“En la Iglesia hay lugar para todos”, dijo, una y otra vez, con cordial insistencia, el papa Francisco a los jóvenes reunidos en la Jornada Mundial de la Juventud de Lisboa. Se lo hizo repetir a los jóvenes: “todos, todos”, recordando, precisamente, el evangelio que escuchamos en la Misa de este domingo:
“Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren” (Mateo 22,1-14)
Efectivamente, nadie está excluido de esa invitación: inviten a todos.
Esta frase de Jesús está tomada de una parábola que comienza así:
El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo.
En esta parábola, Jesús recurre a un tema que encontramos a lo largo de la Sagrada Escritura: las Bodas de Dios con su pueblo. Dios suele presentarse como el enamorado que quiere casarse con su amada y vivir en el amor y la fidelidad. Y cuando la amada -su Pueblo, no olvidemos- es infiel, Dios es capaz de agotar todos los recursos con tal de reconquistar su amor.
En el profeta Oseas encontramos una alta expresión de este lenguaje del Dios enamorado, que promete a su pueblo:
Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor. (Oseas 2,21-22)
Con la encarnación del Hijo de Dios, esta relación ha tenido un giro: el esposo es Dios-Hijo.
Dios-Padre es el Rey que celebra las bodas de su Hijo con toda la familia humana a la que ha venido a salvar por su cruz y su resurrección.
Todos invitados; hay lugar para todos. Sin embargo, desde el principio, hubo quienes rechazaron la invitación:
Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir.
De nuevo envió a otros servidores (…) Pero [los invitados] no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron.
Entonces el Rey amplió la invitación. Dijo a sus servidores:
«El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él.
Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren».
¿Qué hicieron, entonces, los servidores?
Salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados.
Buenos y malos… parece extraño. ¿No se pide un cambio de conducta, una conversión? Nosotros nos resistiríamos a invitar a algunas personas… esperaríamos que antes hubiera un arrepentimiento manifiesto, un propósito de enmienda y entonces, sí, tal vez con dudas, haríamos la invitación. Pero Dios convida a todos ¡a todos!
Pero no todos los que entraron se quedaron. Hubo alguien que entró sin la actitud adecuada. Y eso lo dejó afuera.
Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. “Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?.” El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: «Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes».
¿Qué significa el traje de fiesta?
Seguramente, en tiempos de Jesús, como en los nuestros, la gente más pudiente iría a una fiesta vestida elegantemente, incluso con ropa nueva. Sin embargo, eso no era necesario. Lo que esperaba el anfitrión era que la gente viniera con ropa limpia. Eso puede parecernos normal, pero para ellos era más importante que para nosotros, porque la limpieza estaba relacionada a la pureza ritual. Una persona que llegara a la fiesta con ropa sucia, como quien no se ha cambiado después de trabajar, haría un gran despreció quien lo invitó.
Pero, por lo que nos cuenta la parábola, esta gente que los servidores encontraron por los caminos, difícilmente estaría con ropa limpia y mucho menos con una vestimenta especial.
Entonces, tenemos que encontrar el sentido espiritual del traje de fiesta; algo que se relaciona con una actitud interior de las personas.
Nos puede ayudar a una interpretación, el rabino Eliezer, que, a fines del siglo I, decía “haz penitencia el día antes de tu muerte” y cuando le preguntaban “¿cómo sabe el hombre cuál es el día antes de su muerte?”, él respondía “razón de más para que haga hoy penitencia: podría morir mañana; así se pasará la vida en penitencia”. Como fundamento de esa afirmación el rabino cita el libro del Eclesiastés:
“Que tu ropa sea siempre blanca y nunca falte el óleo sobre tu cabeza” (Eclesiastés 8,9)
El traje de fiesta, la ropa limpia, la ropa blanca es la penitencia: reconocer los propios pecados, arrepentirse y pedir perdón a Dios.
Desde este punto de vista, el invitado sin el traje de fiesta no ha cumplido: no estaba preparado por medio de la penitencia.
Esta interpretación no nos viene mal: nos pone ante nuestra responsabilidad; pero también podría llevarnos a cierto fariseísmo: pensar que somos nosotros los que nos hacemos justos ante Dios, porque cumplimos la Ley.
Pero es posible otra interpretación. Para eso, nos vamos al libro de Isaías, en un capítulo que Jesús cita en varios pasajes del evangelio:
Desbordo de alegría en el Señor; mi alma se regocija en mi Dios. Porque él me vistió con las vestiduras de la salvación y me envolvió con el manto de la justicia, como un esposo que se ajusta la diadema y como una esposa que se adorna con sus joyas. (Isaías 61,10)
Alegría desbordante, gran regocijo en el Señor… ¿por qué? Porque Dios lo vistió con el traje de salvación y lo envolvió con el manto de la justicia. Notemos la fuerza de esas expresiones. No ha sido “revestido”, sino vestido. No se le puso un vestido encima del que traía puesto, sino que es la desnudez de su corazón, de su realidad humana y frágil la que es vestida con el traje de salvación.
Puesto el traje, viene el manto, que normalmente se pone “por encima”, pero aquí, la persona es envuelta con el manto, como una forma de más fuerte protección y abrigo.
Es el manto de justicia. Tenemos que entender la justicia como la situación de la persona fiel a Dios. Recordemos como se presenta a san José en el evangelio: “era un hombre justo”. La cita de Isaías concluye con expresiones que nos acercan a la fiesta de las fiestas: las bodas de Dios con su Pueblo.
El traje de fiesta, traje de salvación y de justicia, es la obra de la misericordia de Dios, que hace justo al hombre injusto. Esto no excluye el arrepentimiento y la penitencia, pero lo superan:
“donde abundó el pecado sobreabundó la Gracia” (Romanos 5,20).
Entonces… el hombre sin el traje de fiesta es el que ha rechazado la salvación, que no ha aceptado el amor y la misericordia de Dios que se han desbordado sobre él, que han querido vestirlo y abrigarlo. Por eso es excluido del banquete.
Conscientes de nuestra fragilidad, demos cada día pasos en nuestro camino de conversión y esperemos que el Señor, en su misericordia, nos revista un día con el traje de fiesta.
En esta semana:
Mañana, lunes 16, recordamos a Santa Margarita María Alacoque, salesa, que recibió las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús. Es una fiesta muy importante en el monasterio de la Visitación, en Progreso, y adelantamos su celebración para hoy, domingo 15, a las 17 horas.
El miércoles 18 se lleva adelante en el mundo la iniciativa “Un millón de niños rezando el Rosario”, que nació en Venezuela hace 18 años.
También el miércoles 18, Sor Margarita María Álvarez, superiora del monasterio de la Visitación, cumple 25 años de profesión religiosa. La Misa en acción de gracias será celebrada el domingo 22, a las 16:45 y será presidida por nuestro obispo emérito Mons. Alberto Sanguinetti.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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