Miércoles de Ceniza:
Creer que Dios quiere nuestra conversión en lo profundo de nuestro corazón.
Tomar este tiempo de Cuaresma para profundizar nuestra relación con Cristo y nuestro conocimiento de Él y crecer en la fe, a través de la oración, la meditación de la Palabra, la reconciliación y la eucaristía. Un camino a recorrer personalmente y en comunidad.
Domingo I: Jesús tentado en el desierto
Mt 4,1-11
Creer que Dios nos fortalece.
La fe se ejerce en medio de las tentaciones.Éstas presentan rostros nuevos y atrayentes.
Contemplamos a Jesús en su lucha y unidos a Él nos aferrarnos al Padre.
Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal.
Domingo II: Jesús transfigurado
Mt 17,1-9
Creer que Jesús es el Hijo de Dios
La fe se fortalece en la contemplación del Transfigurado.Contemplemos y reconozcamos a Jesús en el Transfigurado y al Transfigurado en Jesús.
Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.
Domingo III: Jesús y la Samaritana
Jn 4,5-42
“Créeme, mujer: el Mesías soy yo, el que habla contigo”
La fe nace de la escucha de la Palabra.Detengámonos para escuchar a Jesús hablar, aún en medio de lo más común de nuestra vida de cada día. Es allí que lo ha encontrado la Samaritana.
La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23).
¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín.
Domingo IV: Jesús y el ciego de nacimiento
Jn 9,1-41
“¿Crees en el Hijo del Hombre? Tú lo has visto, es el que te está hablando”
La fe se apoya sobre signos visibles.Abrámonos a descubrir la fuerza de Cristo que va más allá de lo que esperamos. Eso es lo que ha cambiado la vida del ciego de nacimiento.
El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente.
El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».
Domingo V: Jesús y la Resurrección de Lázaro
Jn 11,1-45
“Si crees, verás la Gloria de Dios”
La fe conduce a la vida. Pongamos todos nuestros deseos, todas nuestras aspiraciones en Cristo, que conduce todas las cosas. Lázaro se ha entregado a Él en el más extremo abandono de sí; y es allí que Jesús ha podido darle vida.Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.
Entremos en la Semana Santa siguiendo a Jesús para vivir con Él el Paso radical de la muerte a la vida. Y en la Vigilia Pascual, a la pregunta “¿Creen en Jesucristo… que murió, fue sepultado, resucitó de entre los muertos…?”, renovando nuestra fe bautismal respondamos: “¡Sí, Creo!”
El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.
Los párrafos de Benedicto XVI están tomados de su Mensaje de Cuaresma 2011.
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