Una de las cosas que a veces se le pregunta a personajes famosos es cómo es un día típico en su vida. A veces, un periodista es invitado por alguna de esas personalidades a acompañarlo a lo largo de una jornada y verlo con sus propios ojos. Son esas notas que suelen llamarse “un día en la vida de fulano de tal”.
Algo así hace san Marcos, llevándonos en el primer capítulo de su evangelio a seguir a Jesús a lo largo de una jornada completa. Tan completa, que nos va a llevar dos programas: el de hoy y el del próximo domingo.
No se trata de un día cualquiera de la semana. Es un sábado. Para los israelitas, un día sagrado, en que se detiene el trabajo, se evitan los esfuerzos físicos y se busca el encuentro con Dios. Por eso, la jornada de Jesús comienza en la sinagoga.
Cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. (Marcos 1,21-28)
Predicar, enseñar, es la actividad constante de Jesús. Lo hacía los sábados en la sinagoga, donde un maestro como él podía ser invitado a dirigirse a la asamblea; pero lo hacía también en las calles y en las plazas; en todo lugar donde pudiera reunirse un grupo de gente a escucharlo.
Jesús no dejó nada escrito. Los evangelios recogen sus palabras, que los discípulos oyeron muchas veces y guardaron en su corazón. El domingo pasado escuchamos una síntesis de la predicación de Jesús:
«El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Marcos 1,15).
Hoy vemos cómo los oyentes se asombran de la autoridad con que Jesús enseña. Autoridad, no autoritarismo. Jesús no está imponiendo lo que enseña. Lo que sucede es que todos perciben que enseña de una manera diferente de como lo hacían los escribas, los conocedores de la Ley de Dios. Ellos citaban a otros autores para fundamentar sus comentarios. Jesús, en cambio, tiene autoridad plena. Enseña algo nuevo, algo que nunca había sido presentado de esa manera. Eso es lo que comentan quienes lo escuchan:
¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad… ! (Marcos 1,21-28)
La reunión en la sinagoga podría haber terminado allí, con la gente saliendo satisfecha y admirada por las palabras de Jesús y su manera de enseñar. Pero, entonces, se produce un incidente que va a revelar que la autoridad de Jesús va mucho más lejos de lo que ellos pensaban hasta el momento.
Marcos nos cuenta que en la sinagoga había un hombre poseído por un espíritu impuro. Otras traducciones dicen “un espíritu inmundo”. Inmundo es un adjetivo que a veces usamos para describir algo muy desagradable: “un olor inmundo”, o incluso el muy mal carácter de una persona: “¡qué tipo inmundo!”. Un ambiente o una persona con los que no se puede estar.
En el lenguaje bíblico, lo impuro o lo inmundo es lo que no puede presentarse ante Dios. Si una persona se encontraba en una situación de impureza, debía purificarse antes de ir a la sinagoga o al templo. Pero un hombre poseído por un espíritu inmundo no se puede purificar a sí mismo. El hombre comienza a gritar y no es él quien habla, sino esa presencia maligna que lo domina:
«¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros?
Ya sé quién eres: el Santo de Dios». (Marcos 1,21-28)
El demonio hace dos preguntas y una afirmación, que tiene ya dentro la respuesta a las preguntas. Jesús es el Santo de Dios y, por eso, no quiere nada con él. Son dos reinos en lucha: el Reino de Dios y el reino de Satanás. Pero no es un enfrentamiento entre dos poderes semejantes, que compiten entre sí. Jesús y Satanás están en planos completamente diferentes. La fuerza de Jesús es creadora, sanadora, liberadora. La fuerza de Satanás es destructora, enfermante, esclavizante. Entre uno y otro no puede haber más que oposición.
Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre. (Marcos 1,21-28)
Jesús ha venido a destruir los espíritus contrarios a Dios. En la acción de Jesús se cumple la sentencia dada por Dios al tentador, la antigua serpiente, de la que nos habla el libro del Génesis:
Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo.
Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón (Génesis 3,15)
Ese linaje de la mujer, esa descendencia que vence a la serpiente es Jesús y toda la Iglesia, que es su cuerpo, de la que es madre y modelo la Madre de Jesús, la Inmaculada, a la que se representa aplastando la serpiente con su pie.
Todos aquellos que escucharon a Jesús y luego lo vieron liberar a aquel hombre encadenado por Satanás, quedaron aún más admirados de su autoridad:
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!» Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea. (Marcos 1,21-28)
Amigas y amigos: el mal existe. A veces toma la apariencia de bien y es capaz de seducirnos y esclavizarnos. En esos momentos, nuestro corazón es como la sinagoga de Cafarnaúm, un lugar de batalla. No miremos al mal que nos atrae y quiere encadenarnos, sino a la presencia de Jesús. Volvamos una y otra vez a su Evangelio, que, con su autoridad nos despierta, nos levanta y nos libera, para que retomemos el camino del bien.
Con la liberación de este hombre y el mayor asombro de la multitud, concluye la primera parte de la jornada de Jesús. ¿Cómo continúa? Lo veremos el próximo domingo.
Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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