jueves, 22 de diciembre de 2022

“Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. (Juan 1,1-18). Natividad del Señor.

Amigas y amigos: muy feliz Navidad.

Estamos conmemorando el nacimiento de Jesús, no solo como el recuerdo de un acontecimiento histórico, sino buscando vivirlo hoy como un verdadero acontecimiento de nuestra vida, ofreciendo como pesebre nuestro propio corazón.

Hoy les propongo acercarnos a Jesús a través de algunos de los diferentes títulos que se le dan en los evangelios, hasta llegar al que nos presenta el evangelio de hoy: la Palabra o, como se solía traducir, “el Verbo”.

El domingo pasado escuchamos como un ángel se apareció en sueños a José indicándole, entre otras cosas, que él debía dar un nombre al hijo de María. Poner el nombre a un niño, para un hombre, significaba reconocer a ese niño como hijo suyo, a todos los efectos. El hijo de María sería, para todo el vecindario de Nazaret, el hijo de José, el carpintero.

Pero no fue José quien eligió el nombre; el ángel le indicó cómo debía llamarlo y porqué:

Le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados (Mateo 1,18-24)

El nombre de Jesús, en efecto, significa “Dios salva”. En consonancia con eso, en el evangelio que leemos en la Misa de Nochebuena, el ángel anuncia a los pastores:

Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. (Lucas 2,1-14)

Tenemos ahí tres títulos: “Señor”, que hace referencia a la naturaleza divina; “Salvador”, en directa relación con el nombre de Jesús: “Dios salva”. “Mesías”, que, en hebreo, significa “ungido”. Vamos a detenernos un poco en ese título.

Los elegidos por Dios para una misión, como los reyes y los sacerdotes recibían una unción con aceite. Una escena típica de esto en la Biblia es la unción del futuro rey David por el profeta Samuel.

El ungido recibía de Dios el Espíritu Santo para guiarlo, animarlo y fortalecerlo en su misión. Esto lo significamos hoy con el Sacramento de la Confirmación.

Pero cuando en las acciones y las palabras de alguien se manifestaba también el Espíritu Santo, esa persona era considerada “ungida” aunque no hubiera pasado por el rito del aceite. Esto es lo que sucedía con los profetas.

La unción daba un carácter sagrado a la persona que la había recibido. Si un hombre como el rey Saúl, que había sido ungido, obraba mal, los creyentes mantenían el respeto a su condición. Varias veces el rey Saúl intentó matar a David, que le estaba haciendo sombra. Sin embargo, aunque David tuvo más de una oportunidad de matar a Saúl, siempre mantuvo el respeto y decía 

“¡Líbreme el Señor de atentar contra su ungido!” (1 Samuel 26,11)

En ningún lugar se dice que Jesús haya sido “ungido”, es decir, que se haya derramado aceite sobre su cabeza. De hecho, el fue concebido “por obra y gracia del Espíritu Santo”; el Espíritu Santo está en él desde siempre. Sin embargo, hay un momento en que la presencia del Espíritu en Jesús se manifiesta públicamente: cuando es bautizado por Juan en el Jordán.

Pero Jesús no es uno más de tantos ungidos, de tantos “mesías” enviados por Dios para salvar a su pueblo en un momento determinado. Jesús es EL Mesías, EL Salvador definitivo enviado por Dios. 

Y demos un paso más con este título: Mesías es la palabra hebrea; pero esa palabra se traduce al griego como Cristo, y ahí tenemos el gran título de Jesús: él es EL Cristo, EL Mesías, EL Salvador.

Estaba anunciado que el Mesías sería “Hijo de David”, es decir, descendiente de Jesé, padre del rey David. Así dice el profeta Isaías:

Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces. Sobre él reposará el espíritu del Señor (Cf. Isaías 11,1-10, 1ª lectura, II Domingo de Adviento)

José, al poner nombre a Jesús, asumió la paternidad legal del hijo de María y lo incorporó a la familia de David, a la que José pertenecía.

El evangelio del domingo pasado nos decía también que con el nacimiento de ese niño se cumpliría lo anunciado por el profeta Isaías y el niño sería llamado “Emanuel”, que significa “Dios con Nosotros”. De “Emanuel” deriva el nombre Manuel. En Perú, en Navidad, se canta y se festeja al “niño Manuelito”, algo que nos confunde un poco a los que no conocemos la costumbre; pero no es otro que el niño Jesús, el Emanuel.

Más títulos… son muchísimos. El discípulo Natanael, en su primer encuentro con Jesús, le dice:

«Rabbí, tú eres el hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». (Juan 1,49)

“Rabbí” significa “Maestro” y no nos vamos a detener mucho en ese título común al de todos aquellos que reunían discípulos. 

“Rey de Israel” está en relación con “Mesías” e “Hijo de David”. De otra forma, ese título va a aparecer en un cartel sobre la cruz de Jesús: “Rey de los Judíos”. 

“Hijo de Dios” expresa el ser más profundo de Jesús: es EL Hijo de Dios. Sin embargo, fue largo el camino para que los cristianos llegaran a comprender y a formular lo que significa esto.

Curiosamente, muchas veces Jesús utilizaba para referirse a sí mismo, el título de “Hijo del hombre”. Ese título se refiere a una profecía del libro de Daniel:

Vi que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre; él avanzó hacia el Anciano y lo hicieron acercar hasta él. Y le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido. (Daniel 7,13-14) 

Cuando Jesús es detenido y llevado ante el Sumo Sacerdote, éste le pregunta: «¿Eres el Mesías, el Hijo de Dios bendito?». Jesús le responde:

«Así es, yo lo soy: y ustedes verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir entre las nubes del cielo». (Marcos 14,62)

En el Evangelio de Juan, el Bautista presenta a Jesús como 

“el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1,29)

Llamar a Jesús “cordero” lo asimila a una de las víctimas presentadas para los sacrificios en el templo de Jerusalén. Pero él no es un cordero más: es “el cordero de Dios”, la víctima presentada por Dios mismo para que le fuera ofrecida; más aún, para que se ofreciera a sí misma.

El primer título de Jesús que presenta Juan es muy distinto: la Palabra. Así comienza el evangelio de Juan:

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. (Juan 1,1-18)

Presentar a Jesús como Palabra que ya está en el principio, conecta este comienzo con el inicio de la Biblia, donde leemos: 

“Al principio Dios creó el cielo y la tierra” (Génesis 1,1)

Dios creó; Dios crea por medio de su palabra. Cada paso de la creación tiene la expresión “Dios dijo”… Cada una de las cosas que Dios dice, se hace.

Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. (Juan 1,1-18)

Esa Palabra creadora, que estaba junto a Dios y era Dios, fue enviada al mundo:

“Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. (Juan 1,14)

Ése es el misterio de la Navidad. La presencia del Emanuel, el Dios con nosotros, que tomó nuestra carne, nuestra condición humana, incluyendo la muerte, pero no el pecado.

Esa es la presencia que celebramos en esta Navidad: el Hijo de Dios, el Mesías, el Cristo, el Salvador. En él encontramos el perdón, la paz y la alegría.

En él vivamos una Feliz Navidad, con la bendición de Dios todopoderoso:

Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. 

No hay comentarios: