Amigas y amigos, hoy, a las 18 horas, aquí, en la parroquia San Francisco de Asís, en Joaquín Suárez, será ordenado diácono Marcelo Villalba. Es la cuarta y última ordenación diaconal de este año. Un diácono en camino al sacerdocio, Sergio, y tres diáconos permanentes: José, Piero y Marcelo.
Agradecemos al Señor este gran don para nuestra diócesis y rogamos para que cada uno de ellos viva intensa y profundamente su ministerio, en el servicio y el amor a Dios y al prójimo.
Hoy, el evangelio nos invita a contemplar la figura de un hombre que respondió fielmente al llamado de Dios: Juan el Bautista.
Cuando abrimos el evangelio según san Juan, en el capítulo uno, encontramos un texto muy solemne y allí, una frase clave:
“Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1,14)
Ese es el pasaje que leemos en la misa del día de Navidad. Allí, la encarnación del Hijo de Dios y su nacimiento es el gran tema, el gran acontecimiento. Pero este domingo, leemos en el mismo capítulo el momento en que es presentado Juan el Bautista:
“Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan” (Juan 1,6-8,19-28).
El Bautista es, para nosotros, un personaje familiar. Ya hablaba de él el evangelio del domingo pasado, contándonos que apareció “proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”.
El evangelista Juan, en este pasaje, nos acerca al misterio de este hombre. Lo primero que nos dice el evangelista es que el bautista ha sido “enviado por Dios”. Eso quiere decir que no ha venido por su cuenta, no se ha investido a sí mismo de una misión, sino que la ha recibido y aceptado.
La misión de Juan, sigue diciendo el evangelio, era “dar testimonio de la luz”.
Si lo pensamos por un instante, es una misión un poco extraña, ya que, de todo lo que existe en la Creación, no hay nada más manifiesto, más evidente, que la luz. Todos nos damos cuenta de que hay luz o de que falta luz… salvo quienes no pueden ver, quienes viven en permanente oscuridad… ¿cuál es la luz de la que ha venido a dar testimonio Juan? ¿Quiénes son los que no pueden ver, los que necesitan recibir el testimonio de la luz?
Los cuatro evangelios nos pintan el retrato de Juan el Bautista. Un hombre que “vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel” (Lucas 1,80). Llevaba una vida austera y predicaba de forma clara y directa, llamando al arrepentimiento a todos los pecadores e increpando a aquellos que se le acercaban con hipocresía. Su aparición despertó muchas expectativas en la gente, que pensaba que él podía ser el Mesías esperado. En nuestro evangelio de hoy vemos cómo las autoridades judías envían sacerdotes y levitas para preguntar a Juan quién era él. Lo primero que Juan dice es “Yo no soy el Mesías”. Después le preguntan si es Elías, el profeta del que se había anunciado que volvería. “No”, responde el Bautista. Todavía queda una posibilidad: “¿Eres el profeta?”. “Tampoco”, responde Juan. Ese profeta sin nombre estaba anunciado en el libro del Éxodo: un profeta a la manera de Moisés.
Frente a esas negativas, los enviados vuelven a preguntar y Juan responde:
Ellos insistieron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?»
Y él les dijo: «Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías.» (Juan 1,6-8,19-28)
“Yo soy una voz”. Así se define Juan. Él ha sido llamado para una misión y ha respondido. El profeta Isaías lo había anunciado de manera misteriosa:
Una voz grita: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! (Isaías 40,3)
Juan se identifica con esa voz que llama a preparar el camino para que el Señor llegue. Un camino al corazón de los hombres.
Juan llegó a ser un personaje importante. El hecho de que las autoridades envíen delegados a preguntarle quién es significa que lo están tomando en serio. El mismo rey Herodes, a pesar de que consentirá en que Juan sea decapitado, también lo tenía en consideración:
Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía, quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto. (Marcos 6,20)
El mismo Jesús muestra una alta valoración por el Bautista, aunque también lo ubica en su lugar de bisagra entre dos tiempos de la historia de la salvación:
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él. (Mateo 11,11 cf. Lucas 7,28)
Pese a toda esa importancia, que a otro podría habérsele subido a la cabeza, Juan mantuvo hasta el final su coherencia de vida, sin pretender ocupar el lugar de Aquel a quien él tenía la misión de anunciar. Así lo declara en el evangelio de hoy:
«Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia.» (Juan 1,6-8,19-28)
Esa es la grandeza de Juan: responder al llamado de Dios y ser fiel hasta la muerte. Como testigo de la luz, él anuncia a Jesucristo, Luz del Mundo. Su testimonio comienza a abrir los ojos de los ciegos. Quienes lo escuchen, podrán reconocer en Jesús al Mesías. Otros, en cambio, no querrán ver.
El testimonio del Bautista nos interpela fuertemente, con dos grandes interrogantes:
Primero: ¿reconocemos a Jesús como el Mesías, el Salvador? Ese reconocimiento, ¿me ha llevado a la conversión, más aún, me ha hecho entrar en un proceso de conversión permanente?
Segundo: ¿cuál es el llamado de Dios para mí? La vocación no es un sentimiento, sino la voz misma de Dios en mi corazón. Su llamado espera una respuesta. La vocación última de cada persona que viene a este mundo es la santidad, que cada una realiza en fidelidad a su vocación particular, que debe procurar descubrir y a la cual debe responder. Hay quienes están llamados a una especial consagración, en el sacerdocio o en la vida religiosa; pero muchos descubren el llamado de Dios en su vida laical, en su vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en la vida en sociedad. El llamado continúa a lo largo de los años, porque la respuesta inicial que dimos a Dios va a ir pidiendo sucesivas respuestas, concretas, cada día de nuestra vida. Que nuestros ojos no estén ciegos a Cristo, porque es bajo su luz que cada uno puede encontrar su vocación y el sentido de su vida.
En esta semana
El próximo domingo es 24 y eso crea una situación especial. Por un lado es el cuarto domingo de Adviento y con él empieza la cuarta semana de este tiempo previo a la Navidad. Pues bien, esa semana será de apenas unas horas, ya que al atardecer empieza la Nochebuena.
Entonces, recordemos que el sábado 23 y el domingo 24 por la mañana, se celebra la Misa del cuarto domingo de adviento; y, a la noche, la Misa de Nochebuena.
Aprovechemos bien, entonces, esta semana que nos queda de preparación a la Navidad, en el espíritu de este tercer domingo, que nos marca la segunda lectura: “Hermanos: Estén siempre alegres. Oren sin cesar. Den gracias a Dios en toda ocasión”.
Y que la bendición de Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre ustedes y permanezca siempre. Amén.
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