Homilía de Mons. Heriberto
Queridos hermanos y hermanas:
“Estén siempre alegres en el Señor” es la Palabra con la que hemos sido invitados a participar de esta celebración. Está tomada de la carta de San Pablo a los filipenses (4,4). Es el lema que Piero ha elegido para su ordenación diaconal.
“Estén siempre alegres…” ¿Qué es lo que dice Pablo? ¿Es un buen deseo? ¿Es un mandato? ¿Se puede pedir a los demás que se alegren y, mucho más todavía, qué estén siempre alegres? Y esa alegría ¿cómo se vive? ¿cómo se expresa?
Se puede aprender a sonreír. Es una manera de disponer los labios, moviendo algunos músculos de la cara… Hay personas que trabajan en la atención al público, a las que se les entrena para que estén siempre sonrientes… pero eso no quiere decir que estén siempre alegres. Ni siquiera significa que estén alegres.
¿Cómo transitar por esta vida “siempre alegres” cuando, día a día, nos encontramos con diversos problemas y contratiempos, con sufrimientos y angustias, tanto en la vida personal como familiar y social? ¿Se trata, acaso, de hacer un esfuerzo por borrar todo eso, por olvidarlo y mantener encendida una alegría artificial? ¿Necesitaría para eso buscar permanentemente sonidos que me aturdan, velocidades de vértigo, emociones colectivas o acaso la ayuda de alguna sustancia que me coloque allí? No. Esos no son caminos.
San Pablo dice “estén siempre alegres en el Señor”. La verdadera alegría tiene un fundamento y ese fundamento es Cristo. “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”, nos dice el Papa Francisco en su exhortación Evangelii Gaudium (N° 1).
Los cristianos, igual que todo aquel que viene a este mundo, experimentamos día a día, en nuestra propia carne, dolor, contradicciones, incertidumbres, inseguridad y tantas cosas que pueden atemorizarnos, abrumarnos y entristecernos. Sin embargo, siguiendo a Jesús, podemos aceptar esos sufrimientos como una ocasión única de unirnos a la pasión de Cristo y, como dice San Pablo (Colosenses 1,24), participar de su obra redentora en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, cuerpo que quiere recibir entre sus miembros a seres humanos “de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Apocalipsis 5,9).
En cada sufrimiento humano está presente Cristo crucificado. El domingo pasado escuchábamos al Señor decirnos “lo hicieron conmigo” (Mateo 25,40), si estuvimos atentos y dispuestos para socorrer a aquellos que encontramos con hambre, con sed, con frío, en la enfermedad, en la cárcel… o en lenguaje de nuestros días, “en situación de calle”. Si de alguna manera ayudamos a esas personas, Jesús nos dice “lo hicieron conmigo”. Y eso vale igualmente para otras realidades donde se hace presente Jesús sufriente, Jesús abandonado, esperando ser escuchado, contenido, consolado… en definitiva, ser amado.
Entonces, amando a Jesús crucificado en los sufrientes y abandonados de hoy, o amándolo en el encuentro con él en nuestro propio dolor, encontramos la alegría más profunda. Una alegría que no es superficial, que no se nos impone desde fuera, sino que surge desde dentro, que surge del corazón.
Por extraño y contradictorio que pueda parecer, el crucificado es la llave de la alegría. Es una ruta que no es fácil elegir; pero es una ruta abierta, sin semáforos ni barreras, hacia el encuentro con Dios. Es el punto de encuentro entre nuestra miseria humana y la obra de la redención: la gloria, la luz, la resurrección, ya en nuestra vida, como un anuncio, como un germen de lo que vendrá en la eternidad.
Y ahí está el motivo, continuamente nuevo, siempre estimulante y de ninguna manera ingenuo, para estar siempre alegres en el Señor.
El libro de los Hechos (6, 1-6) cuenta que los apóstoles, desbordados por el reclamo de una parte de la comunidad que veía que sus viudas, es decir las mujeres pobres, no eran bien atendidas, eligieron a siete hombres para el servicio de las mesas, para “la distribución diaria de los alimentos”.
Esa fue la misión de los diáconos en sus orígenes: organizar y poner en obra la caridad en la comunidad. Pero no en vano se dice que eran “hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría” porque pronto encontramos a uno de ellos, Esteban, anunciando a Cristo hasta recibir la corona del martirio y luego a Felipe, haciendo de la persecución que se ha desatado, una ocasión para llevar el evangelio a Samaría, predicando y bautizando.
Así se fue configurando este ministerio que, en el correr de los siglos, fue convirtiéndose tan solo en un paso necesario y previo a la ordenación presbiteral.
Sin embargo, el Concilio Vaticano II lo recuperó “como grado propio y permanente de la Jerarquía” para servir “al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad”, “confortados con la gracia sacramental” (Lumen Gentium 29).
Querido Piero, en la alegría de la fe, en este tiempo de Adviento, que reanima nuestra esperanza, apoyado por tu esposa Luciana, has pedido recibir el Sacramento del Orden en el grado del diaconado. Lo pides, como dices en tu carta, para “servir a la Iglesia en lo que Dios disponga, sin dejar de lado la dimensión familiar y laboral, orando siempre para llevar adelante la imagen de Cristo Servidor con humildad y dignidad, siendo fiel al Evangelio”.
Sé que tú y Luciana han hecho un buen camino para llegar a este día, un camino de aceptación del llamado que el Señor te fue haciendo por medio de la Iglesia, primero con el P. Fabio y luego con el P. Washington, camino que los fue llevando a asumir juntos algunos compromisos en la comunidad, como el acompañamiento del grupo de jóvenes, además de tu propia participación en la catequesis de iniciación cristiana y en la preparación de la liturgia, tanto en la parroquia como en la capilla Inmaculada Concepción de Rincón del Colorado.
Hoy mismo, cumplido el ritual de la ordenación, llegado el momento, por primera vez nos invitarás a todos los presentes a que nos saludemos ofreciéndonos mutuamente la paz de Cristo y, al concluir la celebración, será también la primera vez que nos despidas en paz para que salgamos a llevar al mundo lo que hemos celebrado y recibido en esta Eucaristía: al mismo Señor Jesús, que se hizo Servidor de todos. Que así sea.
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