Las lecturas de hoy están marcadas por la presencia de ancianos, de personas que están al término de su vida, pero que miran al futuro llenos de esperanza. La primera lectura, del libro del Génesis y la segunda, de la carta a los Hebreos, hacen referencia a Abraham y Sara, un matrimonio muy entrado en años, al que Dios da por fin un hijo, Isaac. La carta a los Hebreos destaca la fe de ambos esposos:
Por la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba. También por la fe, Sara recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía. Y por eso, de un solo hombre, y de un hombre ya cercano a la muerte, nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar. (Hebreos 11, 8. 11-12. 17-19)
Abraham es conocido como “padre de los creyentes” por judíos, cristianos y musulmanes. La “descendencia numerosa”, incontable, no es su descendencia biológica, sino su estirpe espiritual. Los creyentes de cada una de las tres grandes religiones monoteístas somos, en la fe, “hijos de Abraham”. Recordemos las palabras de Juan el Bautista:
No se contenten con decir: «Tenemos por padre a Abraham». Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham. (Mateo 3,9)
San Pablo, en su carta a los Gálatas, explica el alcance más profundo de la promesa de Dios a Abraham respecto a la descendencia:
Las promesas fueron hechas a Abraham y a su descendencia. La Escritura no dice: «y a los descendientes», como si se tratara de muchos, sino en singular: y a su descendencia, es decir, a Cristo (Gálatas 3,16).
Al igual que Pablo, los primeros cristianos ven las promesas de Dios a Abraham cumplidas, precisamente, en Jesús. Por eso no debe extrañarnos que al escribir la genealogía de Jesucristo, los evangelistas Mateo y Lucas lo presenten como descendiente de Abraham (Mateo 1,1; Lucas 3,34).
Completando su pensamiento, Pablo nos asegura nuestra condición de hijos de Abraham por nuestra fe en Cristo:
Si ustedes pertenecen a Cristo, entonces son descendientes de Abraham. (Gálatas 3,29)
De aquellos esposos creyentes, Abraham y Sara, el evangelio nos lleva al encuentro de otros dos ancianos. El primero de ellos es Simeón:
… que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. (Lucas 2, 22-40)
A continuación aparece una anciana:
… una profetisa llamada Ana, (…) mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. (Lucas 2, 22-40)
Tanto Simeón como Ana se encuentran en el templo cuando llegan José y María trayendo al niño para presentarlo a Dios. Ana dio gracias a Dios y comenzó a hablar del niño a todos los que esperaban la llegada del Mesías. Por su parte, Simeón también oró, lleno de gratitud:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.» (Lucas 2, 22-40)
Luego, se dirigió a María, la madre, diciéndole:
«Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.» (Lucas 2, 22-40)
Caída y elevación. María, en su cántico, su Magnificat, dice que Dios
Derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes. (Lucas 1,52)
Más de veinte siglos después, hemos visto cómo muchos poderosos fueron derribados de sus tronos; sin embargo, quienes los sucedieron, aunque tuvieran origen humilde, terminaron convirtiéndose en opresores, a veces peores que los derribados. Por eso no podemos leer este pasaje del evangelio con una mirada humana. Tenemos que pedir el don del Espíritu y leerlo desde la mirada de Dios. La elevación de los humildes no es su instalación en el trono que han dejado vacíos los poderosos. Jesús no tuvo en este mundo otro trono que la cruz, en la que fue elevado.
Simeón habla de caída y elevación “de muchos”. Serán elevados quienes, como Simeón y Ana, vean la salvación en el hijo de María. Serán elevados quienes se acerquen a Jesús con fe, quienes se dejen tocar por Él y cambien su corazón. Serán derribados aquellos que le cierren su corazón y lo rechacen. Esta es la disyuntiva, la horqueta de caminos que se abre ante toda persona que encuentra a Jesús: reconocerlo como Salvador, o rechazarlo. Cuando Simeón dice “mis ojos han visto la salvación”, está viendo a Jesús. En Él está la salvación.
¿Y que sucedió con Abraham, nuestro padre en la fe? ¿Acaso también sus ojos vieron la salvación? Asombrémonos con lo que dice Jesús:
«Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría» (Juan 8,56)
La fe abre los ojos, transforma la mirada y cambia la perspectiva. Antes de que nosotros lo veamos, Dios nos ve. La fe nace del encuentro de nuestra mirada con la mirada compasiva de Dios, que rompe la dureza de nuestro corazón, cura nuestras heridas y nos da una mirada nueva para vernos a nosotros mismos y al mundo. No una mirada ingenua, sino una mirada sabia, que sabe ver adentro y ver más allá, que no se detiene en las apariencias, en lo externo, sino que atraviesa el dolor y la oscuridad para descubrir la presencia de Dios, para ver la salvación.
Amigas y amigos, en este último día del año 2023 y de cara al 2024 que está a la puerta, les ofrezco mis mejores deseos y pido al Señor que, a cada uno de ustedes, le dé su bendición:
"Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti
y te muestre su gracia.
Que el Señor te descubra su rostro
y te conceda la paz."
Y la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes y permanezca siempre. Amén.
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