a su prima Santa Isabel.
Es una fiesta de toda la Iglesia, pero aquí, además de unirnos a todo el Pueblo de Dios que en el mundo celebra este misterio, estamos en la fiesta patronal del monasterio y de la orden de la Visitación.
El evangelio según san Lucas nos presenta el encuentro entre dos madres. Cada una de ellas ha recibido una especial bendición divina.
Isabel, anciana y estéril, por la intervención de Dios, espera un hijo de su esposo Zacarías.
Desde Nazaret de Galilea, un lugar ignoto, de donde se piensa que difícilmente salga algo bueno, viene María, una jovencita que, por obra y gracia del Espíritu Santo, lleva en su seno al Salvador.
¿Qué impulsa a María a dirigirse resueltamente a casa de su prima?
Junto al anuncio de que María iba a ser madre del Hijo de Dios, el ángel Gabriel ha dicho que Isabel se encontraba en su sexto mes de embarazo.
María no duda en acudir a casa de Isabel, que es su pariente y que, seguramente, tendrá una gran necesidad de ayuda en los tres meses que le quedan de espera.
Sin embargo, no son solo los motivos del parentesco y de la caridad los que llevan a María a casa de Isabel y Zacarías.
María llega como misionera, mujer que lleva la presencia de Dios a esa casa. La presencia de Dios, de esa forma nueva: la del Hijo de Dios encarnado, la del Dios-con-nosotros.
Aquí está patente “la alegría del evangelio” de la que suele hablar el Papa Francisco.
El niño que espera Isabel salta de alegría al percibir la presencia del niño que espera María.
El espíritu de María -lo dice ella misma- se estremece de alegría:
“Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador”.
Es la alegría de ver cómo Dios cumple sus promesas, extiende su misericordia de generación en generación y se acuerda siempre de su amor.
El canto de María está llamado a ser el canto de toda la humanidad, en la medida en que llegue a reconocer la acción salvadora de Dios.
Sin esperar que eso sea pronto, ha de ser nuestro canto hoy, nuestra alabanza en el reconocimiento de todas las maravillas que Dios va obrando en nuestra vida, aún en las pequeñas cosas de cada día. Cada uno de nosotros puede y necesita encontrar la manera de decir “Mi alma canta la grandeza del Señor”.
María se hace misionera al compartir el Evangelio, la Buena Noticia que ha recibido.
Para recibir esa noticia, se hizo antes discípula; la primera discípula que se ha dispuesto a recibir la Palabra de Dios en su corazón. No sólo la Palabra, en cuanto comunicación de Dios, sino a Aquel que es la Palabra, el Verbo, que se ha hecho carne en ella.
Discípula y misionera, María recibe y entrega la Palabra de Dios convertida en su propia palabra, porque el Verbo se hace hijo de María.
Santa Teresa de Calcuta, meditando sobre la visitación, veía su aplicación en la vida de las Misioneras de la Caridad:
“María, por el misterio de la anunciación y de la visitación, representa la vida que nosotras debemos llevar: en primer lugar, ella ha recibido a Jesús en su existencia; a continuación, ella comparte lo que ha recibido”.
Compartir la buena noticia es el mandato que sigue san Pablo:
“Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Corintios 9,16)
Anunciar el Evangelio no es una tarea reservada a los misioneros: es la misión de cada bautizado. Cada uno lo hará según su carisma y su propia capacidad de anunciar a Cristo en su vida diaria: en el medio en el que vive, a través de su vida familiar, laboral o social, en su vocación laical, religiosa o sacerdotal.
Que el Señor nos sostenga en el empeño de seguir el ejemplo de la Virgen María: estar disponibles para recibir la Palabra de Dios y llevarla con alegría y entusiasmo a quienes la necesitan. Así sea.
+ Heriberto, Obispo de Canelones
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