miércoles, 10 de enero de 2024

“Hemos encontrado al Mesías”. (Juan 1,35-42). II Domingo durante el año.

Las lecturas de este domingo se abren con el hermoso relato de la vocación de Samuel. Ana, la madre de Samuel, no podía tener hijos, lo que la hacía sufrir enormemente. En visita al templo donde se guardaba el Arca de la Alianza, estuvo rezando fervorosamente, pidiendo a Dios ese hijo anhelado. Cuando Samuel nació, Ana decidió darle a Dios lo que Dios le había dado y, cuando el niño creció lo suficiente, lo llevó para que estuviera al servicio del santuario.

Samuel dormía en el templo. Una noche escuchó la voz de Dios, llamándolo por su nombre. Pensando que lo llamaba el sacerdote se presentó ante él

«Aquí estoy, porque me has llamado.» (Samuel 3, 3b-10.19)

El sacerdote le dijo que no lo había llamado.

Esto sucedió tres veces. A la tercera, el sacerdote comprendió que era Dios quien llamaba al jovencito y le dijo lo que debía responder:

«Habla, Señor, porque tu servidor escucha.» (Samuel 3, 3b-10.19)

Así respondió Samuel a su vocación. Su madre lo había entregado al servicio de Dios; pero Samuel debía dar su propia respuesta. Fue una respuesta generosa, que hizo de Samuel un verdadero “hombre de Dios”. Por su parte, Dios nunca lo abandonó. La lectura de hoy concluye diciendo:

Samuel creció; el Señor estaba con él, y no dejó que cayera por tierra ninguna de sus palabras. (Samuel 3, 3b-10.19)

Este relato de la vocación de Samuel nos prepara para escuchar el evangelio, donde hay otra historia vocacional: el llamado de los primeros discípulos de Jesús, en el evangelio según san Juan. En esta historia hay algunas frases, en boca de distintos personajes; frases que, por sí solas, podrían ser todo un tema a desarrollar.

La primera de esas frases la dice san Juan Bautista, a dos de sus discípulos, señalando a Jesús:

«Este es el Cordero de Dios». (Juan 1,35-42)

Quienes participamos habitualmente en la Misa estamos acostumbrados a oír esa expresión, justo antes de la comunión: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Felices los invitados a la cena del Señor”.

Pero este relato está al comienzo del evangelio. Falta mucho para la primera Misa, es decir, la última cena de Jesús.

¿Qué evocaba el cordero para los israelitas? El cordero era un animal utilizado en los sacrificios. En la Pascua de Israel, en tiempos de Jesús, las familias llevaban al templo los corderos que eran sacrificados allí y luego, en cada casa, preparados y comidos en la cena pascual. Entre otros animales que podían ser sacrificados en distintas ocasiones, muchos elegían, igualmente, un cordero.

Dentro de esa multitud de ovinos sacrificados año a año, el Bautista presenta uno solo: “el” cordero. No es uno de tantos; es el definitivo. Y es así, porque no es el que lleva una familia o un oferente, sino porque es el cordero “de Dios”, es decir, el que Dios provee. “Dios proveerá” había dicho Abraham a su hijo Isaac, cuando éste le preguntó por la víctima que, según le había dicho su padre, iban a sacrificar. Dios proveyó para Abraham; pero su don se desbordó, porque, en Jesús, presentó “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, es decir, la víctima ofrecida en sacrificio por la humanidad entera.

¿Hasta dónde entendieron todo esto aquellos discípulos? Tal vez no mucho en ese momento, pero comenzaron a caminar detrás de Jesús. Y aquí aparece otra palabra importante, una pregunta, que les hace Jesús al ver que lo siguen:

¿Qué quieren? (Juan 1,35-42)

Se cuenta que en los monasterios, cuando había un novicio, es decir, un joven que quería seguir también esa forma de vida, se le encargaba a un monje mayor preguntarle cada tanto al novicio “¿a qué viniste?”.

La pregunta de Jesús y la pregunta del monje invitan a quien está en búsqueda a tomar con profundidad una decisión, a no responder como fruto de un entusiasmo superficial. ¿Qué quieres? ¿A qué viniste? ¿Qué estás buscando? ¿Estás buscando a Dios o te estás buscando a ti mismo? ¿Quieres servir a Dios o quieres ver el modo de servirte de Él?

Los discípulos responden con otra pregunta:

«Rabbí -que significa Maestro- ¿dónde vives?» (Juan 1,35-42)

Sí, es a ti al que estamos buscando. ¿Dónde vives, dónde te encontramos? ¿Dónde estás hoy? ¿Dónde podemos escucharte, recibirte, servirte?

Jesús los invitó a seguir adelante:

«Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde. (Juan 1,35-42)

El detalle de la hora, “las cuatro de la tarde” habla de un recuerdo grabado en el corazón, un indicio de que ese momento quedó atesorado en la memoria. Este encuentro convirtió a los discípulos de Juan en discípulos de Jesús. En Jesús, ellos encontraron lo que buscaban. No encontraron “algo” sino que encontraron a Alguien, y ese encuentro cambió totalmente el sentido de su vida. De aquel encuentro ellos salieron convencidos y así lo transmitieron a sus amigos:

«Hemos encontrado al Mesías» (Juan 1,35-42)

El bautista lo llamó “el Cordero de Dios”; ellos lo presentan como “el Mesías”, es decir, el Ungido, el Cristo: el salvador prometido por Dios a Israel. 

Para muchos, el Mesías iba a ser el gran caudillo que condujera a Israel a vencer a sus enemigos. No era esa la forma en que Jesús entendía su misión. El sería el Mesías sufriente: “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” a través de su sacrificio, a través de su entrega de amor en la cruz.

Samuel, de quien hablábamos al principio, respondió al llamado de Dios cuando aprendió a reconocer su voz.

No siempre ha sido tan fácil responder al llamado de Dios. A veces se lo percibe como invasivo, como algo que viene a cortar nuestras aspiraciones, nuestros proyectos… A veces provoca miedo; nos desacomoda y parece exigirnos más allá de nuestras fuerzas…

Pero la llamada de Dios viene de su amor. Es un acto de su amor. 

Eso es lo que tenemos que encontrar: el amor detrás de cada llamada.

Y solo será posible responder a esa llamada desde el amor, y así poder decir a todos aquellos que queremos: “he encontrado el amor de Dios”, “he encontrado a Dios”, “he encontrado a Jesús”; “hemos encontrado al Mesías”.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. 

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