viernes, 22 de abril de 2022

“¡Felices los que creen sin haber visto!” (Juan 20,19-31). Domingo de la Divina Misericordia.

“Fin de semana” es una expresión corriente para referirnos a ese tiempo que comienza en algún momento del viernes y se prolonga hasta la noche del domingo. El lunes es el primer día de la semana laboral.
Sin embargo, esa manera de hablar nos hace olvidar que, en realidad, la semana no comienza en lunes sino en un día especial, el día del Señor, que es lo que significa la palabra “domingo”.
Las lecturas de hoy, precisamente, nos ubican en ese día y en el acontecimiento que le da su significado: la resurrección de Jesucristo y el encuentro con sus discípulos.

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» (Juan 20,19-31)
Ese día, “ese mismo día, el primero de la semana” es el día de la resurrección de Jesús. El domingo pasado acompañamos a María Magdalena y luego a Simón Pedro y al otro discípulo en su hallazgo del sepulcro vacío (Juan 20,1-9). El relato culminaba con estas palabras: “él también vio y creyó”. Subrayamos la importancia de ese “creyó”, pero no olvidemos que lo que vio fue la tumba vacía, no a Jesús resucitado.
Ese capítulo continúa (Juan 20,10-18) contando el encuentro de Jesús con María Magdalena. Ella es la primera que ve al resucitado y recibe de Él el encargo de anunciar a los discípulos que había visto al Señor y comunicarles lo que Él le había dicho (Juan 20,18). Es eso lo que le vale a la santa mujer el título de “apóstol de los apóstoles”.
Ahora llegamos al atardecer y Jesús se presenta a sus discípulos, que no lo habían visto todavía y por eso seguían llenos de temor. Al escuchar su saludo y al ver en sus manos y su costado las marcas de su pasión, todo cambia:
Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. (Juan 20,19-31)
Así se manifiesta la voluntad de Jesús: este día, el primero de la semana, es el día en que quiere encontrarse con sus discípulos. En la segunda lectura, tomada del comienzo del libro del Apocalipsis, el apóstol Juan comienza a narrar lo que le ha sido revelado (no olvidemos: Apocalipsis significa “revelación”); lo que le ha sido revelado “el día del Señor”:
El Día del Señor fui arrebatado por el Espíritu y oí detrás de mí una voz fuerte como una trompeta, que decía: «Escribe en un libro lo que ahora vas a ver… (Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19)
El evangelio y esta segunda lectura nos hacen conscientes de la importancia y el sentido de la celebración del domingo, el día del Señor. En este día, reunidos con nuestros hermanos, por la fe y por la Eucaristía encontramos al Señor.

La Iglesia nos ha señalado como precepto, es decir, como mandato, participar en la Misa el Domingo, el día del Señor. De esa manera los cristianos cumplimos el tercer mandamiento de la Ley de Dios, que estableció un día sagrado. Sin embargo, ese día era el sábado (Éxodo 31,15).
Pasar de la observancia del sábado a la del domingo no fue una caprichosa decisión humana, sino consecuencia de la obra salvadora de Dios.
Así lo explica san Ignacio de Antioquía, que murió mártir hacia fines del siglo primero:
«Los que vivían según el orden de cosas antiguo han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por Él y por su muerte» (San Ignacio de Antioquía, Epístola a los Magnesios, 9, 1).
A medida que vamos profundizando nuestra fe, que vamos gustando la Palabra de Dios y el encuentro con Jesús en la Eucaristía; a medida que avanzamos en nuestra vida cristiana y nos confrontamos con nuestra fragilidad humana, la participación en la Misa del domingo se convierte, más que en una obligación, en una necesidad sentida. Recuerdo a una catequista de Paysandú que me compartió, en forma coloquial, porqué sentía la necesidad de la Misa dominical: “una necesita recargar las pilas”, me dijo.

Pero no se trata de conectarse con un flujo de energía. Se trata del encuentro, en comunidad, con la Palabra del Señor, que ilumina nuestra vida y que buscamos llevar a la práctica. Es el encuentro con el Señor que se nos da como alimento, para que recibamos la fuerza del Espíritu Santo que hace posible nuestra peregrinación de fe por esta vida. Es nuestro encuentro con Jesucristo, que nos prometió “yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20).

Volvamos al evangelio de hoy. Hay alguien que, aquel domingo, por decirlo así, “faltó a Misa”: faltó al encuentro con el Señor. Fue Tomás, quien, además, no creyó en el testimonio de sus hermanos.
Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»
Tomás respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos,
si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.»
(Juan 20,19-31)
El evangelio continúa, diciéndonos que “ocho días más tarde”, es decir, de nuevo, el primer día de la semana, los discípulos estaban reunidos. La comunidad sigue encontrándose y el Señor sigue haciéndose presente. Esta vez, Tomás no ha faltado a la cita. Jesús le dice:
«Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.»
Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»
(Juan 20,19-31)
Tomás no había creído el testimonio de sus hermanos. Quiso llegar a la fe por su propio camino, reclamando ver y tocar. En el encuentro con Jesús comprenderá que lo que había pedido no tenía sentido. Jesús no ha “revivido”, es decir, no ha vuelto a la forma de vida en que sus discípulos lo habían conocido. Jesús ha resucitado, ha entrado en una nueva realidad. Tomás se abre a la fe y a la nueva presencia del maestro, al que reconoce como su Señor y su Dios.

Jesús proclama felices a los que creen sin haber visto. Es una bienaventuranza que mira hacia los que vendríamos después, cuando ya no estuvieran en este mundo los testigos oculares de la vida, muerte y resurrección de Cristo.

Creer pasa por buscar y encontrar al Señor cada domingo en la asamblea de los fieles. Es encontrar en los sacramentos la vida que ha brotado de la cruz. No se trata de visiones o hechos extraordinarios: estos no convencen a quienes no creen y quienes creen no los necesitan.
Nos basta la presencia viva y vivificadora del Señor que nos comunica su Espíritu, en la Iglesia, donde sigue predicándonos el Evangelio y partiendo para nosotros el Pan.

Amigas y amigos, que cada domingo nos sintamos llamados por el Señor y seamos felices de ir a su encuentro en la Eucaristía. Que tengan un venturoso tiempo de Pascua y que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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