viernes, 9 de agosto de 2024

Santa Clara de Asís. “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre” (Juan 6,41-51). Domingo XIX durante el año.

Tal como en la semana pasada, este domingo coincide con la fiesta de un santo; en este caso, de una gran santa, Clara de Asís, cuya historia sigue impresionándonos y conmoviéndonos. Aunque corresponde celebrar el domingo, no puedo dejar pasar esta feliz coincidencia para evocar la figura de la fundadora de las Clarisas; recordando, que en nuestra diócesis hay un monasterio de clarisas franciscanas y otro de clarisas capuchinas. Hay también en el departamento de Treinta y Tres, en la diócesis de Melo, una pequeña ciudad llamada Santa Clara de Olimar y su parroquia tiene como patrona a nuestra santa.

No es posible hablar de Santa Clara sin referirnos a San Francisco de Asís. Francisco, unos años mayor que ella, había abandonado la casa de sus padres renunciando a sus comodidades y a una buena herencia. Se recuerda el momento en que se despojó totalmente de sus vestiduras para expresar su voluntad de dejarlo todo. El obispo, que estaba presente, lo cubrió con su capa. Francisco fundó una orden de frailes mendicantes, que vivían pobremente con la ayuda que la gente les daba. Pero no era una vida inactiva. En comunidad, buscaban crecer cada día en la oración y en la vida fraterna y salían por las ciudades a predicar el Evangelio, que era su regla de vida.

Clara, hija de una familia noble y acomodada, sintió que el camino por el que Francisco y sus hermanos seguían a Jesús, podía ser también el camino para ella y otras jóvenes dispuestas a renunciar a todo. Su familia, en cambio, aspiraba que aquella joven bellísima encontrara un buen marido.

Clara había nacido el 16 de julio de 1193 o 1194. Francisco le llevaba entre 11 y 13 años. Cuando Francisco, volviendo de la guerra, comenzó a preguntarse a qué le llamaba Dios, Clara tenía unos 11 años. Tiempo después, escuchándolo predicar, Clara se sintió atraída por la alegría y la fe que manifestaban Francisco y sus hermanos, y por el estilo de vida pobre y sencilla que llevaban.

Todo eso fue madurando, hasta que, en la noche del domingo de Ramos del año 1212, Clara escapó de su casa para buscar a su amado Jesús y consagrarle todo su ser. En la pequeña Iglesia de Santa María de los Ángeles, alumbrada con antorchas, la esperaban Francisco y sus frailes. Allí Clara renunció al mundo 

“por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el pesebre” (Regla de Santa Clara, capítulo II).

El santo le cortó la larga cabellera, recibió sus votos de obediencia, pobreza y castidad y le entregó su nueva vestimenta, el hábito de lana rústica que habría de llevar, semejante al de los frailes y cubrió su cabeza con un velo. Cumplido el rito, los frailes acompañaron a Clara al monasterio de las Benedictinas, que alojaron gustosas a aquella joven decidida a darse enteramente a Jesús.

La familia, especialmente su tío Monaldo, hizo varios pero infructuosos esfuerzos para que Clara, entre comillas, “entrara en razón”, es decir, que abandonara esa vida que para ellos era una locura. Ella no cedió. Del monasterio benedictino pasó a la iglesia de San Ángel de Panzo, donde residían unas mujeres piadosas, que llevaban vida de penitentes. Allí se le unieron sus hermanas: primero Inés y después, su hermana Beatriz.

Finalmente, Clara y su comunidad pasaron a habitar el convento de San Damián, destinado a las monjas de la segunda orden franciscana, que, por Clara, tomaron luego el nombre de Clarisas. Allí se les uniría, después de cierto tiempo, Ortolana, madre de Clara, mujer que había sabido llevar una vida devota, con virtudes y piedad cristianas.

La adhesión de Clara al ideal franciscano fue total. Fue la primera mujer en redactar una regla para la vida religiosa femenina; regla aprobada por el Papa Inocencio III en 1215. A partir de esa aprobación, Clara pasó a ser la abadesa de San Damián. Para seguir al pie de la letra al maestro, pidió y obtuvo el Privilegium Paupertatis, el privilegio de una “altísima pobreza”, por el cual ni ella ni sus hermanas podían ser obligadas por nadie a recibir posesiones. Eso fue aprobado en dos bulas papales: en 1216, por Inocencio III y en 1228 por Gregorio IX. Así decía este último:

“Deseando consagrarse únicamente al Señor, ustedes renunciaron a todo deseo de cosas temporales (…) siguiendo en todo las huellas de Aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida. (…) Quien alimenta las aves del cielo y viste los lirios del campo, no les faltará en cuanto al sustento y al vestido, hasta que, pasando Él, se les dé a sí mismo en la eternidad, cuando su derecha las abrace más felizmente en la plenitud de su visión.” (Gregorio IX, 18 de septiembre de 1228).

En 1225, un año antes de su muerte, Francisco de Asís, enfermo y casi ciego, tocó a la puerta del Convento de San Damián, donde era esperada su visita desde hacía mucho tiempo. Para respetar la clausura de las hermanas, durmió en el huerto, bajo una choza de paja. Fue allí que compuso el cántico del Hermano Sol, como si hubiera querido dejar así un premio a la fiel seguidora e intérprete de su ideal, 

“humilde planta del bienaventurado padre Francisco” (Regla de Santa Clara, capítulo I), 

como se aludía a sí misma Clara, en su Regla.

Francisco murió en 1226. Clara lo sobrevivió por 27 años, manteniendo siempre su vida sencilla y austera, entregada a la oración y al cuidado de sus hermanas, sin rehuir ninguna tarea de servicio en la comunidad mientras tuvo fuerzas para realizarla.

La santa expiró el 11 de agosto de 1253. Dos años después de su muerte, fue canonizada por el Papa Alejandro IV, el 26 de septiembre de 1255.

Comenzamos esta reflexión citando un versículo del evangelio del domingo:

“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre” (Juan 6,41-51) 

Es desde esa clave que podemos releer la vida de Santa Clara de Asís. No era una adolescente rebelde que quería hacer su propia vida lejos de sus padres. Fue elegida, fue llamada, fue atraída por Jesús, de tal modo que ya no pudo más que dejarlo todo e ir hacia Él. Su elección de la pobreza más radical nos invita a considerar cuáles son los bienes qué buscamos, cuáles son realmente importantes en nuestra vida: materiales o espirituales. El testimonio de Clara y sus hermanas nos motiva al desapego de todo aquello, aún lo intangible, a lo que nos aferramos buscando una seguridad que solo encontraremos en Jesús, que es, absolutamente, el mayor bien que podemos desear.

En esta semana:

El 14 de agosto recordamos a San Maximiliano Kolbe, Franciscano conventual, mártir de la caridad, que llegó al desprendimiento de su propia vida para salvar a un hermano.

15 de agosto, Asunción de María. En ese día, los hermanos Maristas celebran 90 años de su presencia en Uruguay. Parte de esa historia es el Colegio San Luis de Pando. Felicitaciones a toda la familia marista.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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