El Evangelio de este domingo comienza contándonos el momento en que los discípulos de Jesús le preguntan dónde quiere que le preparen la comida pascual. La cena pascual, para los israelitas, es el memorial de la liberación de la esclavitud y la salida de Egipto: la Pascua de Israel, la gran intervención salvadora de Dios en favor de su pueblo.
La comida principal de esa cena era el cordero, que, en tiempos de Jesús se llevaba al templo para ser sacrificado por los sacerdotes y luego cada familia lo asaba y comía en su casa, siguiendo un detallado ritual. Seguramente Jesús había celebrado esa comida con sus discípulos en los años anteriores; pero ésta era una ocasión muy especial, aunque los discípulos no lo sabían, porque sería la última cena de Jesús con ellos. La cena en que aquella comida pascual daría paso a la Eucaristía.
A la pregunta de sus discípulos, Jesús responde:
«Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: el Maestro dice: "¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?" Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario.» (Marcos 14, 12-16. 22-26)
Meditando sobre este pasaje del evangelio, el Papa Francisco se detiene en el cántaro de agua que llevaba aquel hombre. Para celebrar la Eucaristía, dice el Papa, es necesario primero
“reconocer nuestra sed de Dios, sentirnos necesitados de Él, desear su presencia y su amor. El drama de hoy -podemos decir- es que a menudo la sed ha desaparecido. Pero donde haya un hombre o una mujer con un cántaro de agua -pensemos en la samaritana- el Señor se puede revelar como aquel que da la Vida Nueva, presencia de amor que da sentido y dirección a nuestra peregrinación terrena (Papa Francisco, 6 de junio de 2021).
Presencia de amor… el domingo pasado, con motivo de la solemnidad de la Santísima Trinidad, recordábamos la hermosa y consoladora promesa de Jesús:
“Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20).
Decíamos que esa presencia nos llegaba, sobre todo, por la acción del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es Dios que se da a nosotros, que viene para habitar dentro de nosotros, como lo expresa san Pablo:
¿No saben que sus cuerpos son templo del espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? (1 Corintios 6,19)
Es también por la acción del Espíritu Santo que Jesús se hace presente a través de los sacramentos, muy especialmente el de la Eucaristía, el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, la fiesta de hoy. Basta escuchar con atención lo que reza el sacerdote cuando celebra la Misa, en el momento de la consagración:
“Señor (…) te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu
de manera que se conviertan para nosotros
en el Cuerpo + y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor” (Plegaria Eucarística II)
“De manera que se conviertan…” En la fe católica creemos que en el pan y en el vino de esa manera consagrados, se hace realmente presente el cuerpo y sangre de Cristo. El pan y el vino conservan sus propiedades; no cambia su gusto ni su apariencia, pero se convierten: cambia su substancia. Cambia la esencia de lo que tenemos sobre el altar y de lo que, luego, permanecerá en el sagrario. Así resume la fe de la Iglesia el Concilio de Trento:
“… por la consagración del pan y del vino se opera la conversión de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo, nuestro Señor, y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación”. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1376).
Es por eso que damos culto a la Eucaristía, exponiendo a la adoración de los fieles el Santísimo Sacramento, en el que Cristo está realmente presente. A lo largo de los siglos, muchos han vivido y expresado profundamente su fe en la presencia de Jesús. En los últimos años, en el Uruguay y en otros lugares del mundo, hay nuevos adoradores que han reconocido su sed de Dios y se ponen de rodillas ante el Santísimo Sacramento.
Muchos de ellos son jóvenes, que viven allí su encuentro con Jesús y han aprendido a gustar esta forma de oración. Entre los grupos de adoradores hay también personas que, por diversas razones y situaciones, no pueden recibir la comunión; pero que encuentran un gran consuelo y una gran paz de rodillas frente a Jesús.
Ahora… esta manera de orar, ¿no corre el riesgo de convertirse en un puro acto individualista, que pretende establecer una conexión Dios y yo, yo y Dios, olvidándome de mis hermanos?
Ese riesgo podría darse en cualquier forma de oración personal, o incluso cuando rezamos a coro los avemarías del rosario o los salmos de la liturgia de las horas, si nos olvidamos de que estamos rezando con toda la Iglesia, con toda la comunidad de los creyentes y que, en el centro de nuestra oración, pedimos que se haga la voluntad de Dios, que venga su Reino, que todos los hombres y mujeres que habitan este mundo encuentren el camino de la salvación que el Señor nos ofrece.
A través de la contemplación de Jesús en la Eucaristía, nos abrimos a reconocer sus otras presencias: en cada persona con hambre, con sed, con frío, desamparada, enferma, presa…
Chiara Lubich, la fundadora del movimiento de los Focolares, invita a reconocer a Jesús abandonado, Jesús crucificado, en toda persona que sufre. Porque no olvidemos que Jesús no nos habla simplemente de su cuerpo y su sangre: habla de su cuerpo entregado, es decir, librado al sacrificio, a la muerte por nosotros; nos habla de su sangre derramada, es decir, que ha salido de sus venas, que ya no circula llevando la vida a su cuerpo, sino que se derrama para comunicarnos su vida:
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos.»
(Marcos 14, 12-16. 22-26)
El próximo viernes es el día del Sagrado Corazón de Jesús. Uniendo la reflexión de hoy con esa fiesta cercana, los invito a terminar escuchando esta oración de un gran adorador eucarístico: san Carlos de Foucauld, el Hermanito Carlos:
“Corazón Sagrado de Jesús,
gracias por el don eterno de la Sagrada Eucaristía:gracias por estar de esta manerasiempre con nosotros,siempre ante nuestros ojos,cada día en nosotros…gracias por darte, entregarte,abandonarte asítodo enteroa nosotros…”
(San Carlos de Foucauld, el Hermanito Carlos.Meditación, Beni-Abbés, 20 abril 1905)
Amigas y amigos, gracias por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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