jueves, 14 de abril de 2022

“Él también vio y creyó” (Juan 20, 1-9). Domingo de Pascua.

No es raro hoy encontrarse, en algunos lugares, con gente que sale a correr, vestidos y calzados con equipo adecuado para ello. Últimamente se pusieron de moda las palabras runners y running, tomadas del inglés, que hacen referencia a esas personas y al ejercicio que practican.

También nos cruzamos con gente que corre para llegar a tiempo a un compromiso, o para alcanzar el ómnibus que está a punto de arrancar.

En el evangelio de hoy encontramos también gente que corre. Evidentemente, no lo hace como ejercicio, ni tampoco por el apuro de llegar a una hora señalada. Estos corredores, estos runners, se dejan mover por un apremio que nace en su corazón, por una urgencia que los desborda y los impulsa a andar velozmente. ¿Cómo se desencadenó todo eso?

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.

Había pasado el sábado, el Shabat, el séptimo día de la semana, día de descanso del hombre, día que recuerda el reposo de Dios Creador.
El cuerpo de Jesús había descansado en el sepulcro. El primer día estaba comenzando, la tierra estaba en penumbra… María Magdalena fue y vio; pero todavía no podía interpretar lo que había visto. Solo encontró una explicación humana y, por eso:

Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
María corrió. Su urgencia puede entenderse pensando en la reacción de alguien que ha descubierto un robo y cree que si se actúa rápidamente se puede recuperar lo robado. Cada segundo, cuenta; no hay tiempo que perder.
Pero su agitación puede responder a algo más profundo: la necesidad de saber qué había sucedido realmente. La necesidad de entender qué había pasado.
Y tal vez eso fue lo que transmitió a los discípulos, porque vemos que:
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Al correr sigue el ver, introduciéndonos un poco más en este misterio. María solo vio que la piedra había sido sacada y corrió a buscar a los discípulos. El otro discípulo se asomó a la tumba y vio el interior.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; éste no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Seguimos avanzando. Simón Pedro hizo algo más: entró al sepulcro. Entonces todo pudo verse con mayor detalle. Las vendas, ya inútiles, caídas en el suelo; pero el sudario enrollado, aparte. Un detalle de orden, de cuidado.

Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.

“Creyó”: ahora sí. Ahí está lo importante, lo definitivo, al menos para esta vida.
El discípulo creyó en la resurrección de Jesús.
“La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo.” (CIC 638).
Creer en Jesús resucitado es creer en la vida. No solo en la vida presente y en la necesidad de que esta vida sea cuidada y respetada, que sea digna de ser vivida, sino de una vida más allá de nuestros límites humanos, más allá de la muerte.
En este mundo, en esta vida que conocemos, nadie puede realizarse plenamente en ninguna dimensión de nuestra propia existencia. Todo es caduco.
Las más sublimes manifestaciones de la humanidad, aun aquellas que han perdurado a través de los siglos, siguen siendo amenazadas por la destrucción y la ruina.
Nos asusta la fuerza destructora de la guerra y de las múltiples formas de la violencia humana. Por otra parte, dos años de pandemia nos han mostrado lo frágil que puede ser nuestra vida y lo indefensos que podemos llegar a sentirnos.

Sin embargo, Dios trabaja en la noche del mundo, como trabajó en la oscuridad del sepulcro de su Hijo. No sabemos cómo lo hace, pero el Padre construye en Jesús Resucitado un amanecer de vida y esperanza para esta humanidad.

Más allá de la muerte: más allá de la muerte está la vida verdadera. La resurrección de Jesús no es solo un hecho sorprendente, pero que queda aislado, como un especial privilegio concedido a cambio o en compensación de su terrible sufrimiento. Jesús resucitado no será el único, sino el primero, el que abre a la humanidad la entrada a la vida en Dios. Así lo expresa san Pablo:
Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. (1 Corintios 15,20)
La resurrección confirma la vida y la misión de Jesús entre nosotros.
Jesús no estuvo en este mundo esperando pasivamente ese momento culminante.
En la primera lectura, Pedro nos dice:
El pasó haciendo el bien… lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día. (Hechos 10, 34a.37-43)
Creer en Jesús no es solo creer en su muerte y su resurrección. Es creer que su vida entera, que culmina en su Pascua, es la manifestación definitiva de Dios a la humanidad. Con una sencilla frase, Pedro nos da la clave de esa vida: “pasó haciendo el bien”: sanando, purificando, levantando, liberando, perdonando… pasó haciendo “las obras del Padre”, la obra de la Misericordia.

Amigas y amigos: en nuestros momentos de oscuridad o de luz; de certezas o de incertidumbre, de dolor o de consuelo, que sea la luz de Jesús Resucitado la que nos ilumine, la que nos haga ver el sentido de cada momento de nuestra vida. Que su Pascua nos llene de esperanza, para que, siguiéndolo a Él, pasemos también nosotros “haciendo el bien”.

Muy feliz Pascua de Resurrección. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

No hay comentarios: