El domingo pasado concluyó el tiempo pascual, los cincuenta días que van desde el domingo de la Resurrección de Jesús al domingo de Pentecostés. Durante siete semanas contemplamos a Jesús resucitado, haciéndose presente entre sus discípulos, enviándolos en misión y entregándoles el don del Espíritu Santo: impulso, fuerza y luz que haría posible y sostendría el esfuerzo misionero.
Concluyó el tiempo pascual, pero eso no significa que dejemos de costado la Pascua, como diciendo “bueno, hasta el año que viene…” No es así. La muerte y resurrección de Jesús, el misterio Pascual, están siempre en el centro de nuestra fe. De hecho, en los acontecimientos de cada día, aun en los que parecen menos significativos, se nos hace presente la Pascua y podemos vivirlos uniéndonos espiritualmente a la muerte y resurrección de Cristo. Todo eso lo llevamos y lo ofrecemos en la Misa de cada domingo, nuestra pascua dominical.
Y sí… concluyó el tiempo pascual, pero seguimos de fiesta. Este domingo, la Santísima Trinidad; el domingo que viene Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo y el viernes 7 de junio, el Sagrado Corazón de Jesús.
El evangelio de este domingo vuelve a ponernos ante Jesús resucitado, muy poco antes de subir al Padre. Es el momento en que deja a los apóstoles las últimas indicaciones:
«Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado.» (Mateo 28,16-20)
Los envía a bautizar, como dice un padre de la Iglesia:
“… en la profesión de fe en el Creador, en el Hijo único y en el Don” (San Hilario de Poitiers).
El Don es como llama San Hilario al Espíritu Santo, subrayando que nos es dado como un regalo, un regalo que recibimos en nuestro corazón. Así lo expresa la fórmula que se emplea en el sacramento de la Confirmación: “Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo”.
Volviendo a nuestro evangelio, luego de dar sus instrucciones a los apóstoles, Jesús agrega una promesa, que es el título de nuestra reflexión. Una hermosa promesa, que siempre tenemos que recordar:
«Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,16-20)
La pregunta que podemos hacernos es cómo se realiza esa presencia de Jesús.
Él vive. Está entre nosotros. Lo decimos con convicción, pero también decimos, al confesar nuestra fe: “está sentado a la derecha del Padre”.
A partir de su encarnación, el Hijo de Dios se hizo presente en este mundo: “habitó entre nosotros” (Juan 1,14) o, mejor todavía, “acampó entre nosotros”, “puso su tienda (ἐσκήνωσεν, eskenosen) entre nosotros” y experimentó la muerte. Su tienda, es decir, su cuerpo semejante al nuestro, fue clavado en la cruz.
«Levantan y enrollan mi vida como una tienda de pastores.
Como un tejedor, devanaba yo mi vida, y me cortan la trama».
(Cántico de Ezequías, Isaías 38,12)
Resucitado, vencedor de la muerte, Jesús subió al cielo, llevando nuestra humanidad al seno de la Santísima Trinidad.
Cuando decimos “está entre nosotros” no significa que continúe aquí su presencia corporal. Ya no está aquí el hombre que recorría Judea, Samaría y Galilea con su grupo de discípulos anunciando el Reino de Dios. Presencia humana, siempre localizada: siempre en algún lugar, pero nunca en todas partes.
Es el Don, el Espíritu Santo, quien continúa la presencia de Jesús resucitado entre nosotros. Más aún: siendo inseparables las tres personas de la Santísima Trinidad, con el Espíritu, llegan el Padre y el Hijo a habitar en nuestra alma. De esa forma, se va realizando en cada creyente el proceso que lo lleva a participar de la vida divina, de la vida de Dios. Porque ése es el proyecto de Dios para nosotros, que se puede definir con una palabra que puede asustarnos, porque nos queda muy grande: la divinización, nuestra divinización, a partir de la unión con Dios.
Eso no tiene nada que ver con “sentirnos unos dioses” ni pretender ser tratados como tales… no seríamos más que unos miserables ídolos, pretendiendo ocupar el lugar de Dios. Una tentación en la que todos podemos caer.
¿Qué es, entonces, esa divinización? No se trata de un esfuerzo del hombre pretendiendo llegar, a través de ritos o purificaciones, a una vida superior. El ser humano ha sido creado por Dios, es una criatura. Como criatura, no puede llegar a ser como su creador, no puede llegar a ser como Dios.
La divinización es un don de Dios. Es Dios quien comunica, quien comparte, quien pone en común con el hombre su vida divina.
Dios no tiene más que un Hijo eterno: Cristo. Muchas veces nos referimos a él diciendo “el hijo único de Dios”. Pero Dios, en Cristo, por el Bautismo, nos adopta como hijos.
Ese es el comienzo de la divinización. Los seres humanos nos vamos divinizando por participación. Así podemos recibir como don todo lo que hay en la vida de Dios: libertad, santidad, justicia, amor… pero no de la forma deslavada en que las vivimos los seres humanos, en nuestra imperfección, con nuestros esfuerzos siempre insuficientes, sino por el don de Dios que nos va transformando, en la medida en que nos vamos dejando transformar por Él, hasta llegar a compartir la eternidad de Dios, a vivir en sociedad con la Santísima Trinidad.
Eso es lo que hace el Espíritu Santo en nosotros, actuando como maestro interior que nos ayuda a comprender y a practicar la Palabra de Jesús y que nos va santificando por su acción a través de los Sacramentos, fuente de Gracia, fuente de vida divina para nosotros.
La solemnidad de la Santísima Trinidad nos anima a reavivar nuestra fe y a profundizar nuestra relación con las tres personas divinas, especialmente con el Espíritu Santo, presencia de Dios en nuestro corazón; de modo que empecemos a vivir ya, aquí, la vida que Dios tiene preparada para nosotros en la eternidad, una vida sumergida y movida por el amor de Dios. El próximo domingo, al hablar del Santísimo cuerpo y sangre de Cristo, seguiremos esta reflexión.
En esta semana
Miércoles 29, Recordamos al Papa San Pablo VI. (Calendario litúrgico de algunas Conferencias Episcopales del Cono Sur).
Viernes 31, Celebramos la visitación de la Virgen María. Fiesta patronal en el Monasterio de las Salesas y aniversario de la ordenación sacerdotal de Mons. Hermes Garín.
Sábado 1, memoria de San Justino, mártir.
Domingo 2, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que descienda sobre Ustedes la bendición de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
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