Jueves de la VIII semana del Tiempo durante el año.
30 de mayo de 2024
“Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino”. Estar ciego, en el lenguaje bíblico, no es solo una condición física, sino, sobre todo, una condición espiritual. La escritura abunda en ejemplos de ceguera espiritual, muchas veces unida a la sordera, también espiritual, como leemos en Isaías:
“¡Oigan, ustedes, los sordos; ustedes, los ciegos, miren y vean! ¿Quién es ciego, sino mi servidor y sordo como el mensajero que yo envío? … Tú has visto muchas cosas, pero sin prestar atención…” (Isaías 42,18-20)
Y dice Jesús de los fariseos:
“son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo” (Mateo 15,14).
Pero los mismos discípulos tenían a menudo dificultad para creer en las palabras de Jesús, porque su espíritu estaba oscurecido y se dejaban llevar por los pensamientos de los hombres.
Ciegos estaban los ojos de los discípulos de Emaús, que no pudieron reconocer a Jesús resucitado caminando con ellos. Mientras escuchaban su palabra, sentían arder sus corazones, pero todavía no podían verlo plenamente. Lo reconocieron cuando partió el pan. Curiosamente, a partir de allí dejaron de ver físicamente su presencia, pero su corazón quedó iluminado.
Jesús se presenta como luz del mundo (Juan 8,12) y advierte a sus discípulos:
«La luz está todavía entre ustedes, pero por poco tiempo. Caminen mientras tengan la luz, no sea que las tinieblas los sorprendan: porque el que camina en tinieblas no sabe a dónde va. Mientras tengan luz, crean en la luz y serán hijos de la luz». (Juan 12,35-36).
La luz de Cristo se nos infunde mediante la fe. Esta es la virtud fundamental que abre los ojos del alma para recibir a Cristo, para recibir su persona y su verdad, la verdad que él nos ha revelado.
En los evangelios, Jesús devuelve la vista a varios ciegos. Muchos de ellos solo pedían la curación de su ceguera física.
Esto me hace pensar en esos adultos que nos piden hoy el bautismo porque sienten que les falta, que deberían recibirlo, pero que no han encontrado todavía a Jesús. Hay una fe incipiente, una creencia en Dios, un Dios vislumbrado pero no conocido.
En Bartimeo, el ciego de nuestro evangelio de hoy, hay una percepción que le permite enterarse de que es Jesús quién está pasando. Su grito tiene ya una expresión de fe: “Hijo de David, ten piedad de mí”, un reconocimiento del Mesías esperado por Israel.
Nosotros, que vemos físicamente, aunque cerremos los ojos, a plena luz del día percibimos, a través de nuestros párpados, que estamos en la luz y no en la oscuridad. De la misma manera Bartimeo siente algo, una especie de resplandor, al paso de Jesús; siente la confianza de que él puede cambiar su condición.
A la pregunta de Jesús “¿Qué quieres que haga por ti?”, Bartimeo responde «Maestro, que yo pueda ver.»
La respuesta suena para nosotros básica y simple. Bartimeo, sufriendo su ceguera física, quiere salir de ella.
Pero Jesús ve más allá. La confianza de Bartimeo es el comienzo de la fe.
Tal vez Bartimeo no lo sabe o no lo percibe totalmente, pero el resplandor que ha llegado a su corazón es el llamado de Dios “a pasar de las tinieblas a su luz admirable”, como dice la carta de Pedro.
Jesús sí lo sabe; reconoce la fe de Bartimeo y le da mucho más de lo que él ha pedido. «Vete, tu fe te ha salvado.»
Bartimeo ha pasado, de ser un mendigo ciego, a ser un hombre iluminado en cuerpo y alma, que pasa a seguir a Jesús.
Desde esta perspectiva podemos releer las palabras iniciales de la primera lectura, que parecen dirigidas especialmente a los neófitos: “Como niños recién nacidos, deseen la leche pura de la Palabra, que los hará crecer para la salvación”.
Especialmente dirigidas para quienes comienzan a caminar en la fe, como Bartimeo, pero no exclusivamente. Valen también para quienes hace mucho tiempo comenzamos este camino, porque seguimos necesitando “crecer para la salvación”. Y aunque podamos gustar de alimento sólido -recordemos las expresiones de san Pablo, “Los alimenté con leche y no con alimento sólido, porque aún no podían tolerarlo” (1 Corintios 3,2), siempre es bueno volver a gustar la frescura de “la leche pura de la Palabra”, que nos recuerda el comienzo, el llamado primero, la voz que vuelve a decirnos: “ánimo, levántate, él te llama”, para que dejemos cualquier clase de penumbras que en el momento puedan envolvernos y volvamos siempre, de nuevo, a la luz del resucitado. Así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario