jueves, 4 de enero de 2024

“Tú eres mi hijo muy querido” (Marcos 1,7-11). Bautismo del Señor.

En estos días, que para muchos son de vacaciones, puede venir bien reencontrarnos con los entrañables personajes de Mafalda. Recuerdo una conversación de ella con su amigo Manolito. Mafalda le dice:

Más que personas, somos una decisión de nuestros padres, Manolito ¿Te das cuenta? ¿Si ellos no hubieran querido tener hijos, nosotros ¡chau! No nacíamos nunca.

A lo que responde Manolito, cada vez más alterado:

¡¿Cómo nunca?! ¡¿Cómo nunca?! ¡A mí, cuando se me pone una idea no hay quién me la saque! ¿Me oís?

¡Y si mis padres no hubieran querido tener hijos!... ¡Peor para ellos!

¡Porque hoy yo tendría otros padres, otro nombre y otra cara! ¡Pero que nacía, nacía!

Mafalda ha dicho algo que es verdad: venir al mundo nunca es una decisión personal. Hay quienes dicen, a veces con cierta rebeldía: “a mí nadie me preguntó si yo quería nacer”, sobre todo cuando sentimos que se nos ponen límites... sin embargo, poco a poco podemos ir madurando y tomando una decisión libre: aceptar la vida; más aún, recibirla como un don… y esto puede dar un giro en nuestra relación con quienes nos engendraron, nos recibieron, nos dieron los primeros cuidados y fueron acompañando nuestro crecimiento. Reconocer a nuestros padres nos lleva a reconocernos como hijos. Todos los seres humanos somos hijos; y si acaso nuestros padres biológicos no fueron quienes nos tomaron en sus brazos, estamos aquí porque hubo un papá y o una mamá del corazón, que nos recibieron como hijos y nos dieron su amor. 

En mi primer año de trabajo en escuela primaria, un alumno de cuarto año me sorprendió diciéndome, sin que viniera al caso: 

“Maestro, todos somos hermanos por parte de Dios ¿no verdá?”

Pues sí… todos somos hermanos porque todos somos hijos de Dios. Dios está en el origen de la existencia de toda criatura… desde las microscópicas amebas hasta las inmensas ballenas, pasando por los perros y gatos que se hacen parte de nuestra familia. 

Pero Dios es Padre de cada ser humano. Y quien dice “padre” habla de una relación única de ese padre con cada uno de sus hijos e hijas. Cada uno de nosotros es querido, es amado por Dios. 

Y aquí se puede trasladar aquello de si yo quería nacer, a esta otra pregunta: “Dios ¿por qué me has creado? ¿Por qué me pusiste aquí?” Un interrogantes que se hace angustioso cuando brota del dolor, del sufrimiento… Y, sin embargo, aún desde allí es posible encontrar el amor del Padre Dios, que atraviesa la oscuridad, que rompe las tinieblas y toca con su luz a quien lo invoca desde lo profundo. El “sí” de la fe reconoce a Dios como Padre, mi padre, nuestro padre, origen y fundamento de nuestra existencia.

Hoy celebramos la fiesta del Bautismo de Jesús. En el evangelio, escuchamos la voz del Padre que se dirige a él:

“Tú eres mi hijo muy querido; en ti tengo puesta toda mi predilección” (Marcos 1,7-11)

La manera en la que el Padre se dirige a Jesús marca esa relación única con él. Efectivamente, Jesús es, con perdón de la palabra difícil, el “unigénito”, el hijo único del Padre. Pero aquí no estamos hablando de relaciones humanas. Estamos hablando con lenguaje humano, pero de relaciones divinas, estamos hablando, con lenguaje humano, de las personas de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo.

Pero, entonces ¿por qué decimos que somos hijos de Dios? Porque eso es lo que Dios quiere que lleguemos a ser:

“… a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Juan 1,12)

Los que creen en su nombre: los que creen en Jesucristo, Palabra eterna del Padre. 

Y leemos, también, en la primera carta de Juan:

“¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. (…) desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía.” (1 Juan 3,1-2)

El hecho de que Jesús fuera bautizado provocó muchas preguntas en los primeros tiempos del cristianismo. El bautismo de Juan era un bautismo de conversión, para el perdón de los pecados. En Jesús, Hijo de Dios, no había pecado… ¿qué sentido tenía que se bautizara? Sin embargo, los cuatro evangelios refieren que Jesús fue bautizado por Juan el Bautista y fue allí donde se produjo su manifestación como Hijo de Dios, en la que se escuchó la voz del Padre y la presencia del Espíritu Santo se hizo perceptible.

Más aún, el Bautista señaló la diferencia fundamental entre su bautismo y el que luego ordenará Cristo:

“Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero Él los bautizará en el Espíritu Santo” 
(Marcos 1,7-11)

En las oraciones que hacen referencia a nuestro bautismo, la liturgia nos presenta distintos aspectos de su significado.

Por el bautismo 

  • Recibimos el perdón de los pecados, somos purificados y consagrados.
  • Somos sepultados con Cristo en su muerte, para resucitar con él a la Vida nueva. 
  • Es un nuevo nacimiento, un renacer.
  • Somos incorporados a Cristo como miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. 
  • Por esa unión con Cristo, somos hechos hijos adoptivos del Padre.

Pero, así como no es posible lo que pretendía Manolito, es decir, nacer por su propia voluntad (“pero que yo nacía, nacía”), tampoco uno puede hacerse cristiano por sí mismo.

Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Salmo 2,7)

dice uno de los salmos. Ser cristiano es un don, que está antes de cualquier cosa que podamos hacer. Para ser cristianos debemos renacer con un nuevo nacimiento. Este es el sentido del bautismo. Con nuestra fe podemos ir al encuentro con Cristo, pero sólo él puede hacernos cristianos. Sólo él puede dar respuesta a ese deseo nuestro, a esa voluntad: el poder de llegar a ser hijos de Dios, que nosotros, por nosotros mismos, no tenemos.

Con esta fiesta del bautismo del Señor concluye el tiempo de Navidad y comienza el tiempo durante el año, por el que transitaremos en los próximos domingos, hasta el 14 de febrero, miércoles de ceniza, que marcará el comienzo de la Cuaresma.

Hoy es un día para recordar nuestro bautismo; no tanto la ceremonia, de la que tal vez haya algunas fotos, sino, sobre todo, de la realidad de la gracia recibida, de ese sello que Dios puso en nuestro corazón y que nos llama a recordar que somos sus hijos e hijas en Cristo y a buscar vivir, cada día más, de forma coherente con lo que somos y lo que estamos llamados a ser.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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